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La comunidad que el lenguaje humano forja no se constituye a través de individuos pre-existentes (hombres que aun no hablarían, hombres antes de serlo). El lenguaje mismo es tal comunidad y los individuos son literalmente la materia a través de la cual adquiere forma.
... hablar propiamente, hablar con hondura, no consiste en informar sobre acontecimientos (por cruciales que puedan ser en la vida de un hombre o de un grupo humano), sino dejar que la aflicción, la indiferencia o la euforia sean ocasión de que el lenguaje diga lo que ha de ser dicho.
No es el pathos de un hombre lo que se está expresando en las célebres líneas "No me podrán quitar el dolorido sentir, si ya del todo primero no me quitan el sentido"(Garcilaso "Égloga primera" 349-351).Por ello, cuando en nuestro tiempo se tiende a homologar los seres de lenguaje a los animales dotados de capacidad perceptiva y de un potencial para expresar información, se está simplemente reduciendo, literalmente rebajando el peso de aquello que nos hace ser, que nos diferencia en el seno de las especies.
Víctor Gómez Pin, Lo común de los hombres, El Boomeran(g) 26/06/2020
Foucault entendía la biopolítica como una manera de racionalizar los problemas que algunos fenómenos propios de la población pensada como un conjunto de seres vivientes (como la salud, la higiene, la longevidad, la seguridad social, etcétera) plantean a las practicas gubernamentales. Y, en la medida que el neoliberalismo propugna dejar de enfocar estos problemas como problemas políticos gubernamentales y reinterpretarlos como problemas con soluciones de mercado de los que se tienen que autorresponsabilizar en exclusiva los individuos, la tesis según la cual la racionalidad neoliberal significa la muerte de la biopolítica está bien fundamentada. Pero también puede argumentarse que, con el neoliberalismo, la biopolítica, que había tenido un gran protagonismo en el Estado del bienestar, no se destruye, sino solo se transforma porque el hecho mismo de desentenderse y de privatizar, mercantilizar y no tratar como biopolíticos ciertos problemas también es una forma de biopolítica. El escandaloso caso de las residencias geriátricas, que ha permitido contrastar la retórica y la realidad de esta biopolítica por omisión, ofrece un ejemplo lamentable para este argumento.
La pandemia de la Covid-19, los problemas que ha planteado y las maneras diversas como se han mirado de gestionar en un contexto marcado tanto por las consecuencias como por la crisis de la conversión de la racionalidad neoliberal en pensamiento hegemónico han vuelto a impulsar los temas que Foucault quería tratar a través del concepto de biopolítica hacia el centro del debate público. En este contexto, uno de los discursos más aparentes ha sido el de un posfocaultianismo banal y estatofóbico que, al estilo de Agamben, tiende a anatemizar toda biopolítica como un crimen de Estado. Caricaturizando proféticamente el confinamiento por la pandemia como el signo premonitorio o la confirmación del advenimiento en un momento de excepción de una nueva sociedad permanentemente autoritaria, este posfoucaultianismo maniqueo, aunque pueda ser útil como toque de alerta, ha eclipsado la reflexión sobre la pertinencia de una biopolítica que, tanto en la normalidad como en la excepcionalidad, y en cada uno de estos momentos de manera diferente, no desdiga de los principios, que no siempre coinciden con las practicas, de la democracia. Pero los mapas que Foucault, el cartógrafo, trazó cuando los gobiernos apuntaban su proa hacia el neoliberalismo también sirven para orientarse en esta otra navegación con las bodegas llenas de la experiencia acumulada durante las cuatro últimas décadas.
Josep Maria Ruiz Simon, Foucault y sus sombras (y XIII), La Vanguardia 30/06/2020
vegeu també Foucault y sus sombras XII
Estas virtudes epistémicas se han vuelto menos evidentes en el mundo posverdad, a medida que sus vicios opuestos se han vuelto más comunes: exceso de confianza, cinismo, cerrazón mental, excesivo individualismo, pasividad ante el poder, pérdida de confianza en la posibilidad de crear mejores verdades y moral dirigida por las vísceras en lugar de por la cabeza.
La defensa de la verdad a menudo toma la forma de batallas para defender verdades particulares que nos dividen. En ocasiones es necesario: pero, como la misma metáfora militar sugiere, alimenta el antagonismo. Mejor y más ambicioso es defender el valor común que atribuimos a la verdad, las virtudes que nos llevan a ella y los principios que nos ayudan a identificarla. Aquellos que defienden esto están empujando una puerta que ya está abierta, porque, en último término, todos reconocemos que la verdad no es una abstracción filosófica. Más bien es un aspecto central de cómo vivimos a diario y de cómo nos interpretamos a nosotros mismos, al mundo y a los demás. (87-89)
Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de los libros, Barcelona 2018
Desde luego, se ha vuelto habitual afirmar que no existe tal cosa como la verdad, y que solo hay opiniones, lo que es “verdad-para-ti” o “verdad-para-mí”.
El problema no es que no comprendamos lo que significa la “verdad”. En un sentido práctico, es difícil mejorar la temprana definición de Aristóteles: “Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir que lo que es, es, y lo que no es, no es, es verdad” (Metafísica, 1011b)Si eso suena obvio, aunque quizá un poco rebuscado, quizá sea porque no hay nada misterioso sobre el significado corriente de la verdad. Si actualmente hay una crisis de verdad en el mundo, el problema de raíz no es que las teorías filosóficas de la verdad no sean adecuadas. Podría incluso argumentarse que, en su terca persecución de la verdad, la filosofía desencadenó precisamente las fuerzas del escepticismo que han llevado a socavar la verdad. “¿Cómo o sabes?” y ”¿Qué quieres decir con…? Con preguntas filosóficas que han sido corrompidas por una sociedad cínica. (13)
Este inveterado cinismo apuntala cierto derrotismo, una aceptación de que no tenemos los recursos necesarios para discernir quién dice la verdad y quién está, sencillamente, tratando de engatusarnos. Al sentirse incapaces de distinguir la verdad de l mentira (…) perdemos confianza en nuestro cerebro, nos dejamos guiar por las tripas y el corazón. (16)
Para reconstruir la fe en el poder y el valor de la verdad, no podemos esquivar su complejidad. La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla o retorcerla. A menudo no podemos afirmar con certeza que conocemos la verdad. Necesitamos evaluar una serie de verdades reales y supuestas y comprenderlas para comprobar su autenticidad. Si conseguimos llegar a este punto, entonces no estaremos al principio de un mundo posverdad, sino más bien pasando por una era temporal de posverdad, una especie de convulsión cultural nacida de la desesperación que dará paso con el tiempo a una época de mesurada esperanza. (16-17)
Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de los libros, Barcelona 2018
T.M. Campreciós als 100 anys |
Els darrers dies, a partir de l’onada de protestes antiracistes desencadenades a partir del malaurat cas de l’assassinat de George Floyd, estem assistint a un debat sobre la conveniència de l’exhibició de determinades obres d’art, des de la projecció de determinats films fins a la proposta d’enderrocament de l’estàtua de Colom.
