Desde que la filosofía, como asignatura, languidece en el sistema educativo que se implantará en los próximos cursos, florecen aquí y allá los discursos que defienden su vigencia, no por conocidos irrelevantes. Es una tarea que toca, más o menos, una vez cada seis u ocho años, con desigual resultado. A veces se consigue salvar los muebles y otras veces no, sin perder de vista que ahora la suerte va por barrios: habrá autonomías “filosóficas”, que intentarán conservar, aproximadamente, la presencia de la misma en bachillerato, y las habrá menos filosóficas (no vamos a utilizar el prefijo “anti”), en las que la presencia de la filosofía en la educación quedará manifiestamente reducida. En todo el despliegue de ideas brilla con luz propia, a mi entender, una expresión que los profes de filosofía solemos arrogarnos y que desde hace tiempo me despierta cierta curiosidad, cuando no inquietud: enseñar a pensar. ¿Qué es eso, o en qué consiste ese tipo de enseñanza?
Para empezar: no sé muy bien qué es “enseñar a pensar”. Si somos animales racionales, parece claro que esa racionalidad la ponemos en funcionamiento de un modo natural. O quizás no lo seamos tanto, y necesitamos un cierto “pilotaje” o “aseoramiento”. Y es aquí donde entra la grandilocuente propuesta: enseñar a pensar. La cuestión es si se puede enseñar a pensar sin pensamientos. Quiero decir: ¿Es enseñar a pensar compartir en el aula las críticas que atacan al corazón del sistema? ¿O será, por el contrario, presentar las razones, tanto filosóficas como históricas, que nos han llevado a vivir como vivimos? Se me hace difícil entender la fórmula mágica sin una cierta sospecha de “direccionismo”: enseñar a pensar, sí, pero pensar, ¿como quién? No existe el pensar, así en abstracto, sino el pensamiento de unos y de otros. Podemos enseñar a pensar como lo hace el jefe de la empresa, que tiene sus motivos y sus razones que seguramente no serán compartidas por sus trabajadores. Un último matiz: enseñar a pensar como lo hacen los profesores o los alumnos. Pensamientos tan situados, tan contextualizados, que no pueden convertirse, creo yo, en los modelos a “exportar”.
El pensamiento va y viene. Pensamos, quienes nos hemos dedicado toda la vida a ello, que estudiar lo que pensaron otros es una gran manera de enseñar a pensar. No tengo muy claro que así sea: aprender pensamientos no es lo mismo que aprender a pensar. El pensamiento, si lo es de verdad, tiene algo de genuino, de personal, y un ingrediente de contra: hay que pensar contra el gobierno, contra la oposición, contra el sindicato, contra el partido, contra quien vende y contra quien compra, contra las iglesias, contra los salvapatrias, contra los que lo saben todo, contra los alumnos, contra los profesores, contra las familias. Contra, contra, contra. Y si la educación socializa, en cierto sentido uniforma: nos igual a todos, tanto por las oportunidades que da como por las ideas que ofrece. Siendo esto así, no interesa demasiado eso de “enseñar a pensar”. Una conclusión contra la que pensar: cuidado con quien te dice “voy a enseñarte a pensar”. No te está contando la última parte de la frase: “como yo”.