Ayer por la tarde mi agente provocador y yo nos fuimos a Sant Martí de Maldà. El viaje obedecía a compromisos contraídos hace algún tiempo, pero nada nos impedía llegar por el camino más lento para disfrutar del trayecto.
El viaje digno de este nombre comenzó en la iglesia gótica de Santa Coloma de Queralt, a los pies del Retablo de San Lorenzo, obra de alabastro del siglo XIV de Jordi de Déu. Tras Santa Coloma nos esperaba el Valle del río Corb, una delicia que hicimos sin sobrepasar los los 40 kilómetros por hora. Fue esta una zona fronteriza con tierras musulmanas durante muchos años y abundan los pueblecitos en lo alto de montículos, coronados por la torre de un antiguo castillo compitiendo con el campanario de la iglesia.
La siguiente parada, Vallfogona, ciudad del insigne Rector.
La parada en Guimerà, obligatoria, claro, incluyendo la ascensión castillo. Atardecía.
Y, finalmente, Sant Martí de Maldà.
El valle del río Corb en primavera es un lujo, créanme. Trigos que encañan, amapolas rompiendo con su puntillismo rojo el mar verde de los campos, las hojas nuevas de los árboles, bajo el cielo eterno y siempre nuevo, nubes compactas, densas, en explosiones congeladas de blancura, el rumor germinal que lo inunda todo...
Nada más escribir lo anterior, ha sonado el timbre. Era la cartera, que me traía esto: