Ensoñación burguesa
Marcos Santos Gómez
Ahora solo deploro, y acaso temo, lo que ni siquiera un nutrido capital como el que disfruto puede resolver. Es decir, todavía me abruman algunas circunstancias menores que habrán de sobrevenir algún día, las mismas que a cualquier hombre que haya puesto los pies sobre la tierra. Sobrevendrán la enfermedad, la vejez y la muerte. Cierto. Pero puedo asegurar que hoy, en este inasible pero intensísimo instante, a salvo de quiebras o graves pérdidas económicas, menos ese rumor de sombras venideras, nada me inquieta. He logrado la vida apacible que soñaba de niño y en el lugar exacto que lo soñaba. Algo que me embarga con una oleada de felicidad cuando cierro los ojos y asumo que los días que me quedan serán para disfrutar de esta vieja mansión, de su jardín, de su bosquecillo, del arroyuelo que bordea la propiedad, de la romántica campiña inglesa. No hubo día que no lo hubiera deseado. Y lo he logrado.
Es la mía, ciertamente, una vida solitaria, pero es feliz. La mansión, no hay ni que decirlo, posee una bella y bien dotada biblioteca, con algún incunable e incluso un par de manuscritos medievales. Tanto las tardes en que anochece a las cuatro, en el invierno inglés, y al calor de un agradable fuego en la imponente chimenea, mientras el campo lleno de las sombras de los antiguos celtas, sajones y romanos se torna una gélida y oscura sucesión de mansas colinas, como en las tardes que se alargan hasta pasadas las once de la noche, floridas y apacibles, con un clima templado y buena luz, en medio del olor de las quince especies de rosas y de la madreselva, coronado por la verde yedra que puebla la propiedad; tanto en unas como en otras tardes, digo, paso horas en esta biblioteca. Perfecciono mi inglés con buena literatura y hojeo páginas y páginas a cual más suculenta. Vivo, pues, entre tesoros y, diría más, en un sueño. Solo el momento fugaz entre ambas vigilias (o ambos sueños), cuando el sopor se torna horrenda pesadez y soy conducido a los restos de mi antigua existencia, mi precaria existencia prosaica y anterior, se estropea un poco este panorama, como cuando irrumpe alguna leve nubecilla en el cielo que trae alguna fugaz sombra. Nada más.
Siento cuando esta nubecilla pasa que todo, gozado y vivido día tras día o, según se mire, noche tras noche, peligra y durante el tiempo de unas pocas horas, se deshacen mansión y campiña para que las fauces de la pesadilla, la incomodidad, el sufrimiento, el miedo, tornen a reinar. Felizmente, pronto esta vigilia (o este sueño) da paso a la otra, como una sombra a otra sombra; una vida deviene en la otra vida, y puedo asegurar que siempre regreso a la preciosa, enorme y antigua mansión situada en la campiña inglesa. En esta vida auténtica, decía, solo la amenaza natural de la impostergable furia de la enfermedad, la vejez y la muerte podrá aflorar, mientras susurro: “me da igual, pues esto nada lo puede deshacer aquí y ahora. Lo real es el instante.” Y mi vida plena retorna cuando cierro los ojos, con la vivacidad e intensidad del fuego de la magnífica chimenea o de un minuto sazonado por el aroma de un único y solitario jazmín.