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Educación y filosofía
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Ayer me encontré con el futuro.
Marcos Santos Gómez
Tal vez puedan suscitar recelos en los demás, que los consideran una viva desmesura, una extravagante y perturbadora rareza. Pero no son en absoluto tan ajenos a cualquiera de nosotros como parece. Porque constituyen una derivación o mejor dicho, una pura manifestación, de algo que la civilización lleva siglos planteándose. Se trata de esa gente que adora el color negro y la música punky, que además lee con profusión a Antonio Machado o a Feuerbach, pero que también detestan descripciones estereotipadas como esta que yo mismo estoy trazando ahora. Viven en el ímpetu revolucionario, aspirando a formas canónicas y universales de ser. Son, por supuesto, los viejos anarquistas que como un contrapunto van acompañando a la historia, a la que tratan de agarrar por los cuernos mientras se les escapa a ellos y a todos para aplastarnos. Está su opción de vida y estilo de pensamiento en el corazón, en el alma misma, de occidente, solo que, desgarradoramente fieles a ella, realizan un proyecto de racionalización de la vida política, para helenizarla y apartar la barbarie de la falta de ideales. Su lema es completamente opuesto, como vamos a resaltar, al maquiavélico “el fin justifica los medios”, pues el fin ha de exultar gozoso como una melodía infinita en cada estación de la historia, en cada decisión política, en la completa existencia del individuo.
Podemos decir que el alma de occidente, la estela de los primeros filósofos, vive, pero vive en esa alma colectiva que llamamos cultura, un alma que se ha desgarrado del mundo, para dejar abandonado al propio mundo. Así, en el mismo proceso por el que la filosofía pronto se hizo académica y escrita, nuestra civilización, por razones históricas muy complejas y también propias del logos como tal, que ahora no podemos resumir, acabó haciendo cristalizar el conocimiento en una suerte de ente cuya relación con la vida se hizo ambiguamente distante. La distancia lograda por el hombre en la cultura fue, en lo bueno, la que posibilitó un cierto grado de autoconciencia y reflexión, y que emergiera un trato crítico con la vida. Pero, como hemos indicado a menudo en este blog, el flujo del pensamiento a la hora de responder a problemáticas vitales y prácticas, se acabó encorsetando un tanto en los conceptos y explicaciones que se forjaron en él. Un proceso complicado al que solo aludimos en pocas líneas que, dicho con brevedad, implicó que la filosofía y la sabiduría dejará de constituirse como forma de vida, como razón encarnada o pensamiento instalado en el centro de la propia acción.
Esto ya lo sabían los antiguos y de hecho durante muchos siglos la figura educadora del sabio era una figura que aunaba lo teórico con lo práctico, es decir, que todo él, la persona completa, debía ser gobernado por la razón, en una coherencia semejante a la del cosmos (el orden natural del universo, idea muy griega). Así se unificaba la originaria quiebra entre la vida y la cultura (que siglos después preocupara a nuestro Ortega y Gasset). Este enfoque solía entender al hombre como microcosmos que debía reproducir el orden universal, tanto en sus emociones bien temperadas como en su conducta. Fue esto una idea reincidente que adquirió en la historia distintas figuras y que fue principio no solo para filósofos sino para corrientes esotéricas y mágicas que sustentaron protociencias como la alquimia árabe. La idea, antes de naturaleza mítica y religiosa que puramente lógica, de un orden secreto que recorre íntima y calladamente el mundo, una armonía que, como la teodicea cristiana, habría de acabar justificando y salvando al mundo. El griego aspiró siempre a esta armonía que incluso al obstinado y terrible escepticismo de los más radicales sofistas acompañó como una armonía sin palabras en el mar de los argumentos enfrentados como corrientes y olas en el ponto por el que navegaba Ulises. El escepticismo, como bien señala Antonio Machado y los escépticos del periodo helenístico expresaron, deviene antes calma que enardecimiento, al relativizar los peligros y afirmar que en última instancia, por suerte, nada importa demasiado.
