Es prácticamente imposible acercarse a un libro por primera vez. La cultura de la textualidad crea, paradójicamente, su propia oralidad (valga la expresión). Antes se contaban historias. Ahora hablamos sobre la historias que se escriben. En consecuencia, existen siempre una serie de prejuicios que acompañan ese acto prístino y novedoso que es abrir por primera vez un libro cualquiera, franquear su puerta y adentrarnos en lo que nos cuenta. Los libros no son entonces solo libros, sino muchas otras cosas. Existen los libros carga. Se arrastran como una losa, porque no son libros elegidos ni queridos. No se les ama, sino que son abandonados en cuanto se puede. Pesan. En sentido literal, en la mochila de muchos de nuestros adolescentes. Y en un sentido intelectual por imponer una tarea que no se asume como propia. Estos libros generan incluso infidelidades: hay quienes se entregan legres al disfrute de la película, porque nos salva para el control de lectura y nos ofrece las lineas maestras del argumento. Afortunadamente, estos libros tienen su fecha de caducidad. Antes o después llega un a la edad de decidir por sí mismo qué quiere leer.
Están luego otros libros que no nos condenan, sino que nos salvan. Esos a los que acudimos guiados por el buen consejo de quien sabe que hay universales humanos y que la buena literatura es capaz de transformar en fantástica una existencia anodina, de recrear mundos que terminan siendo hogares para lectores bien diversos. Emergen entonces personajes que terminan acompañándonos durante toda la vida, frases textuales que se graban a fuego en nuestra memoria, y que nos ayudan a respirar y vivir. Son libros inmortales, porque reviven en cada una de sus lecturas y alimentarán a generaciones y generaciones. Manantiales de cultura. Muy distintos de otros, que pueden llegar a ser durante cierto tiempo más leídos. Me refiero a los libros moneda. Tan manoseados y sujetos a las fluctuaciones como ellas. Explotan en un determinado momento, impulsados por grandes campañas editoriales, movidos más por los intereses económicos que por la calidad de lo que ofrecen. Grandes éxitos editoriales que apañan la vida de sus autores y editores, pero que se van apagando lentamente, hasta dejar de brillar por completo y terminar abandonados, oxidados en cualquier cajón.
Hay otros que son casi sagrados. Totémicos, simbólicos. Transformados casi en templos de la cultura. Libros tan leídos y comentados que para cuando uno va a leerlos ha escuchado ya (o incluso leído) cientos de anotaciones, citas o alusiones. No es que se lean con temor y temblor, pero sí con un cierto respeto. Porque el lector no es nunca una isla: más bien encuentra en los libros puentes de comunicación. Y estos libros, que han crecido tanto con el paso del tiempo, pueden llegar a suponer auténticos desafíos. Cómo atreverse a destruir uno de estos templos, a decir abiertamente que tal o cual obra es una castaña, que donde otros supieron encontrar oro no ve uno nada destacable. Que aquello que despierta veneración ha sido totalmente incapaz de comunicar con nosotros. Porque eso son, en definitiva, todos los libros y textos que en el mundo han sido. Comunicación. Mundos que transmiten y comparten cosas. Entramos en el imaginario de otro a través de sus textos, en su vida, y dejamos que el otro pase a convivir también con nosotros. Unos minutos. Unas horas. O mucho más tiempo. Otra de las palabras clave cuando hablamos de un libro: tiempo. Palabras escritas en el tiempo y capaces de superarlo, de trascenderlo. Algo que solo pueden hacer con la imprescindible ayuda de todos y cada uno de los ojos que se fijan en ellas.