Deixem clar des del principi que no tinc cap mena de prejudici pel que fa a l’enderrocament de res: fa anys que proclamo la necessitat, ideològica i estètica, d’enderrocar el Temple expiatori del Sagrat Cor, nom oficial de l’engendre que, a mig camí entre el neobizantí, el neogòtic i el quasimodernisme, corona i espatlla la muntanya del Tibidabo. De la mateixa manera vaig aplaudir la retirada del monument dedicat a Antonio López, Marqués de Comillas, que es va enriquir amb l’esclavisme sense cap mena de possible justificació: ho va fer en ple segle XIX, quan el tràfic d’esclaus ja estava prohibit a molts estats europeus i, sobretot, quan les idees de la Il·lustració ja havien tingut una àmplia difusió.
La història és plena d’enderrocaments i revisions i no entenc per què hem d’acceptar només els enderrocaments quan venen des del poder establert: ningú no es planteja l’enderrocament de la catedral gòtica incrustada al bell mig de la Mesquita de Còrdova, que al seu torn es va construir sobre la base d’una basílica visigòtica, que al seu torn va enderrocar un temple romà… algun dia ens podrien consultar què volem enderrocar i fer fins i tot un calendari d’enderrocaments rituals per anar renovant la monumentalitat de la nostra societat. Bé, no continuaré per aquest camí: encara queden alguns arqueòlegs i historiadors de l’art que em parlen i no vull perdre aquest privilegi.
A cada època hem anat enderrocant els símbols del passat amb força alegria, senzillament per què aquell símbol havia quedat obsolet en les seves funcions o en els valors que representen. Suposo que a partir del romanticisme hem començat a valorar els monuments anteriors a la nostra època; però això no ha estat mai innocent, ja que hem reconstruït el passat a la mida de les idees que volem transmetre al present: basta estudiar una miqueta la gènesi de l’actual barri “gòtic” de Barcelona per veure com en un moment determinat el poder establert decideix reivindicar un passat medieval… encara que això impliqui esborrar rastres renaixentistes o barrocs.
Jo crec que hauríem d’establir un criteri per a la destrucció, o no, dels símbols del passat. Aquest criteri hauria de ser estètic i no ideològic. Si fos merament ideològic i haguéssim de destruir qualsevol obra que impliqui uns valors que considerem nocius, tindríem molta més feina de la que podem fer: hauríem d’enderrocar la totalitat de les esglésies catòliques per la seves implicacions sexistes, classistes i obscurantistes (per no parlar de la pederàstia), no quedaria cap placa de carrer o plaça dedicada a un militar (en nom del pacifisme) per no parlar de les escultures, s’haurien de censurar les lletres del 90% de les cançons d’amor compostes fins fa uns deu anys (i el 100% de les del reaggeton de totes les èpoques) i hauríem d’esborrar els arxius de la història del cinema anterior a la darrera dècada…
La puresa iconogràfica és impossible i, sospito, indesitjable com ho són totes les pureses. Hauríem, això sí, d’establir un criteri estètic: si una obra és detestable ideològicament però fa una aportació estètica remarcable, cal que sigui conservada. Així salvem des de l’art religiós i militar fins a la filmografia de Griffith, Riefenstahl o Ford, però ens permet destruir la pràctica totalitat de la iconografia franquista que és detestable a totes les dues vessants: ideològica i estètica.
Correm alguns riscos: Allò que el vent s’endugué és una pel·lícula racista i, des d’un punt de vista cinematogràfic, poc rellevant. Tenint en compte la seva repercussió a la història del cinema, podem conservar algunes còpies però la seva exhibició pública hauria d’anar acompanyada d’una explicació que impedís la transmissió de valors nocius per a la convivència. Així hauríem d’actuar amb tots aquells monuments de rellevància històrica: no es tracta de prohibir, però cal advertir dels riscos.
Tot plegat, per concloure, hauria d’evitar-nos caure en la hipocresia: si veiem la manifestació organitzada per VOX per protegir la estàtua de Colom amb el lema “Nuestra historia no se toca” no oblidem que aquests amants de la història no s’estan de tocar-la quan convé. Ni la protecció ni la destrucció de l’estàtua de Colom es fa en nom de la història sinó de la utilització de la història que en vulguem fer; sigui en nom del poder establert o de l’oposició a aquest poder.
A l’estàtua de Colom caldria aplicar-li un criteri ja no estètic ni ideològic, sinó més aviat geogràfic: no cal destruir-la, però girar-la per tal que assenyali cap a Amèrica i no cap a Mallorca contribuiria a una millora educativa de totes les generacions que, volent fer les amèriques, només es van menjar una ensaïmada.
De este modo, el filósofo se convierte en la contrafigura del cuñado, y pido disculpas por echar aquí mano a una vieja teoría mía. Si, frente a un fenómeno imprevisible como es una pandemia, la conducta del cuñado consiste en cambiar de opinión súbitamente, pasando en cuestión de días de la tesis de que «El COVID-19 es una gripe normal y corriente» a la antítesis de que «El COVID-19 es una bomba bacteriológica desarrollada por China contra Estados Unidos o Europa», convirtiéndose de este modo en un «capitán a posteriori», la conducta del filósofo, por el contrario, consiste en mantenerse en sus trece, con una actitud no menos arrogante y prejuiciosa. Nos asegura que él «ya nos lo había dicho», que él «ya lo había explicado» en no sé qué monografía o paper: asume el papel de un «teniente a priori», de alguien que cree tener desde siempre la verdad. Y es que, como ya dijo el duque de La Rochefoucauld en el siglo XVII, «la filosofía triunfa fácilmente sobre los males pasados y futuros, pero los males presenten triunfan sobre ella».
Ernesto Castro, La Covid-19 y las arrogancias de la filosofía, Revista de Libros 24/06/2020
Lo que una miembro ordinaria del público piensa sobre el cambio climático, por ejemplo, no tiene impacto sobre el clima. Tampoco cambia nada lo que haga como consumidora o votante; su impacto individual es demasiado pequeño para marcar la diferencia. De este modo, cuando ella actúa en cualquiera de estas capacidades, cualquier error que cometa en lo relativo a la mejor evidencia científica disponible tendrá un impacto nulo sobre ella o sobre aquellos que le importan.
Pero dado que las opiniones sobre el cambio climático ahora identifican las alianzas grupales de cada uno, adoptar la posición “incorrecta” al interactuar con sus pares podría romper vínculos de los cuales depende en gran medida su bienestar material y emocional. Bajo estas condiciones patológicas, ella usará predeciblemente su raciocinio, no para discernir la verdad, sino para formar y persistir en creencias características de su grupo, una tendencia conocida como “cognición protectora de la identidad”.
Uno no tiene que ser un premio Nobel para darse cuenta de qué opinión defiende su tribu. Pero si alguien disfruta de especial dominio en la comprensión e interpretación de evidencia empírica, es perfectamente predecible que usará esa habilidad para forjar vínculos incluso más fuertes entre lo que cree y quién cree que es, culturalmente hablando.
Dan Kahan, Por qué la gente inteligente es vulnerable a poner su tribu por encima de la verdad, Sin permiso 13/06/2020https://www.sinpermiso.info/textos/por-que-la-gente-inteligente-es-vulnerable-a-poner-su-tribu-por-encima-de-la-verdad?fbclid=IwAR2s5ZoQwoabtJPtVnpCsqXE-gLHlcoCsqtQlgT-S-keobSKu8LSaqRA9twEste libro es una obra coral de un grupo de docentes en ejercicio que piensan y sienten la educación como una acción transformadora en el plano social, comunitario y también personal. Sus reflexiones animan al lector a entender la educación como un esfuerzo por escuchar y actuar.
Para ellos, el papel del docente es cada vez menos el de enseñar y más el de sostener un adecuado proceso y marco dentro del que el alumnado encuentre las mejores condiciones para su aprendizaje. El reto de una educación para ser empieza por la transformación del educador con el fin de saber acompañar en el desarrollo de un sentido, de un propósito profundo del ser humano, para una vida plena, compartida desde la identidad, los valores y los talentos propios.
Sobre los coordinadores
José Blas GarcíaLicenciado en Psicopedagogía y Diplomado en profesorado de EGB por la Universidad de Murcia. También, Máster en Educación y Comunicación por la Universidad UNIA. Trabaja como profesor de Matemáticas en el Instituto de
Educación Secundaria Juan Carlos I de Murcia y como Profesor Asociado al Departamento de
Organización Escolar en la Facultad de Educación de la Universidad de Murcia.
Licenciado en Bellas Artes por la UPV, Master en Arteterapia por la UMU, Formación Gestalt Programa SAT, coach Certificado ICF y ASESCO. Trabaja como jefe de Estudios en el CEA Mar Menor de Torre Pacheco. Es también formador en bienestar docente, gestión emocional, coaching educativo, creatividad, aprendizaje cooperativo, aprendizaje basado en proyectos y aprendizaje servicio.
Primeras_Páginas_Educar_para_serDescargaLa entrada Educar para ser se publicó primero en Aprender a pensar.
Yo diría que sí que ha habido una experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles, sociales, de clase, económicas. Ha habido una experiencia vital común ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han vividoen peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para construir un sujeto colectivo a partir de ella. En una situación que, de origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la sensibilidad común en política común. No tengo la menor respuesta. Veo más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide, revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo suficiente como para ejercer alguna presión.
Para mucha gente el confinamiento ha sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia, de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total. Lo que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al margen del miedo a la muerte. Habíamos aceptado como un derecho inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad. Es decir, los ejes en torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera plataforma de resistencia.
… el coronavirus nos asimila a todos. Todos ya somos cuerpos. Y además de una manera muy paradójica, porque nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro. De esa conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total, criminalicemos más aún al otro.
Esta amenaza ha estado muy presente. Éramos muy sociables y nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler la proletarización del ocio. Nuestroocio había sido proletarizado por el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad soluble.
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que el cuerpo se jugara nada en todo eso. Frente a la combinación del confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
… hay una reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos ha dado ha sido vejeces más largas. Y esa longevidad está dominada enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces, también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa vejez y cuán larga querían que fuese.
Si hay un régimen que es indisociable del riesgo es la democracia. En todos los sentidos. La libertad de expresión consiste básicamente en correr el riesgo de que la opinión de otro te convenza o derrote la tuya. Las garantías jurídicas, el Estado de derecho, es el riesgo de que una persona detenida por un delito, y sometida a un juicio justo y con todas las garantías reincida. Tenemos que defender el riesgo de las libertades civiles, del Estado de derecho, de la democracia. No deberíamos de ninguna de las maneras, so pretexto de que hay un riesgo sanitario, y menos reclamando una imposible seguridad total, ceder más terreno del que ya hemos cedido en los últimos años.
