Sé que el título es una tontería. Un intento, seguramente fallido, de provocación. Un sarcasmo inaceptable si nos paramos a pensar con cierto rigor en los derechos propios de la democracia y en lo que fue el nazismo, en todo lo que significó no sólo como movimiento político, sino también como actitud racista, xenófoba y, en último término, genocida. Pero sí hay una parte de la democracia que me recuerda inevitablmente al nazismo. Y es precisamente este que nos toca vivir: el abrasamiento personal que supone la campaña electoral. Ya no es sólo que la calle, inevitablemente común, se convierta en escaparate de las pancartas, carteles y eslóganes. Esas fotos traicioneras, y esos directores de campaña o de imagen que cuatrienalmente se ponen al servicio de una maquinaria del engaño. Sólo hay una cosa en la que no se mienta en política: todos dan por hecho que lo que hacen en estos días es propaganda. Y cualquiera bien informado sabe lo que esto significa. La propaganda pretende mostrarte las virtudes de un producto escondiendo sus debilidades. Palabra por cierto, que sí se asocia al nazismo, que llegó incluso a tener un ministro solo para esto.
Sería cosa de poco si nos limitáramos a los carteles. Los coches con equipos de megafonía incorporados son aún mucho peor. Porque es posible acostumbrarse a no mirar a ciertos lugares. Pero no es posible dejar de escuchar. Los unos mintiendo sobre lo mucho que hicieron, los otros descalificando lo que hicieron los primeros. Y los megáfonos más nuevos contándonos que ni unos ni otros merecen nuestro apoyo, pues sólo ellos, oh providencia, son los nuevos salvadores de la sociedad. Maquinaria democrática en estado puro. Poco de argumentación, de racionalidad o de sentido crítico. Votaría a ciegas a un partido en el gobierno que reconociera todo lo que se ha hecho mal durante sus años en el poder. Pero la autocrítica y la política no son buenas compañeras de viaje. Como tampoco se permitía la crítica interna, casualidades de la vida, en el tiempo de los nazis.
Campañas, propaganda y falta de sentido crítico. Son minucias en comparación con otro rasgo que inevitablemente me recuerda al nazismo: los llamados “mítines” electorales. Ceremonias de la masificación: decir algo ante 10.000 parece darte más razón que decirlo ante diez. Además, esta masa ha de estar bien agitada: el movimiento de banderas y las ovaciones son sin duda otro de los criterios que aportan valor a las propuestas políticas. Pero la guinda del pastel es la actitud de los candidatos: todos gritan. Y un pobre ciudadano como yo, no puede más que pensar una y otra vez: ¿Por qué me gritas? ¿Es necesario ese tono de prepotencia, ese ademán triunfalista? Hagamos una prueba: quitemos el sonido a la tele mientras habla el líder de tal o cual partido. ¿Por qué parece que estuviera enfadado? ¿Por qué rezuma agresividad y dogmatismo en sus gestos y ademanes? Votaría a ciegas al candidato que hable en bajo, que humildemente presente un programa avisando de que todo es revisable, que presente como aval su honestidad y su disposición a escuchar. El candidato falible. Pero éste no grita, no invade, no da bien en cámara, no tiene lo que necesita un líder político. Así que nos toca elegir, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, entre un conjunto de personas que, quieran o no, están obligadas a emular actitudes pseudofascistas.