Llevo unos días iniciándome en la tetralogía de la ejemplaridad de Javier Gomá, y en el primero de sus volúmenes va presentando la evolución histórica del concepto de mímesis. Llegada la modernidad, es imprescindible hacer referencia a la querella de los antiguos y los modernos. De un lago, esa especie de modelo de perfección que los propios humanos construyeron en torno al concepto de antigüedad. Tan deslumbrante (e idealizado) que la máxima aspiración que se mantuvo durante siglos fue la de imitarla. De otro lado, el creciente cuestionamiento del principio de autoridad, y el convencimiento de toda una época de que había llegado un tiempo nuevo, ni mejor ni peor que el antiguo, sino distinto, en el que era posible soñar con la idea de progreso, con la firme decisión de mirar hacia el futuro y no hacia el pasado. Mientras avanzaba en la lectura, me era imposible preguntarme por el estado de la cuestión hoy. Es decir, plantearme qué valoración hacemos hoy en día, no ya de la querella, sino fundamentalmente de los conceptos que entraban en juego dentro de la misma. No sé si la respuesta es demasiado satisfactoria, no ya sólo para los antiguos, sino para los entonces modernos que pusieron entre interrogantes a los antiguos. Pues hoy, tres siglos después de aquella querella, ellos han pasado ya a engrosar la olvidada lista de los antiguos.
Efectivamente, si repasamos los principales rasgos de nuestra civilización, hoy nos posicionaríamos sin duda del lado de los modernos. Fijémonos en el sistema educativo: la enseñanza de las lenguas clásicas languidece, y aquellos que durante siglos debían ser imitados (De Platón a Cicerón pasando por Eurípides o Fidias) son hoy auténticos desconocidos. Nuestro tiempo ha dado la espalda al pasado, dando por hecho que no puede aportar demasiado a los problemas que tenemos planteados. Bien lo sabemos quienes nos dedicamos a enseñar filosofía, arte, literatura o latín (no hablemos ya del griego). Todo aquello que ha venido conformando ese concepto general de “humanidades” está en caída libre, y la esperanza queda depositada en la ciencia y la técnica, dos espacios de conocimiento y transformación de la naturaleza que han dado más de un disgusto a la humanidad en nuestra historia reciente, pero que también nos proporcionan innegables satisfacciones. Con la salvedad que se apuntaba más arriba: hoy los modernos son ya antiguos, y nadie se plantea que pueda ser un modelo a imitar un artista, un filósofo o un científico del renacimiento. No se trata entonces de que Leonardo, Miguel Ángel o Descartes no sean un modelo para nosotros: es que tampoco lo es Galileo, Kepler, Newton o Darwin. Hemos eliminado todas aquellas referencias de humanidad que se vinieron cultivando durante siglos, y su lugar ha quedado ocupado por vacunas, dispositivos móviles, y robots de cocina.
La pérdida de respeto hacia el pasado es a su modo inusitado y novedoso, porque siendo hijos de esa modernidad que renegó de la antigüedad, hemos renegado de quienes construyeron este proyecto en el que vivimos. Cuando se desata la querella de los antiguos y los modernos, los partidarios de este tiempo modelo tenían un modelo que superar. No querían imitar, sino que pretendían desligarse de ataduras del pasado para crear su propio modo de ser y vivir en la historia. Un rasgo particular de este presente nuestro es precisamente que la querella ya no es posible, pues las categorías históricas de antiguos y modernos se han vaciado, se han visto superadas por el paso de un tiempo que ha reunido a todos los contendientes bajo el enorme saco de antiguos, al que no se mira con desprecio o indiferencia: sencillamente no se le mira. Puede que en esto consista precisamente ser postmodernos: ya no está el referente de la antigüedad, y el proyecto de la modernidad se ha quedado antiguo. Y miramos entonces, huérfanos de ideas y proyectos, hacia un futuro incierto, en el que no se tiene nada claro qué construir, por la sencilla razón de que ya no es posible imitar a los antiguos, pues los modernos nos enseñaron a vivir al margen de ellos. Qué nos queda si no hay un atrás al que aferrarse ni un adelante por el que luchar. Esa es quizás la herencia amarga de la querella de los antiguos y los modernos. No tenemos ni mímesis ni progreso. A ver quién saca un nuevo conejo de la chistera.