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Lo horrible desde una perspectiva japonesa.
Marcos Santos Gómez
Aunque poco conozco de otras civilizaciones diferentes a la occidental, como las de la América precolombina, las antiguas naciones africanas y la desbordante efusión de los pueblos de la India, albergo la sospecha de que nada hay más extremamente distinto del Occidente griego y cristiano que la inabarcable cultura China y el insólito y refinado Japón. Acaso hagamos primos cercanos al mundo árabe islámico y Occidente, lo que tampoco quiere decir que no existan también aquí notables diferencias. Las hay, en la medida en que a veces se abren verdaderos abismos más o menos difíciles de saltar entre las dos ciudades vecinas más cercanas. Pero lo que ocurre con Japón, dejando fuera por ahora en nuestro boceto al oriente chino, es a todas luces una considerable diferencia. No es que yo conozca como se merece el mundo japonés, tanto en su actualidad como en la admirable riqueza de su arte y cultura clásica. Aunque no creo que pase mucho tiempo sin que acabe sumergiéndome en esta civilización del Sol naciente, como la nombra la conocida y tópica expresión. Pero, aun suspendiendo por ello nuestro juicio y dejando fuera los matices, teniendo que generalizar por fuerza en un artículo breve como este, sí puedo afirmar que algo he captado del modo tradicional de arte y literatura japoneses.
Sin extenderme demasiado, voy a basarme en lo poco que conozco y lo mucho que adivino, no sin arrogante atrevimiento de primerizo. En particular he pensado a Japón tratando de entender el budismo, como forma diametralmente opuesta de religión a las tres del Libro y en particular a la cristiana. Además he visto algunas películas (Japón es un país que ha cultivado el cine como pocos, desde los orígenes de las películas mudas), alguna imagen de escenas del teatro Nô (que aunque en vivo debe de ser impresionante, nos queda el recurso de ver lo que se encuentra grabado en youtube), el judo que practiqué de joven, los tópicos sobre la cultura urbana y el manga, sus costumbres y tradiciones sociales, la más original gastronomía del mundo con una fortísima presencia del pescado, el modo zen de cuidar un bonsái, el riguroso sentido del honor de su tradición guerrera y feudal, los rudimentos que he podido vislumbrar de su lengua y su riquísima, deslumbrante y creativa forma de escritura, junto a su reelaboración de la civilización china que durante mucho tiempo fue su modelo y referente. A todo ello, sumo lo que de su literatura clásica, en prosa y poesía, voy leyendo.
De hecho, hay dos elementos de su poética en los que me voy cada vez más adentrando. Se trata del haiku, por un lado, que es solamente uno de los numerosos y muy sutiles estilos que cultiva la poesía japonesa, que se escribe y se pinta, que por Murakami sé que ocupan amplias zonas diferenciadas en las bibliotecas. Y por otro lado, he acudido a su modo de tratamiento narrativo del horror y lo sobrenatural. Esto último, en particular, lo voy constatando gracias a la lectura de Cuentos de lluvia y de luna, de Ueda Akinari. Esta obra, publicada en 1776, desarrolla una concepción particular de lo horrible que ilustra una básica divergencia en relación con el horror y el género fantástico en occidente, y sobre todo, el del Romanticismo occidental trazado a finales del siglo XVIII, con auge en el siglo XIX y todavía presente en el género de la literatura de terror actual. Una forma oriental de tratar lo sobrenatural que también se aprecia en el contemporáneo género cinematográfico que estuvo de moda en occidente hace unos años, del terror “psicológico” japonés que emplea imágenes y escenografía del teatro clásico Nô (uno, quizás el más conocido en occidente, de los distintos estilos de teatro cultivados en la tradición japonesa y del que algo sabemos implícitamente por el cine de Kurosawa).
Pero digámoslo ya. El horror, en los mencionados Cuentos de lluvia y luna, es considerado esencialmente como una distorsión que irrumpe en la realidad, que es de por sí equilibrada, a la que interrumpe y perturba con la presencia y amenaza a veces sutil o con una máscara que en algún caso se revela constituía una falsa apariencia. Algo así como las pesadillas que nos asustan hasta el punto de hacernos despertar, pero que, con todo lo horribles que pueden llegar a ser, pasan, como la yegua que cruza la noche al galope desbocada en las nightmares (una bella metáfora de la lengua inglesa, hacía notar Borges). Así, tenemos que el mundo japonés, su base cultural, puede ser comparado con un estanque tranquilo, una suerte de normalidad que es y con la que se accede al corazón de lo real, hundiendo sus cimientos en el nirvana.