https://ctxt.es/es/20200601/Politica/32584/Amanda-Andrades-Alba-Rico-entrevista-confinamiento-pandemia-filosofia-capitalismo-covid-19.htm?fbclid=IwAR2qQF56YqxfjPjb2z6Rtx9j6A0fIliKQpCBgrlWfNyoRrLU95upmVe90NAYo diría que sí que ha habido una experiencia vivencial común más allá de estas diferencias terribles, sociales, de clase, económicas. Ha habido una experiencia vital común ligada al estado de excepción, no hablo del estado de alarma, sino de este estado de excepción antropológico que todos, incluso los que lo han vividoen peores condiciones, hemos compartido. Todo estado de excepción, una guerra, una revolución o incluso un eclipse de sol, tiene algo que sacude emocionalmente de manera colectiva. Se produce un cambio en el marco de la sensibilidad colectiva. Me preocupa más lo otro, la desproporción entre esa experiencia común y la capacidad para construir un sujeto colectivo a partir de ella. En una situación que, de origen, no era particularmente halagüeña o esperanzadora y en la que incluso los sujetos colectivos organizados, como el feminismo o el ecologismo, se han quedado muy opacados y curiosamente no han salido favorecidos de esta experiencia. La pregunta es cómo se convierte la sensibilidad común en política común. No tengo la menor respuesta. Veo más fácilmente los peligros que las posibilidades de construcción de alternativas. Sí veo, aunque sea algo derrotista describirlo así, que toda crisis también fragiliza a las élites dirigentes, las divide, revela sus grietas y sus conflictos. Como tienen más medios y más recursos van a tener siempre más facilidades para aprovechar esta oportunidad, pero que hay que intentar aprovechar esa fisura, ese disenso entre las élites dirigentes, y eso implica organizarse lo suficiente como para ejercer alguna presión.
Para mucha gente el confinamiento ha sido fuente de estrés. Y el estrés y la ansiedad no son vectores de construcción de alternativas progresistas. Pero si hablamos de angustia, de miedo y de dolor, a lo mejor sí, porque creo que uno de los rasgos que caracterizaban esa anormalidad patológica de la que veníamos era precisamente la reclamación, la exigencia, de una seguridad total. Lo que se traducía en una medicalización, psiquiatrización, de todas las experiencias adversas de la vida. Ahora todos hemos vivido un miedo que no teníamos que reprocharnos: el miedo a morirnos, ese que habíamos olvidado radicalmente. A través de los psicofármacos, de las drogas y de la industria del entretenimiento, llevábamos muchos años viviendo al margen del miedo a la muerte. Habíamos aceptado como un derecho inalienable de nuestra condición de blancos europeos el derecho a la inmortalidad. Creo que, a partir de esa forma de miedo, sí que se puede construir una alternativa progresista. Lo que no era en absoluto progresista era la negación de la mortalidad, la ilusión de la invulnerabilidad, el imperativo de la felicidad. Es decir, los ejes en torno a los cuales estábamos construyendo vidas que, por debajo, eran constantemente erosionadas por la precariedad laboral, por las dificultades de llegar a fin de mes, por ese estrés del falso acontecimiento permanente. Así que creo que no está mal entrar radicalmente en contacto con algo que tiene que ver con nuestra condición humana. Y esto es muy político. Como civilización, el capitalismo lo que ha estado haciendo es ocultar, e incluso negar, a veces, nuestra condición humana. Que reaparezca es una primera plataforma de resistencia.
… el coronavirus nos asimila a todos. Todos ya somos cuerpos. Y además de una manera muy paradójica, porque nosotros mismos, como potenciales portadores del virus, somos también cuerpos amenazadores. Por decirlo de una manera un poco demagógica y provocativa, hemos descubierto que nosotros también llevamos un terrorista dentro. El descubrimiento de que somos amenazadores es el verdadero descubrimiento de la corporalidad. Y eso da fragilidad, lo que puede traducirse en criminalización del otro, soy frágil porque el otro me amenaza. Pero, en este caso, la fragilidad está asociada al descubrimiento de uno mismo como fuente de amenaza para el otro. De esa conjunción podría y debería salir una verdadera revolución en términos de relación con los otros. No va a salir, me temo, porque veníamos de un mundo en el que se nos había convencido de que estábamos a cubierto de cualquier amenaza y va a haber, hay, una reclamación muy fuerte de seguridad total, de un sector de la población. Y, sobre todo, hay grupos políticos orientados a generar la ilusión de que ellos sí pueden devolvernos esa seguridad. Es muy fácil que en estos momentos de miedo acabemos negando esa parte amenazadora que hay en nosotros, por la que somos realmente cuerpo. Y que, reclamando una seguridad total, criminalicemos más aún al otro.
Esta amenaza ha estado muy presente. Éramos muy sociables y nos tocábamos mucho, pero, al mismo tiempo, vivíamos ya en un confinamiento tecnológico que era compatible con esa hipersociabilidad corporal. La imagen que puede resumir la conjunción de estos vectores es la de una terraza de un bar en la que ves a muchos amigos juntos cada uno absorbido en su teléfono. El cuerpo está ahí, pero está descorporalizado. Las dos cosas tienen que ver con lo que llama Stiegler la proletarización del ocio. Nuestroocio había sido proletarizado por el capitalismo mediante dos vías, la del turismo, la hostelería, el contacto soluble, intenso y fugaz entre los cuerpos y la del confinamiento tecnológico. Esta última ha salido muy reforzada. Frente a esto, ¿qué deberíamos hacer? ¿Alimentar la otra vía? No, pero sí creo que hay que reivindicar el riesgo corporal frente al confinamiento tecnológico. Y eso significa distinguirlo de la cesión de tu cuerpo al vector de explotación económica del turismo o la hipersociabilidad soluble.
Habría que hacer un verdadero discurso sobre el cuerpo. Primero para definirlo bien, para preguntarse realmente qué quiere decir tocarse. Mi tesis, que he recogido en Ser o no ser un cuerpo, tiene que ver con que ya casi no éramos cuerpo, podíamos estar todos juntos y abrazarnos e incluso mantener relaciones sexuales muy promiscuas sin que el cuerpo se jugara nada en todo eso. Frente a la combinación del confinamiento tecnológico y la turistización de las vidas, hay que reivindicar una corporalidad en la que cuando te tocas estás tocando realmente un cuerpo, cuando abrazas estás abrazando realmente un cuerpo y, por lo tanto, corres riesgos a sabiendas. Y el riesgo cuando hay implicados dos cuerpos no es tanto el de contagiarse, sino el de condolerse, el de amarse, el de entenderse o, al menos, el de escucharse y a veces el de discutir. Solo entre cuerpos ocurren esas cosas.
… hay una reflexión de más amplio calado que tiene que ver con un capitalismo tecnologizado que nos ha prometido la inmortalidad, pero que lo que nos ha dado ha sido vejeces más largas. Y esa longevidad está dominada enteramente por el cuerpo que revela toda su fragilidad y, a veces, también la necesidad de cuidados y dependencias. Tenemos que ver cómo lo gestionamos y lo que ha revelado el coronavirus es que lo estábamos haciendo mal. Habíamos ilusoriamente suprimido los cuerpos, los habíamos encerrado en residencias. Y nos hemos encontrado con esta atrocidad de ancianos que han estado muriendo sin que nadie se ocupará de ellos y sin que ellos pudieran decidir cómo querían morir. Por la sencilla razón de que previamente se les había impedido decidir cómo querían vivir esa vejez y cuán larga querían que fuese.
Si hay un régimen que es indisociable del riesgo es la democracia. En todos los sentidos. La libertad de expresión consiste básicamente en correr el riesgo de que la opinión de otro te convenza o derrote la tuya. Las garantías jurídicas, el Estado de derecho, es el riesgo de que una persona detenida por un delito, y sometida a un juicio justo y con todas las garantías reincida. Tenemos que defender el riesgo de las libertades civiles, del Estado de derecho, de la democracia. No deberíamos de ninguna de las maneras, so pretexto de que hay un riesgo sanitario, y menos reclamando una imposible seguridad total, ceder más terreno del que ya hemos cedido en los últimos años.
https://ctxt.es/es/20200601/Politica/32584/Amanda-Andrades-Alba-Rico-entrevista-confinamiento-pandemia-filosofia-capitalismo-covid-19.htm?fbclid=IwAR2qQF56YqxfjPjb2z6Rtx9j6A0fIliKQpCBgrlWfNyoRrLU95upmVe90NAHemos atravesado también una pandemia de confusión. Tanto a nivel médico, como psicológico y social, tardaremos tiempo en saber lo que hemos pasado en estos últimos meses. Ahora mismo no es descartable ninguna hipótesis, de la más moderada a la más fantástica. Y esto no solo por la dificultad personal en cada uno de nosotros para ordenar tantas sensaciones contrapuestas en días de zozobra y encierro, no solo por las cien transformaciones que hemos atravesado sin quererlo ni saberlo. También porque este periodo ha sido de una escandalosa incertidumbre en casi todos los órdenes. Sobre las mascarillas, la facilidad del contagio, el número real de muertos, la fiabilidad de los test y el curso mismo de la enfermedad, hemos oído casi todo, a veces en el mismo día. ¿Dónde, cuándo y qué no ha hecho el ridículo si podía hacerlo? No solo los gobiernos, prácticamente todos, y la cúpula de la Unión Europea. También la Ciencia, señalada como guía y disculpa política en estos tiempos de niebla vírica, ha dicho cien cosas distintas durante la misma semana sobre algo crucial que nos afectaba. El principio de incertidumbre se ha mostrado la pulpa de la sociedad del conocimiento, manteniéndonos el día entero en vilo a la espera de la próxima interpretación. No solo B. Gates y M. Zuckerberg se han hecho todavía más multimillonarios. Además, políticos, intelectuales, toda clase de expertos y científicos han viralizado su versión de los hechos en artículos y tertulias. ¿Se llegará también a decir, como se ha dicho del cáncer: Más viven de coronavirus que mueren de él? Al tiempo. Ahora mismo asistimos a otra carrera de la ciencia, prestigio y dinero incluidos, para ver qué empresa y qué nación descubre antes la ansiada vacuna. No es extraño que tantos ciudadanos, simplemente para sobrevivir, hayan decidido dosificar al máximo la información. A la vez que, por fin, hay que decirlo, tenían un tema con el que hablar con todo el mundo, incluida la gente con la que nunca se habla.
Nueva normalidad. Es la gran solución final. Aunque la pasión por lo nuevo ya es vieja, pues hace tiempo que vivimos del remozamiento perpetuo. Además, ¿puede ser nuevo algo normal? En resumidas cuentas, ¿qué vamos a decir de esta vieja pasión? Llevamos décadas normalizándonos más y más, otra vez a imitación del norte, de ahí nuestro aire más bien marciano. Más de lo mismo, en suma: más tecnología, más expertos, más obediencia y prudencia ciudadana. Más desarme personal del individuo, a imitación de Suiza, Holanda o Estados Unidos. ¿Distancia social? Claro, hay que parecerse al puritanismo calvinista que nos sodomiza. ¿Todavía más? Sí, en una masiva obediencia conductista, casi soviética, pero avalada ahora por la medicina democrática. En este socialismo a ultranza del Estado-mercado, la Salud es una figura clave para alcanzar la seguridad. La salud es hoy el alma del cuerpo. Como dice Han, la terapia ha ocupado el lugar de la teología.
Información, consumo, actualidad política. ¿Adiós a la singularidad personal? Es la época de la interdependencia, dice cualquier político con aspiraciones globales. Llevamos años viviendo del contagio masivo, el bueno, que además últimamente se ha personalizado. Ahora se trata de hacer del contagio malo, de la excepción maléfica (el cáncer, la depresión, el coronavirus), algo también crónico. Cronificar el miedo: cuanto más asustado e inválido, más flexible es el ciudadano. El bienestar también significa que solo en el fondo, en sus vicios privados, pueda alguien ser realmente distinto. A primera vista solo queremos diferencias comercializables, minorías reconocibles. Digitalización, ecología, vida sana. Distancia social y teletrabajo. Cita previa hasta para vivir, ya no digamos follar. Pronto Tinder se quedará corto y habrá protocolos de consentimiento hasta para hablar con tu propia madre. Para bien y para mal, muchos olvidaremos pronto este trauma. Houellebecq, que en sus últimas novelas ha convertido el apocalipsis en chiringuito de playa, tiene posiblemente razón en este punto. Lo malo se olvida pronto, dice el refrán. Y en cierto modo así debe ser. La gente necesita volver cuanto antes a hacer su vida, cosa hoy dificultada por todas partes.