En realidad, la imagen del mundo como cosmos, como orden, tan griega, parte de una imagen, creencia o intuición cuya naturaleza primera no es racional y de hecho puede estar presente abundantemente en los mitos. Y puede, por tanto, haber sido antes una creencia, por tanto un fundamento irracional, que, paradójicamente, estuvo en la base de la racionalidad inventada por Grecia. Desde este principio orgánico, el orden recorría la médula de la civilización. El mismo anarquismo recoge esta discusión filosófica y de hecho hay un anarquismo teórico en la filosofía actual en el que la “diferencia” frente al dogmao mito de la identidad y del orden metafísico ha ido ocupando como “alma” el antiguo lugar de la identidad. Pero lo que nos interesa en este artículo no es esto, un asunto crucial, actual y que ha derivado en creativas filosofías, originales y complejas, sino la idea o ideal de un orden cósmico que ha de irradiar y gobernar el orden humano. Idea que late en el anarquismo comtiano, decimonónico. Orden que si uno se toma en serio, ha de conectar con esta cósmica llamada. No puede haber incoherencia si uno vive bien y si lo bueno rige el mundo, lo bueno ha de ser modelo y salvación para el hombre. Dicho con otras palabras, el anarquismo clásico, es decir, el de los anarcosindicalistas (pues hay muchos anarquismos), ha de esbozar y contemplar la realísima existencia de una “verdad” que, como entre los estoicos romanos, se sitúa en el horizonte de la propia existencia singular y social que justamente se orientan por ella, tal como desarrollan los modelos utópicos de la Modernidad. Es un anarquismo aun con cierta sombra de positivismo y metafísica.
La materia y el ser son buenos. Como diría Rousseau, las facultades naturales del hombre son virtuosas. Lo que habría por tanto es una diferenciación no tanto del cristianismo o el estoicismo, con los que por el contrario comparte lo que hemos indicado, sino de las versiones gnósticas de uno y otro. El gnosticismo, gran corriente filosófica y esotérica que deriva en parte del neoplatonismo, se dio con fuerza en plena expansión cristiana, es decir, en el siglo II. Su imagen del mundo y la materia es justo la contraria a la anarquista, grosso modo y por mucho que haya también algo del salvajismo angélico de los gnósticos en la rebelión anarquista. El mundo está teñido, tiznado de pecado, de carencia, de caída. Ha habido una degeneración o un abandono de la materia por parte de lo espiritual, quedando apenas un resto puro que es preciso preservar aislándolo del mundo. Este es el meollo del gnosticismo que responde, creo, a algo muy antiguo y humano, diríase que también a su manera realista y casi de sentido común, responde, digo, al pesimismo, a la idea que uno se hace del ser y la existencia cuando experimenta la vida como algo doloroso y la historia como una tenebrosa Babilonia.
Es este pesimismo al que el anarquismo, tan rousseauniano, responde con la imagen o idea contraria. El mundo y el hombre son buenos. La materia no es solo materia, sin más, siendo neutra y amoralmente, sino que hay en ella una bondad que puede vivenciar por ejemplo el artista o el místico. Aunque hemos de diferenciar los dinamismos ascéticos de los místicos. El asceta renuncia al mundo para hallar la bendición de un encuentro puro y privilegiado con la Divinidad en el desierto o la cueva del anacoreta. El místico recibe el don, gratuitamente, de dicho encuentro, como un exceso, como una sobreabundante desmesura. Son, por tanto, dos formas de ser, dos estilos de ética. Claro que para el místico dejan también de tener valor ciertos aspectos del mundo relacionados con el poder, la riqueza, el prestigio, pero lo que se le dona sin haberlo ni siquiera imaginado es el mayor de todos los tesoros en cada gota de agua o brizna de hierba.
Retornando a la idea anarquista decimonónica, esta desea impregnar al mundo de razón y devolverle algo perdido, pero sin apartarse del mundo e irradiando puro amor por él, bañándose en el dorado estanque de la materia, o, mejor dicho, en el eterno y pasajero río de Heráclito al que, no obstante, recorre algo que hace que podamos llamarlo río y considerarlo una misma cosa. Esta idea aparece a menudo en el Juan de Mairena de Antonio Machado, poeta que el filósofo anarquista José Luis García Rúa adoraba y al que alude frecuentemente en sus textos. Hay un elemento intangible que permite ordenar la existencia, pero que no se opone al constante y eterno flujo del gran Amazonas que es la misma.
