Estamos muy acostumbrados a hacer muchas cosas a través de la palabra. Pedir, preguntar, amar, insultar, odiar, alabar. Podríamos ir enumerando una infinidad de infinitivos (valga la expresión). Vivimos en el lenguaje, que es el medio específico en el que se desenvuelven nuestras ideas, pasiones, filias y fobias. Y el que, por cierto, nos marca los límites de todo aquello que crece más allá de las palabras, en un terreno ignoto del que, ya nos advirtió en su día el sabio, “hay que callar”. El hablar y el escuchar, el escribir y el leer recorren toda nuestra vida, que es también una sucesión de tiempos verbales. Por eso resulta tan sugerente buena parte de la filosofía realizada a partir de lo que suele llamarse “giro lingüístico”: al dirigir nuestra mirada directamente hacia el lenguaje estamos en realidad mirándonos a nosotros mismos, eso sí, desde un espejo bien particular. El lenguaje es un nosotros creado de una forma no directiva: nadie lo ha planificado, ni existe organismo internacional alguno capaz de regularlo o determinar su evolución y desarrollo, por mucho que las diferentes academias intenten establecer pautas. Siendo esto así, encontraremos en el lenguaje signos de lo mejor y lo peor del ser humano.
Es esta una de las ideas más interesantes de la ética del discurso de Habermas, que presentábamos y discutíamos en clase en la última semana: el lenguaje anticipa la utopía. O si se quiere: hay pequeñas utopías cotidianas que se dan en el lenguaje y que llamamos acuerdo. Después, ampliando la teoría de Habermas, cada cual puede poner el sustantivo que más le guste: encuentro, agradecimiento, perdón, colaboración, solidaridad, reconciliación… y todo ello se articula a través del diálogo, pero entendido de una forma particular: en un auténtico diálogo ético, escuchar es tanto o más importante que hablar. Intercambiar palabras con otro pasa necesariamente por reconocerle como igual, por asumir que cuenta con una dignidad similar a la nuestra y que podemos llegar a puntos en común, a ponernos de acuerdo. A este respecto, tiene Habermas toda la razón: el lenguaje lleva dentro de sí prerrogativas de la moral humana. Enseñar a hablar, podría decirse, no sólo uno más de los pasos necesarios para humanizarnos, sino incluso para poner de manifiesto nuestra dimensión moral, dotándonos de herramientas que van mucho más allá de eso que en el mundo educativa se llama competencia lingüística. Nos estaríamos adentrando, más bien, en la competencia social y ciudadana.
No es este, sin embargo, el único punto de vista. A veces la comunicación falla por los dos lados. Del lado del hablante porque cree encontrarse en la verdad, esperando de su interlocutor no nuevos puntos de vista u objeciones, sino solamente su aprobación, su respaldo. Por su parte, tampoco pinta la cosa mucho mejor del lado de quien en teoría debería escuchar: no se trata ya de que no preste la atención debida, sino fundamentalmente de que no está dispuesto a aceptar que el otro pueda tener razón. Y es más que probable que tenga preparada una batería de razones para responder a lo que con toda seguridad no se interpreta como una búsqueda común de la verdad o del acuerdo, sino como una auténtica guerra de palabras. Lo vemos a diario en la política, el periodismo o, si queremos ejemplos más cercanos, en las comunidades de vecinos. Cuesta ponerse de acuerdo. Y hablamos no tanto con la intención de dejarnos impregnar de las palabras del otro, de caminar juntos en busca de lo que nos pueda unir. Más bien, la meta última es la imposición del propio criterio. Por eso se podría replicar a la ética del discurso (y Habermas es bien consciente de ello) que la comunicación no implica necesariamente pone en juego prerrogativas morales, sino más bien instrumentalizar a los demás para lograr que mi punto de vista se imponga sobre el resto. Ante tan negra perspectiva, queda una pequeña llama para la esperanza en el logos, que quizás pueda acercanos al lado de Habermas: ¿Quién de nosotros estaría dispuesto a hablar con alguien de quien sabemos a ciencia cierta que no está dispuesto a buscar un acuerdo común? Es plausible contestar que nadie: todos esperamos que a través de la palabra seamos capaces más de construir que de destruir.