Se puede desestabilizar el movimiento en la superficie, pero los demonios ni pertenecen ni están ya en el mundo ni en su orden. Este susto lo produce la imagen concreta, en el llamado actual terror japonés en el cine, de un espectro del que aterran detalles en apariencia nimios, pero que sugieren que el mundo se rompe momentáneamente apenas extendiendo las cosas, de manera que la sencilla inocencia de un niño puede prolongarse en su elemento espectral, que es justo lo que el género fantástico del terror realiza. Así, el cabello que siendo cabello normal, en su naturaleza, brillo, textura, color y forma, puede crecer desmesuradamente y desbordarse hasta superar los márgenes de lo normal, como en un potente desafío a la idea de lo real como un ámbito de equilibrio. También la carraca y su sonido discordante, que choca con los amables sonidos naturales y la mera imagen global del espectro muy pálido, mudo, de ojos anormalmente grandes, cuyo carácter horrible es el producido por un desbordamiento y desequilibrio en lo normal. Todo ello produce un fuerte terror. Son, de hecho, exageraciones de lo real pero que no son lo real, aunque se sugiere que lo amenazan viniendo de otro mundo que los viajeros evitan cuidadosamente. Un terror sin necesidad de imágenes demasiado monstruosas, que no pertenece al mundo y ha de evitarse escrupulosamente. Los objetos más normales fabrican o plantean la inquietud, porque parecen proponernos imaginar si el mundo, como la razón en la locura, se nos pudiera ir de las manos.
Lo irracional es un mero hipo en el equilibrio esencial del mundo, algo que no encaja bien y que solo revela su naturaleza irreal o sobrenatural tras haber llegado a confundirse con una presencia viva. Es algo que cuando se revela como sobrenatural, por ejemplo, comienza a andar como flotando aunque sigue simulando que es alguien del mundo. El terror se introduce con sutileza, en una irrupción serena, como una rara amenaza a las cosas. Después de haber comido juntos unos amigos, charlando hasta retirarse a los aposentos, el protagonista descubre, quizás por la mañana, que se había alojado en una casa en ruinas y entonces comprende que ha pasado el rato con un espectro.
En los personajes sobrenaturales se vive incluso en el fingimiento de mostrarse como los que fueron, con gran covicción y vivacidad. Hasta revelar que se han escapado de un mundo de ultratumba lleno de genios malvados y demonios que no pertenecen al mundo que aman los protagonistas "cuerdos". El repeluco a posteriori lo da la sensación de haber estado fuera de lo habitual, de haberse transportado a un lugar que pugna por venir al nuestro pero se queda a medias. Lo extraño es lo sobrenatural que a veces se cruza con el mundo pero sin permanecer mucho tiempo en él.
El espectador japonés debe atravesar la experiencia del horror que consiste en el hecho presentido o vislumbrado de que las cosas pueden no ser como parecen, para convencerse de que su mundo debe prescindir de lo horrible, aferrándose a la serenidad, a la calma y al orden propio de las tradiciones. Es bien asido a ellas como se garantiza una buena travesía. El horror no tiene glamour, no se desea ni gusta, aunque en sus formas resulta, para el lector, raramente atractivo. Frente a lo horrible solo quedan rituales y exorcismos, para que nuestra vida se logre escindir de toda esa untura negra como la brea.
Una vida debe sujetarse a estrictos códigos y rituales, cuya inmutabilidad se persigue y prolonga a toda costa, por lo que produce sociedades más conformistas que las europeas u occidentales. Así, la guerra es profundamente odiada por los campesinos, en cuanto perturbación terrible. Todo debe volver a sus aguas. Ser real es vincularse con esa trama de tradiciones y perpetuarla sin un resquicio de cambio. Todo lo malo o negativo se lava con el agua del equilibrio. Lo horrible, pues, tiene el carácter de una excrecencia, de una verruga que amenaza la uniformidad de la piel, que desafía las simetrías donde se ubica el japonés tradicional. Se trata, también, de lo feo. Un leve signo de rareza basta. De hecho el Japón tradicional fue una sociedad muy ordenada y conservadora, como la china de Confucio, que castiga duramente la desmesura, como el verse derrotado y fracasado, o ser alguien que no encaja en la excelsa maquinaria de una civilización pautada y regulada hasta extremos que para el occidental significan casi aberraciones.
