Se hablaba en estos días de la drástica reducción de inversión pública en I+D. Se cumplía la efeméride de la muerte de Ramón y Cajal, fecha más que propicia para retomar el asunto de los lamentados recortes. Alarmante en cierta manera, aunque sintomático del tiempo que vivimos, el cruce de cifras que se ha desatado: miles de millones de inversión, porcentajes en relación al PIB, etc. En el núcleo del debate parece haber un único centro de interés: la economía. Parece darse por hecho que si la inversión en I+D se justifica es principalmente por los beneficios económicos que genera. Patentes y nuevas lineas de producción que a largo plazo pueden incluso crear puestos de trabajo. Qué mayor motivación que la ganancia económica puede tener un gobierno para invertir en ciencia, más aún hoy que la superación de la crisis parece ser la meta última de todo gobierno. No caigamos aquí en la demagogia: por supuesto que es importante y prioritario el cálculo económico, pero algo falla en el sistema, en la sociedad y la cultura, si la económica es la única perspectiva en juego. Planteado en una pregunta sencilla: ¿Acaso no hay más razones para fomentar la investigación en una sociedad?
Permitámonos hoy la licencia de ponernos estupendos, que diría Max Estrella. Y de tirar de las orejas a aquellos que no ven en la ciencia más que una oportunidad de negocio. El saber es algo que he venido caracterizando a nuestra especie desde hace miles de años: no contentos con ser sapiens, lo somos por partida doble: sapiens sapiens. De alguna manera, aquel gobierno que no valora la ciencia en su justa medida está renunciando a aquello que más y mejor nos define, está fomentando una sociedad menos sabia, menos noble. Porque también se trata de esto: la ciencia y el conocimiento han sido desde hace siglos los ideales más altos a los que podía entregarse un ser humano. Detalle que parece importar bien poco a quienes expulsan del país a los mismos científicos que hace años intentaron repatriar [Nota al margen: llamarles “cerebros” es una forma más de cosificación, que por otro lado ignora lamentablemente que la ciencia viene impulsada también por la pasión]. Y este uno de los efectos no económicos de la ciencia: escuchaba hace años decir a Lledó que se estremeció al entrar por primera vez en la Universidad de Berlín y pensar que allí habían impartido clase varios premios Nobel. Circunstancia, seguramente sin importancia para muchos, de la que ninguna uni española puede presumir.
Invertir en ciencia más allá de la economía, e incluso de los ideales que han venido dando una seña de identidad a occidente desde hace siglos. Deberíamos invertir en I+D por una razón bien sencilla: para crear una sociedad mejor, capaz de enorgullecerse de los logros de sus científicos tanto o más que de los triunfos de sus deportistas. Porque de eso estamos hablando también: el desprecio con el que los distintos gobiernos han tratado a la ciencia transmite un claro mensaje a la sociedad. Volvamos por un momento a la economía: cuando nos dicen que hay un importante porcentaje del PIB que procede del turismo yma la vez se recorta drásticamente en ciencia, un alumno de secundaria avispado puede interpretar sin problemas que su futuro está más asegurado poniendo cafés o agitando copas que en un laboratorio. Seguiremos siendo la taberna de Europa, el lugar ideal al que venir de juerga, con el impacto correspondiente en los sueldos de todos los ciudadanos. Invertir en ciencia es una forma de consolidar una sociedad en la que se respeta el conocimiento y se asume que es una de las vías de progreso de la humanidad. Es dar prestigio a la q tividad científica y situar tu sociedad como una de las que se preocupan y contribuyen al desarrollo de todos. Plantearlo únicamente en términos económicos puede ser peligroso: en el fondo estaríamos siguiéndole el juego a quienes pueden pensar que en tiempos de crisis esta justificado reducir una inversión ya de por sí escasa. La ciencia y la investigación son valores sociales y culturales en sí, muy por encima de la economía.