Este punto arquimédico desde el que entender el mundo y, todavía más, recomponerlo, marca el horizonte de un orden natural que es bueno y que puede también gobernar al hombre, a la sociedad y a la política. La salvación estriba en dejarse impregnar por este orden, lo que en la teología cristiana será la presencia misteriosa y callada del Espíritu Santo. De hecho se ven teologías y formas de vivir el cristianismo que asumen este optimismo nuclear por el que la Creación es buena. En realidad, es un principio básico en el cristianismo, y uno de los elementos que, contra lo que muchos dirían, incluyendo a anarquistas y cristianos, les une. Por poner un ejemplo de esto, recuerdo que alguien en la prensa, en los noventa, definía al activista jornalero Sánchez Gordillo como expresión del atávico anarcocristianismo del campo andaluz, del ideal sencillo y orgánico que recogen ambos idearios anarquista y cristiano.
Desde luego esto hay que corroborarlo trayendo a colación y estudiando detenidamente los textos anarquistas, lo cual es tarea también futura para quien escribe estas líneas. Digamos que nuestra aproximación está siendo en el campo de la educación donde la imagen básica del anarquismo que vamos describiendo está en muchas teorías educativas que entendieron la educación a partir de Rousseau. Nos referimos a un tipo de anarquismo de impronta aún moderna e ilustrada, frente a otras derivaciones que, como he dicho, hoy no nos ocupan en estas líneas.
Un anarquismo que entiende la buena existencia como aquella que se deja teñir por la razón. Lo que viene a ser la conformación de la vida en función de ideales en una cierta regulación ética, los cuales, lejos de permanecer inmutables en el cielo, son el dinamismo que ya llevamos dentro, que portamos, y que representan, empleando otro lenguaje, las posibilidades (buenas) que nuestro mundo y la historia ya albergan.
Tengo en mente, según voy hilando estas ideas, el famoso debate en los setenta entre Foucault y Chomsky, que sobre todo versaba de esto, al menos en su parte más interesante. Si mal no recuerdo, y a falta de verlo una vez más en youtube, Chomsky destacaba, enfrentándose a Foucault, la necesidad imperiosa, o sea, para la ética y la política, ambas ligadas, como también lo consideraba Foucault, de que se aspirase a una cierta claridad en lontananza, un horizonte donde el espejismo nos va revelando lo que vamos siendo. Hay un horizonte de deberes que amplían y tiran del propio ser, que lo ponen en marcha, como un principio esperanza por el que se pone uno en movimiento para movilizar a la propia época. Tal vez todavía una imagen ligada levemente a la metafísica de la identidad y sus fantasmas, le replicaba Foucault a Chomsky.
La expresión que en estos momentos no recuerdo bien si atribuir a Rudolf Rocker o a Bakunin de que “la anarquía es la máxima expresión del orden” afirma implícitamente esta verdad: que existe una organización de la vida que es natural y buena, sita en la propia materia, exactamente como lo expresaba Rousseau en el Emilio, un cierto orden en el cosmos cuya asunción consciente, si se orienta el orden humano hacia el mismo, de algún modo nos salva. Son viejas ideas estoicas y cristianas, como hemos señalado, aunque hemos de matizar con contundencia que el caso del cristianismo en su plasmación eclesiástica más fuerte nos ofrece la pista para señalar una cierta aberración por la que el ideal que rige la vida logra ser de nuevo rebajado y sometido, despojándolo de su peligroso potencial, ese peligro que nos asusta y adivinamos en el admirable modo de ser de los bellos anarquistas.
Bajo la égida de la “prudencia” el anarquismo resulta una desmesura y una virulenta actitud vital que vive en la confrontación y el conflicto antes que en el erigir puentes y nexos que lo conecten con la cultura y la política habituales o reconciliadas. En apariencia, claro, porque cada vez me parece más evidente que quienes andan por la realidad son ellos y nosotros nos perdemos en la niebla de las fantasmagorías y constructos de nuestro mundo burgués. El anarquismo tiene que chocar, es de cajón, con el capitalismo; y con el capitalismo, para vencerlo, no se puede pactar. El ideal de la socialdemocracia es un ideal ya rebajado y mezclado con la falta de ideales capitalista. Así, el anarquismo presenta a la mayoría esa cara violenta, no violenta porque sean violentos, sino porque su superficie, lo que muestran, fricciona y no encaja con casi nada en el mundo de la mayoría.
En este artículo, fragmentario como todos los artículos o entradas en un blog, voy a destacar solo una idea más, como siempre, apuntada con lamentable vaguedad y premura. Consiste en la intuición, a desarrollar en una hipótesis, como futura pista de trabajo, consistente en que es el desarrollo de la “prudencia” eclesiástica basada en un mandato de Jesús a sus discípulos que les recomienda ser astutos como serpientes y puros e inocentes como palomas al ir a predicar la Palabra, el que ha podido estropear la dosis de verdad que pudiera haber en el mensaje y la religión cristiana y en cualquier ideal como el ideal anarquista. De hecho, el anarquismo es la reacción, como hemos dicho, contra el maquiavélico “fin que justifica los medios”. El cristianismo tiene, desde luego, un fondo revolucionario que como todos los fondos revolucionarios consiste en la aspiración a recomponer el mundo humano, desde la subjetivación o reconstrucción del sujeto a la reorganización de la vida política y a la refundación desde cero de la mismísima humanidad (¡Por eso los anarquistas han valorado tanto la educación!).
La interpretación de esa “prudencia” como razón estratégica, al modo de lo que uno pone en juego cuando medita sus jugadas en el ajedrez, y, aun peor, su absolutización, es lo que ha derrumbado todo el orden y el edificio del mundo nuevo cristiano. Es lo que las organizaciones sindicales anarquistas y su comprensión de la política intentan eludir. La “prudencia” ha implicado, en el caso de la Iglesia, el sometimiento de todo el aparato institucional a una razón de Estado o mediación que a la larga se convierte en su propio fin. Así, como todas las instituciones, la Iglesia puede acabar sirviéndose a sí misma por encima de todo, lo que estaba prefigurado en el extraño consejo de Jesús a sus discípulos al recomendarles ser astutos como serpientes y puros e inocentes como palomas. Y digo extraño porque el propio Jesús fue muy poco prudente. Aún más, no se logra realizar un proyecto revolucionario como el de Jesús, sin un inevitable choque y conflicto con la realidad. De hecho es lo que sucedió con los muy desmesurados mártires del primer cristianismo, que horrorizaban la mentalidad “prudente” del paganismo y del culto oficial romano o el Derecho. Es que debe hacerse así. Por mucho que imperen los ideales, bellos y excelsos como los que movilizan a la razón cristiana, estos son no ya sacrificados provisionalmente en aras de la conquista de estaciones intermedias en el largo camino hacia ellos, sino pervertidos. Y esto es lo más insoportable. Que un elevado ideal capaz de enriquecer cualitativamente, es decir, en el ser, al hombre y a la historia, sirva para ocultar con toda esa tramoya de bondad, los verdaderos fines y justificar lo que el propio Jesús jamás justificaría.
En su discurso, el Gran Inquisidor del relato de Dostoievski es esto mismo lo que argumenta: que a la vista de que el hombre no resiste la libertad (o sea, la más explícita y burda renuncia a los ideales cristianos y a la posibilidad de un orden humano natural), es preciso edificar (ese verbo metafórico tan empleado en los tratados de espiritualidad y moral cristiana) aquí en la Tierra, para que la libertad del viejo estoicismo se torne servidumbre, evitando más problemas al hombre. El sentido común y el pragmatismo son en este caso una franca renuncia a todo horizonte y la vertebración de mundo, sociedad y sujeto con un orden terrenal. Se renuncia al cielo y por eso, el antiguo y bondadoso e idealista beato que como don Quijote lucha con denuedo por un mundo mejor, al tornarse práctico, ha renunciado a todo ello. A un paso de su muerte, don Quijote dirá, “debía haber sabido que nunca hubo caballeros andantes en el mundo”. Sin embargo, a punto de morir, su creador, Cervantes, afirma, en la dedicatoria de su obra póstuma Persiles estar con un pie en el otro mundo. Cervantes vivió seguramente, toda su vida, con un pie en el otro mundo.
Desde esta perspectiva, el cambio por el que un cristiano “madura” dejando atrás los viejos ideales de juventud puede ser descrito sin tapujos como el cambio de quien sustituye a Jesús, el Jesús idealista y joven, por Satán, el viejo demonio. Este, como expresa el dicho, sabe más por viejo que por diablo, lo que quiere decir que ha olfateado y palpado bien el mundo, pero el mundo sin ideales, y es sobre todo un estratega, alguien que domina el arte de la prudencia y el vivir astuto, un mago de la conciliación que por limar asperezas ha renunciado al espíritu.
Pues bien, es lo que hay de matanza de los ideales en el dicho de que el fin justifica los medios, lo que, al rechazar esta moral mezquina, convierte a los anarquistas en esos seres excéntricos, marginales y conflictivos que tanto tememos. Tienen algo, o mucho, de quijotes. Y participan de su locura en tanto han renunciado a la razón mediadora, o estratégica, que estamos denominando aquí “prudencia”, sin acometer aun un necesario análisis pormenorizado del concepto de prudencia en la filosofía desde Aristóteles que seguramente impregnará las interpretaciones teológicas del mencionado pasaje evangélico. Ahora solo establecemos una pista, como hemos señalado, para futuras indagaciones. Una pista que emana de la percepción misma que del anarquista tiene quien vive integrado en la sociedad. El anarquista busca conscientemente, como parte de su racionalización de la historia y del hombre, extrañarse, ubicarse en un punto tensamente exterior, lo que no se puede lograr a fuerza de prudencia. Les pueden achacar vivir en un delirio purista, en un forzado “estado de naturaleza”, en una fatigosa e imposible búsqueda de una hipotética bondad natural rousseauniana, incluso en el rigorismo moral, pero es que puede que no exista otra opción para ser revolucionario, o sea, para la transformación del mundo que afecte al propio ser cualitativamente. Si aceptan ser estrategas, lo pierden todo, como ha pasado con la Iglesia. Esta, por no salir de un mundo que ya empezaba a gustarle demasiado, tras su conversión en la religión oficial del Imperio Romano, apoyándose en una dinámica metafísica anterior, hubo de crear su paraíso en el cielo, para que, escandalosamente, desde allí el ideal justificara lo que las vergonzosas mediaciones estratégicas y prudentes de la Iglesia ya estaban provocando. Ni más ni menos que la corrupción del propio cristianismo.
Así, ayer, entre todas las casetas de la Feria del libro de cierta ciudad española, sentí muy real, obvio, que de las dos o tres pertenecientes a editoriales o librerías anarquistas, se abría una posibilidad nueva. La novedad absoluta, la exultante vitalización de la historia, la irrupción marginal de un retazo de mundo posible, la existencia coherente, la sabiduría sincera. Fue algo sentido, no pensado, y, de hecho, he escrito estas líneas para tratar de pensarlo un poco. Pero encuentro muy difícil expresar lo que eran con sencillez pero visible estruendo, la honda humanidad que desprendían, la rabiosa sinceridad, la honesta rebeldía en la que el mismísimo corazón de la humanidad se estaba ofreciendo. No hallo mejor lenguaje para hablar de ello y describirlo salvo el lenguaje religioso. Habría que pensar por qué. Quizás lo que se palpaba era tan serio, tan radical, que faltan las palabras, aunque no una intención lógica de hacerse con ello que ha de remover en lo sagrado y en el mito. Razón y mito se alían en las fundaciones.