Esa suerte de honra del autocontrol es lo que en occidente se llamaría la Providencia y ha desarrollado el Estoicismo, que es lo que más se acerca a oriente en occidente. Frente a esto, lo occidental es lo excesivo, la desmesura incluso de un orden metafísico que pende como una espada de Damocles. ¡Un orden terrible que amenaza al mundo! Las dialécticas son siempre peligrosos componentes en los sistemas occidentales que introducen las negaciones como perpetuas e insalvables grietas en el edificio. Así, incluso el prurito sistemático de muchos pensadores, se sabe presto a descomponerse. No hay en occidente un sistema ni un orden que dure más de tres generaciones. No hay ese cimiento hondísimo y seguro que da su tranquilidad a los hombres haciéndolos más felices. Mas es esa dialéctica en la cultura y la razón, la de la Cruz y la crítica, insalvables, la que agita íntimamente a occidente hasta el frenesí (¿en el ideal misionero ignaciano, también? ¿En un Mateo Ricci auto obligado a representar un imposible nexo entre Confucio y Jesucristo?). La razón occidental es originariamente inquieta.
En claro contraste con el Japón clásico, el horror para el occidental y sobre todo para el romántico es constitutivo de la existencia, una suerte de continuo que acompaña al revoltijo de la vida como uno de sus ingredientes básicos e ineludibles. Lo tiene uno en su propia sangre. Va en los genes. La sospecha que el terror occidental conlleva es la de que hay algo violentamente sobrenatural en todo lo que existe, que llevamos dentro, como Mr. Hide de Stevenson y, a diferencia del Japón, no puede renunciarse a ello. Lo que el horror sugiere es que no solo tu encuentro con un espectro te da el elemento de lo sobrenatural, sino que uno se encuentra con el horror para saber desde entonces que lleva su estigma encima y que siempre lo ha llevado. El encuentro con el propio destino, como en las grandes tragedias griegas, te hace más sabio y conocedor de donde estás, pero también de lo terrible e insoluble de tu estado. Es como si en occidente estuviéramos todos como enfermos desahuciados. Un presentimiento que, por ejemplo, sirvió a Freud y su psicoanálisis, que viene a ser un proceso de integración y pacto con lo horrible para soportar el mundo y la propia historia personal.
Así, las expresivas y contundentes imágenes del horror romántico, el modo en que se afirma como un componente que descubrimos que nos ha acompañado siempre, aunque no nos hayamos dado cuenta, como la desmesura de un Edipo rey. Personalmente no creo que Japón haya dado un solo Edipo. Es decir, la existencia atormentada del occidental, ya ha incorporado consigo a la pesadilla. Es lo que el horror cósmico de autores como Lovecraft o el actual y poco conocido Ligotti (una auténtica joya del género, por cierto; el más refinado freaky de los autores de terror actuales) desarrollan en sus cuentos. Un horror que irrumpe para hacerte ver con estupor y pasmo que tu vida, tu existencia y tu forma de ser, son connaturalmente horribles. Que lejos de constituir lo sobrenatural horrible un encuentro con algo perturbador que se ha cruzado misteriosamente en la vida de uno, en el pathos occidental hay la comprensión de que uno es como lo horrible y que este exceso desbordante ha estado siempre en nosotros. Un sentido del horror que se ha traducido en un perpetuo desasosiego por parte del occidental.
Como es obvio, para plantear nuestras ideas es preciso reducir algo la complejidad de la realidad, y por tanto, hay de lo uno y de lo otro en ambos extremos civilizatorios. Pero que la tradición confucionista en China o el budismo Zen japonés inducen un abordaje de la vida esencialmente pasiva, me resulta cercano a la verdad. Así, frente al estrépito occidental (y pensemos lo estrepitoso que es el mismísimo cristianismo, religión excesiva y heroica que nada tiene que ver con el budismo y que horrorizó a esa forma del budismo occidental que es el estoicismo que profesaba un asombrado Marco Aurelio ante la histeria y los excesos de los mártires cristianos en Lyon), tenemos una concepción de la vida como algo que tiende a la armonía, a la buena proporción, a la complacencia, la calma y una mansa relación con la naturaleza. La misma imagen romántica de la naturaleza y la del anterior movimiento prerromántico alemán del Sturm und Drang es eso mismo, “empuje y tempestad”.
