Discutíamos estos días en clase algunos de los problemas de la ética ambiental. Y una de las corrientes que más polémica suelen despertar entre los alumnos es la del animalismo. En primer lugar, porque por estas tierras es ya un asunto eternamente polémico el del maltrato animal dentro de las fiestas. Los antitaurinos tiene muy claro que hay que defender ciertos derechos animales y que el sufrimiento animal, al margen de que se produzca dentro o fuera de lo que algunos llaman “fiesta”, ha de reducirse al mínimo posible. El caso es que incluso los defensores de los animales se quedan un tanto perplejos cuando se explica en clase la crítica al especismo de autores como Peter Singer. Y no es sólo cuestión de ideología, sino más bien vital: mucho antes de saber que el ser humano es un animal omnívoro, todos se han comido ya un filete, o un bocadillo de embutido. La costumbre tiene mucha más fuerza que la educación, y en este sentido la causa animalista, encarnada (con todos los respetos) en el vegetarianismo (de la más diversa índole) tiene la batalla perdida. O comenzamos a orientar la alimentación de los bebés y los niños o difícilmente se llegará a extender esa idea según la cual cualquiera de nosotros puede elegir no comer carne, ni pescado.
Así están las cosas: incluso los más claros defensores de los derechos animales de una clase de bachillerato no tienen ningún tipo de reparo moral en comer una chuleta o un lomo de merluza. Quizás porque la causa animalista tiene un fallo en la base. Descansa sobre dos presupuestos esenciales: la igualdad de todo ser vivo. Matar a otro ser vivo sólo por pertenecer a otra especie es un comportamiento similar al nazismo, se nos dice. Y más aún: el ser humano tiene libertad, capacidad de elección sobre lo que come y no, y además es consciente de lo que hace. No se puede acusar a un tigre de comerse un conejo, pero si lo hace un ser humano, entonces la cosa cambia. La libertad nos sitúa en un contexto desde el que podemos renunciar a agredir a otras especies para sobrevivir. Y a cualquiera que escuche este dicurso le choca claramente un asunto: si todos los seres vivos somos iguales, no cabe aludir a la libertad o a la conciencia humana como elementos diferenciadores que nos podrían orientar a la renuncia al consumo de otras especies. Más aún: si todas las especies somos iguales, no hay motivo alguno para que el ser humano, repitiendo la conducta del tigre, cace un conejo y se lo coma. El animalismo descansa sobre dos patas difíciles de concililar: de una lado la igualdad, incluso biológica, y de otro lado rasgos como la libertad, la conciencia o la responsabilidad humanas.
Circula por el mundillo filosófico que el ejemplo paradigmático del asunto es Peter Singer: de sus textos se deduce abiertamente la práctica de la eutanasia y la eugenesia. Hay que limitar la presencia humana en el planeta, y puede llegar un momento en el que ciertas formas de vida ya no merecen la pena. La postura intelectual puede resultar todo lo respetable que se quiera, pero cuando fue la madre del propio filósofo la que sufrió una enfermedad degenerativa, pudo contar con los cuidados de su hijo el filósofo, el mismo que defiende otras prácticas en casos ajenos. No sé si la anécdota que se cuenta es verdad o no, conozco más a Singer por sus textos y sus ideas que por su vida personal. Pero si fuera cierta, sería la expresión de la tensión interna que señalaba antes, llevada al tópico del “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”. El problema de fondo es que la causa animalista lleva consigo una carga de profundidad, que no es otra que un escondido antihumanismo. Se termina manifestando en mayor o menor medida en función del contexto, pero es muy curioso que estemos en contra de la especie, pero no en contra de nosotros mismos como individuos. Somos muchos y algunos sobran, pero yo no. Difícil de justificar, incluso desde las más extrañas filosofías.