Sin duda, sería deseable que la sociedad sacase de estos meses una cierta lección de humanismo, pero es muy dudoso que esto ocurra en una autodenominada “sociedad del conocimiento” que, en realidad, es sociedad de la auto-vigilancia. Frente a ella, quien quiera ser libre ha de redoblar sus armas, ya que el Amo no es hoy nadie en concreto: el poder se basa en el consenso (tras una élite horizontal que simula imitar a los ciudadanos) y el miedo a romperlo, a quedarse atrás. Desgraciada o afortunadamente, por debajo las cosas son muy distintas. A partir de ahora quien quiera sobrevivir habrá de limitar su pacifismo cívico, sin entregarse como ganado al mandato estatal. Es un poco preocupante que la progresía, a veces también la de corte “lacaniano”, diga en este punto lo que dice todo el mundo, impartiendo consejos de mansedumbre bovina.
Después de someternos a una limpieza étnica personalizada, que pasa por el control médico a distancia y normas de higiene y distanciamiento, también dentro de cada uno de nosotros (más que nunca, habrá que mantener a raya los grumos oscuros del cuerpo), despertaremos en una Nueva Normalidad. Con su lúcida crueldad, Agamben comenta: millones de ciudadanos, para integrarse, aceptarán sentirse apestados. En otro sentido ya lo eran, dice el filósofo, pues estaban contaminados hasta el tuétano por la sociodependencia que se realimenta del miedo. El resultado es esta comunicación sin comunidad sobre la que algunos nos han alertado. Rituales de distanciamiento, incluso en los entierros, en vez de la antigua aproximación. Distanciamiento disfrazado bajo un ritual clínico. Es la sociedad de la cuarentena, que ha de normalizar como algo crónico, más todavía de lo que era, hasta la depresión. Corona blues, dicen en Corea.
¿Saldremos más fuertes? Sí, pero en nuestra voluntad de debilitar nuestra personalidad al máximo. La pandemia inaugura una vigilancia biopolítica interactiva. Hace décadas que, a imitación de la Democracia más grande del mundo (el tamaño importa), somos empujados a dejar atrás cuanto antes la vida espontánea de los afectos. ¿Nueva normalidad? Enfundado en su frialdad trajeada, epítome de lo más granado de la clase dirigente europea, Sánchez solo le ha dado el enésimo nombre a una vieja aspiración política. Cronificar es lograr una pandemia y un miedo sostenibles, a imitación de otras mutilaciones también sostenibles. Clonación sostenible, por qué no. Al fin y al cabo, como inválidos bien equipados, se trata de aprender a convivir con la servidumbre voluntaria hacia el nuevo dios social. No tan nuevo, pues lleva décadas debilitando nuestra independencia.
Una vez más el ingenio popular, desde el último empleado hasta algún empresario, ha sido clave para que el desastre no fuese completo. Si dependiese de los expertos, los científicos y los políticos, ni sabemos dónde estaríamos. Pero ellos solo son la patética minoría que pretende cortar el bacalao. Lejos de ellos, la gente que nos ha quitado las castañas del fuego, el personal médico y un amplio abanico de trabajadores, saben muy poco, por fortuna, de la posverdad y la deconstrucción. Cuanto más progresista y político es el humano, cuanto más “experto” y empoderado, menos conciencia tiene del mal. Menos ojos, oídos y manos para ayudar, para el coraje y la generosidad que requiere afrontar el peligro y brindar protección.
Igual que el sida, este nuevo mal es propio de la promiscuidad metropolitana. Es posible que los vagabundos sean quienes mejor hayan llevado la lenta hecatombe. Quizá apenas se enteraron. Cuando guardaban la “distancia social” lo hacían compartiendo a morro la misma botella de cerveza. En general los pobres, que en España y en Italia viven sin distancia social, también parecen los más preparados para sobrellevar mejor, psíquica y corporalmente, la pandemia. Como saben más bien poco de la llamada sociedad del bienestar, siguen teniendo armas primarias para afrontar la crudeza de los reveses, mientras ignoran a la información y a los políticos. Tal vez esto compense que los hospitales no les atiendan fácilmente. Por la misma razón, es posible que en Colombia o México la gran mayoría alejada de las élites vaya a sufrir menos angustia que en España o Italia. Y la angustia baja las defensas.
Hay razones incluso para pensar que la desproporción psicológica de esta pandemia se debe a que por fin nos ha tocado a nosotros, en definitiva, una estirpe hipocondríaca, apoltronada en la religión de la seguridad. Es posible que en Perú, en Marruecos o en Gaza, donde la vida es más real y más difícil (allí las vidas valen menos, dice nuestro racismo democrático), se tomen esto con una menor histeria y un grado más alto de empatía comunitaria.
Siguiendo un instinto de poder y distancia, a los gobiernos les encanta poder emitir decretos y medidas de excepción. Por encima de todo, les encanta que la población obedezca en masa, conducida por el miedo. En medio de una deseada inmunidad de rebaño es incluso dudoso que nosotros, ciudadanos terciarios perpetuamente conectados, nos sintamos vivos si no ocurre alguna pequeña catástrofe. ¿No es lo que buscamos con el exitoso género de terror, con los efectos especiales, con los deportes de riesgo? Dentro de un panorama biopolítico donde la medicina y la ciencia son la autoridad competente, el reiterado llamamiento a la responsabilidad de cada uno es en realidad el llamamiento a obedecer, a interactuar con el poder acéfalo, a gestionar bien el miedo. A hacerse responsable, en suma, de la desactivación personal. Cada uno debe hacerse cargo de una interactividad basada en una previa interpasividad. De ahí nuestra flexibilidad cadavérica. La ficción social del poder compartido continúa, mucho más poderosa que en la hipocresía de antaño.
Llevamos décadas desactivando la independencia personal: ¿qué sentido tiene pedir ahora una especie de heroísmo individual? Solo éste: colaboren, ayúdennos a gobernarlos. En las mascarillas y en los desplazamientos, salvo raras excepciones, todo el mundo obedeció a las amenazas morales acompañadas de multas. Incluso hubo ciudadanos que se erigieron en vigilantes de la playa democrática para increpar a otros que se saltaban las normas.
La sociedad como policía, se dijo. Que nadie se salga del gran angular de lo social, de su estatismo continuo, establecido en Fases hacia la vuelta a lo que debería ser una eterna Fase X. Nueva normalidad: permanezcan atentos a la pantalla, el altavoz de la de las órdenes y los posibles rebrotes. A partir de ahora hay que estar de continuo en guardia. Parece que la moraleja es que habíamos sido demasiado humanos, demasiado espontáneos, excesivamente hedonistas y libertinos. Vamos entonces a clonarnos, todavía más. Por eso la policía apenas ha tenido ni tendrá que actuar. Se limitó, de vez en cuando, a hacer acto de presencia y aplaudir con nosotros. Malas noticias para la Revolución: tampoco va a ser mañana. Menos mal que, en el fondo, nadie la quería. Era solo, en mil anuncios publicitarios, un recurso retórico para que la normalización en curso no fuese en exceso aburrida. Tal como están las cosas, usando a fondo la violencia política del deseo algunos nos empeñaremos en que la vieja anormalidad sea posible todavía.
Hemos atravesado también una pandemia de confusión. Tanto a nivel médico, como psicológico y social, tardaremos tiempo en saber lo que hemos pasado en estos últimos meses. Ahora mismo no es descartable ninguna hipótesis, de la más moderada a la más fantástica. Y esto no solo por la dificultad personal en cada uno de nosotros para ordenar tantas sensaciones contrapuestas en días de zozobra y encierro, no solo por las cien transformaciones que hemos atravesado sin quererlo ni saberlo. También porque este periodo ha sido de una escandalosa incertidumbre en casi todos los órdenes. Sobre las mascarillas, la facilidad del contagio, el número real de muertos, la fiabilidad de los test y el curso mismo de la enfermedad, hemos oído casi todo, a veces en el mismo día. ¿Dónde, cuándo y qué no ha hecho el ridículo si podía hacerlo? No solo los gobiernos, prácticamente todos, y la cúpula de la Unión Europea. También la Ciencia, señalada como guía y disculpa política en estos tiempos de niebla vírica, ha dicho cien cosas distintas durante la misma semana sobre algo crucial que nos afectaba. El principio de incertidumbre se ha mostrado la pulpa de la sociedad del conocimiento, manteniéndonos el día entero en vilo a la espera de la próxima interpretación. No solo B. Gates y M. Zuckerberg se han hecho todavía más multimillonarios. Además, políticos, intelectuales, toda clase de expertos y científicos han viralizado su versión de los hechos en artículos y tertulias. ¿Se llegará también a decir, como se ha dicho del cáncer: Más viven de coronavirus que mueren de él? Al tiempo. Ahora mismo asistimos a otra carrera de la ciencia, prestigio y dinero incluidos, para ver qué empresa y qué nación descubre antes la ansiada vacuna. No es extraño que tantos ciudadanos, simplemente para sobrevivir, hayan decidido dosificar al máximo la información. A la vez que, por fin, hay que decirlo, tenían un tema con el que hablar con todo el mundo, incluida la gente con la que nunca se habla.
Nueva normalidad. Es la gran solución final. Aunque la pasión por lo nuevo ya es vieja, pues hace tiempo que vivimos del remozamiento perpetuo. Además, ¿puede ser nuevo algo normal? En resumidas cuentas, ¿qué vamos a decir de esta vieja pasión? Llevamos décadas normalizándonos más y más, otra vez a imitación del norte, de ahí nuestro aire más bien marciano. Más de lo mismo, en suma: más tecnología, más expertos, más obediencia y prudencia ciudadana. Más desarme personal del individuo, a imitación de Suiza, Holanda o Estados Unidos. ¿Distancia social? Claro, hay que parecerse al puritanismo calvinista que nos sodomiza. ¿Todavía más? Sí, en una masiva obediencia conductista, casi soviética, pero avalada ahora por la medicina democrática. En este socialismo a ultranza del Estado-mercado, la Salud es una figura clave para alcanzar la seguridad. La salud es hoy el alma del cuerpo. Como dice Han, la terapia ha ocupado el lugar de la teología.
Información, consumo, actualidad política. ¿Adiós a la singularidad personal? Es la época de la interdependencia, dice cualquier político con aspiraciones globales. Llevamos años viviendo del contagio masivo, el bueno, que además últimamente se ha personalizado. Ahora se trata de hacer del contagio malo, de la excepción maléfica (el cáncer, la depresión, el coronavirus), algo también crónico. Cronificar el miedo: cuanto más asustado e inválido, más flexible es el ciudadano. El bienestar también significa que solo en el fondo, en sus vicios privados, pueda alguien ser realmente distinto. A primera vista solo queremos diferencias comercializables, minorías reconocibles. Digitalización, ecología, vida sana. Distancia social y teletrabajo. Cita previa hasta para vivir, ya no digamos follar. Pronto Tinder se quedará corto y habrá protocolos de consentimiento hasta para hablar con tu propia madre. Para bien y para mal, muchos olvidaremos pronto este trauma. Houellebecq, que en sus últimas novelas ha convertido el apocalipsis en chiringuito de playa, tiene posiblemente razón en este punto. Lo malo se olvida pronto, dice el refrán. Y en cierto modo así debe ser. La gente necesita volver cuanto antes a hacer su vida, cosa hoy dificultada por todas partes.
Sin duda, sería deseable que la sociedad sacase de estos meses una cierta lección de humanismo, pero es muy dudoso que esto ocurra en una autodenominada “sociedad del conocimiento” que, en realidad, es sociedad de la auto-vigilancia. Frente a ella, quien quiera ser libre ha de redoblar sus armas, ya que el Amo no es hoy nadie en concreto: el poder se basa en el consenso (tras una élite horizontal que simula imitar a los ciudadanos) y el miedo a romperlo, a quedarse atrás. Desgraciada o afortunadamente, por debajo las cosas son muy distintas. A partir de ahora quien quiera sobrevivir habrá de limitar su pacifismo cívico, sin entregarse como ganado al mandato estatal. Es un poco preocupante que la progresía, a veces también la de corte “lacaniano”, diga en este punto lo que dice todo el mundo, impartiendo consejos de mansedumbre bovina.
