Independientemente de sus ejercicios progresista o conservador, el romanticismo como cultura nace y renace cuando se siente la necesidad de lo cercano. Más que una filosofía de la historia, como suele describirse por influencia del romanticismo alemán, el romanticismo es sobre todo una filosofía del espacio: es la revolución cultural que reivindica el lugar contra el espacio. Lo particular frente a lo abstracto, lo cercano frente a lo distante. La gran invención del romanticismo es el paisaje. Frente al puro uso instrumental del territorio, el paisaje es una forma distante de mirada. Es la expresión de un vínculo a la vez sensorial y emocional. Nace de lazos profundos con la tierra: la propia y la nueva que se descubre. Emerge de un asombro ante lo particular. Hay momentos en la historia en que lo cercano, propio y particular parece convertirse en el refugio contra los huracanes de la historia. Así ocurrió en Europa como reacción a la cultura napoleónica que se presentó como universal, como fin de la historia (al propio
Hegel le pareció ver a Napoleón con esos ropajes).
Manuel Castells pronosticó que en la era de la globalización la fuerza cultural más poderosa habrían de ser las identidades. Y no se equivocó en un ápice. Cuando se siente el frío que llega de los poderes lejanos de los mercados, del estado, de la necesidad mecánica del poder, se vuelve al paisaje, a los vecinos, al lugar de pertenencia y lealtad.
Estos días, cuando uno observa por las calles de Barcelona, en tantas ventanas, las banderas esteladas, que se corresponden en Madrid con la crecientes colgaduras de la rojigualda institucional y las repeticiones del himno nacional, los reclamos andaluces de "nosotros no somos menos nación que ellos", la tentación de responder con discursos ilustrados a la nueva ola romántica parece irresistible. Pero los discursos de grandes espacios, normas, instituciones y constituciones no son ya oídos como razones sino como nuevos ejercicios del poder, pues también la ilustración como cultura fue otra geografía de pasiones, a veces conservadoras y a veces no.
Adorno y
Horkheimer explicaron muy bien este trasfondo oscuro de los pretendidos universalismos. Por ello, entender la lógica que subyace a las olas románticas en la cultura, y a cómo se fracturan en formas conservadoras o emancipadoras, me parece un ejercicio necesario. La era de las identidades no acabó, como muchos piensan, con las guerras mundiales. Al contrario, acaba entonces de comenzar.
Fernando Broncano,
Nunca dejamos de ser románticos, El laberinto de la identidad 10/09/2017
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