Es la serenidad como estado natural del hombre la mayor aportación de la cultura clásica japonesa a la humanidad. Tratar de componer un haiku o de leerlo nos conduce a una calma esencial, como una nota grave que da su sentido y cimiento a la cambiante realidad y que por eso mismo relativiza y no teme el cambio.
En el haiku, una imagen que rompe el equilibrio momentáneamente, en un breve contraste que conduce a la paradoja y a la ambigüedad, no hace más que despertarnos pero para ensalzar y señalar la definitiva fusión de lo real que ya opera y salva si prestamos atención. En el haiku hay una admiración pura por la naturaleza, en la que se confía sin hacerle el chantaje de lo racional. La verdad es la no verdad del deseo. Está, por tanto, más allá del juego contradictorio de la realidad. El absurdo torna en sueño y ficción la vida humana, o la conecta con algo más grande donde se disuelve, justifica y salva. Toda diferencia es una ilusión y la verdad de la gota es su incorporación al océano, su íntimo destino de ser, finalmente, el océano. Ni siquiera hace falta traer a la vida el desasosiego del gnóstico. Digamos que el oriente nipón es una suerte de gnosticismo sin herida o abismo que haya de teñir de tristeza el mundo.
Lo que estamos refiriendo es, justamente, lo que pretende evidenciar el ejercicio budista de los Koan, o acertijos que quieren iluminar mostrando que la clave está más allá del aparente desorden de lo real, e incluso de lo racional y lo irracional, más allá de lo lógico. Se ríe el budismo del desorden, de la fe de que es real el desorden (ni el orden), de que las contradicciones e inestabilidades sean la realidad, de que tengan una relevante consistencia ontológica y de que a la realidad haya que explicarla en términos lógicos o metafísicos. Vemos, por cierto, que esto es muy al contrario de la manía occidental de que lo racional tenga que vencer, que incorporar el desorden y el caos o de ligar mundo y razón, lo que resulta una pretensión condenada al constante fracaso (el típico destino y fracaso de las teodiceas, por ejemplo). Para unos lo real tiene que ser esforzadamente racional, para los otros lo precario lo es precisamente porque no es, porque no existe, porque lo que vemos es mera ensoñación. Algo que en occidente nos cuesta muchísimo entender. Aun más, creo que es verdaderamente imposible que lo entendamos. Lo más que podemos hacer es intentar reproducir la experiencia del haiku clásico.
Particularmente, leo sobre todo al gran Basho y a los maestros clásicos del haiku japonés de mediados del siglo XVIII, adivinando además que el cultivado hoy en Japón por poetas del siglo XX o XXI es aun más bello. Quizás por el efecto de introducir la mansedumbre armónica en el mundo urbano que tanto, en apariencia, se sale de ella. Es decir, la idea de un haiku que continúe el trasfondo Zen del clásico pero con contundentes imágenes urbanas y modernas. Se vence el fragor de lo moderno relativizándolo, pero relativizando también el Yo, la verdad, la razón, etc. Por esto, incluso el mero concepto de Dios, cuyas imágenes lo son todo en él y no puede concebirse porque no hay nada que sea algo así como un dios. Es pura evanescencia. Recordemos que se suele caracterizar el budismo como religión sin dios, o, yo diría, sin necesidad de dios. Dios, como todos los tinglados occidentales, sobra, no es verdaderamente nada, salvo un fantasma, como lo son las cosas.
El haiku, por tanto, es uno de los modos que en occidente vamos teniendo para comprender, casi imposiblemente, el mundo y el hombre con el corazón de un japonés. Y aunque nos ocupe solo ahora lo sobrenatural, hay que recordar que el refinamiento de la cultura japonesa, su exquisita sensibilidad, tienen que ver antes con la imagen de un mundo reconciliado con un fondo de unidad y de equilibrio, que con el mundo dialéctico y perturbado de Occidente. Es como si Japón hubiera desarrollado hasta la máxima posibilidad una disensión básica con occidente, en el modo de entender el nervio de la vida y del ser. En realidad, un budista ni siquiera hablaría, como yo hago, de nervio de lo real o de la cultura. En un extremo el occidente de la metafísica y el monoteísmo (extremamente representados por la civilización griega-cristiana) y en el otro, el de un Japón capaz de abordar el mundo como un inmenso océano en calma en el que todo queda disuelto (¡incluso la idea de reconciliación o salvación occidentales!, porque no hay, más allá de las máscaras y evanescentes tramas humanas, nada que reconciliar) y somnificado (perdón por el neologismo, no se me ocurre otra palabra).