Después de someternos a una limpieza étnica personalizada, que pasa por el control médico a distancia y normas de higiene y distanciamiento, también dentro de cada uno de nosotros (más que nunca, habrá que mantener a raya los grumos oscuros del cuerpo), despertaremos en una Nueva Normalidad. Con su lúcida crueldad, Agamben comenta: millones de ciudadanos, para integrarse, aceptarán sentirse apestados. En otro sentido ya lo eran, dice el filósofo, pues estaban contaminados hasta el tuétano por la sociodependencia que se realimenta del miedo. El resultado es esta comunicación sin comunidad sobre la que algunos nos han alertado. Rituales de distanciamiento, incluso en los entierros, en vez de la antigua aproximación. Distanciamiento disfrazado bajo un ritual clínico. Es la sociedad de la cuarentena, que ha de normalizar como algo crónico, más todavía de lo que era, hasta la depresión. Corona blues, dicen en Corea.
¿Saldremos más fuertes? Sí, pero en nuestra voluntad de debilitar nuestra personalidad al máximo. La pandemia inaugura una vigilancia biopolítica interactiva. Hace décadas que, a imitación de la Democracia más grande del mundo (el tamaño importa), somos empujados a dejar atrás cuanto antes la vida espontánea de los afectos. ¿Nueva normalidad? Enfundado en su frialdad trajeada, epítome de lo más granado de la clase dirigente europea, Sánchez solo le ha dado el enésimo nombre a una vieja aspiración política. Cronificar es lograr una pandemia y un miedo sostenibles, a imitación de otras mutilaciones también sostenibles. Clonación sostenible, por qué no. Al fin y al cabo, como inválidos bien equipados, se trata de aprender a convivir con la servidumbre voluntaria hacia el nuevo dios social. No tan nuevo, pues lleva décadas debilitando nuestra independencia.
Una vez más el ingenio popular, desde el último empleado hasta algún empresario, ha sido clave para que el desastre no fuese completo. Si dependiese de los expertos, los científicos y los políticos, ni sabemos dónde estaríamos. Pero ellos solo son la patética minoría que pretende cortar el bacalao. Lejos de ellos, la gente que nos ha quitado las castañas del fuego, el personal médico y un amplio abanico de trabajadores, saben muy poco, por fortuna, de la posverdad y la deconstrucción. Cuanto más progresista y político es el humano, cuanto más “experto” y empoderado, menos conciencia tiene del mal. Menos ojos, oídos y manos para ayudar, para el coraje y la generosidad que requiere afrontar el peligro y brindar protección.
Igual que el sida, este nuevo mal es propio de la promiscuidad metropolitana. Es posible que los vagabundos sean quienes mejor hayan llevado la lenta hecatombe. Quizá apenas se enteraron. Cuando guardaban la “distancia social” lo hacían compartiendo a morro la misma botella de cerveza. En general los pobres, que en España y en Italia viven sin distancia social, también parecen los más preparados para sobrellevar mejor, psíquica y corporalmente, la pandemia. Como saben más bien poco de la llamada sociedad del bienestar, siguen teniendo armas primarias para afrontar la crudeza de los reveses, mientras ignoran a la información y a los políticos. Tal vez esto compense que los hospitales no les atiendan fácilmente. Por la misma razón, es posible que en Colombia o México la gran mayoría alejada de las élites vaya a sufrir menos angustia que en España o Italia. Y la angustia baja las defensas.
Hay razones incluso para pensar que la desproporción psicológica de esta pandemia se debe a que por fin nos ha tocado a nosotros, en definitiva, una estirpe hipocondríaca, apoltronada en la religión de la seguridad. Es posible que en Perú, en Marruecos o en Gaza, donde la vida es más real y más difícil (allí las vidas valen menos, dice nuestro racismo democrático), se tomen esto con una menor histeria y un grado más alto de empatía comunitaria.
Siguiendo un instinto de poder y distancia, a los gobiernos les encanta poder emitir decretos y medidas de excepción. Por encima de todo, les encanta que la población obedezca en masa, conducida por el miedo. En medio de una deseada inmunidad de rebaño es incluso dudoso que nosotros, ciudadanos terciarios perpetuamente conectados, nos sintamos vivos si no ocurre alguna pequeña catástrofe. ¿No es lo que buscamos con el exitoso género de terror, con los efectos especiales, con los deportes de riesgo? Dentro de un panorama biopolítico donde la medicina y la ciencia son la autoridad competente, el reiterado llamamiento a la responsabilidad de cada uno es en realidad el llamamiento a obedecer, a interactuar con el poder acéfalo, a gestionar bien el miedo. A hacerse responsable, en suma, de la desactivación personal. Cada uno debe hacerse cargo de una interactividad basada en una previa interpasividad. De ahí nuestra flexibilidad cadavérica. La ficción social del poder compartido continúa, mucho más poderosa que en la hipocresía de antaño.
Llevamos décadas desactivando la independencia personal: ¿qué sentido tiene pedir ahora una especie de heroísmo individual? Solo éste: colaboren, ayúdennos a gobernarlos. En las mascarillas y en los desplazamientos, salvo raras excepciones, todo el mundo obedeció a las amenazas morales acompañadas de multas. Incluso hubo ciudadanos que se erigieron en vigilantes de la playa democrática para increpar a otros que se saltaban las normas.
La sociedad como policía, se dijo. Que nadie se salga del gran angular de lo social, de su estatismo continuo, establecido en Fases hacia la vuelta a lo que debería ser una eterna Fase X. Nueva normalidad: permanezcan atentos a la pantalla, el altavoz de la de las órdenes y los posibles rebrotes. A partir de ahora hay que estar de continuo en guardia. Parece que la moraleja es que habíamos sido demasiado humanos, demasiado espontáneos, excesivamente hedonistas y libertinos. Vamos entonces a clonarnos, todavía más. Por eso la policía apenas ha tenido ni tendrá que actuar. Se limitó, de vez en cuando, a hacer acto de presencia y aplaudir con nosotros. Malas noticias para la Revolución: tampoco va a ser mañana. Menos mal que, en el fondo, nadie la quería. Era solo, en mil anuncios publicitarios, un recurso retórico para que la normalización en curso no fuese en exceso aburrida. Tal como están las cosas, usando a fondo la violencia política del deseo algunos nos empeñaremos en que la vieja anormalidad sea posible todavía.