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Yo percibo como algo evidentísimo que tanto la tarea de educar, como la inteligencia práctica o prudencia (phronesis) que se ve involucrada en ella (o en la reflexión pedagógica como reflexión que parte de una práctica) nos conducen a cuestiones de honda seriedad metafísica. Es decir, no se puede separar el filosofar, sea más o menos explícito, de algo que es ya cierta realización existencial configuradora de persona y de realidad, pues la educación se orienta y afirma como creación, agónica lucha entre ser y nada, destello poético entre nada y nada.
Si uno piensa en lo que hace cuando educa, uno piensa tarde o temprano en las cuestiones más básicas que aunque se dé quienes se empeñen en creen que son las más ajenas y abstractas, son en realidad las más perentorias, en las que más nos jugamos. Aún más, diría que estas graves y antiguas cuestiones de la filosofía tienen su vida y su ímpetu real, su dinamismo, en eso que llamamos educación, como momento humano, como baile macabro pero sobrecogedor del ser con la nada del que somos acaso únicos testigos y protagonistas. Educar es una cierta forma de creación que extrae un cierto ser de una cierta nada, todo relativamente, todo ello como en el modo de simulacro propio de la existencia humana amenazada de ficcionalización, es decir, de nihilización, de abismo o nada a sus pies. Digo forma de simulacro porque no hay ni en el sentido del ser ni en la nada absolutos dentro de los márgenes de la existencia humana. De hecho, lo que en el hombre hay de no-ser es, en realidad, contingencia, y es en la contingencia donde el hombre se topa, existencialmente, con lo que llamamos nada o no-ser, que sería esa fragilidad vivida y juzgada por la que siendo el individuo podría sin embargo no haber sido o no estar siendo (y por la que sin lugar a dudas no será). Es esta contingencia la que no obstante y paradójicamente permite entender la educación como creación (el concepto de creación lleva aparejado el de nada, desde la creatio ex nihilocristiana. No es griego), creación que consiste en una cierta cristalización de realidad, al modo en que en la historia el hombre va pintando su figura borrosa, su boceto siempre recién comenzado. Con este carácter indeterminado, inacabado de nuestro modo de ser que debe ir haciéndose relacionamos el hecho de que seamos educables.
Así, la educación es la constitución de la persona, del quién o sujeto, entendiendo por esto un algo óntico pero también ontológico, pues engarza con el factum de existir (el estar arrojados de Heidegger y lo fáctico que nos acoge) y en definitiva con aquello que sea el ser. Creo que debemos librarnos, tras haber estudiado un tiempo distintas filosofías, de los excesos sustancialistas en la concepción de qué somos en definitiva, o de cierto cosismo, también en la forma más esencialista heredada del tomismo. Es decir, si siguiendo la tradición aristotélico-tomista el ser es ente y existencia, recogeríamos la contundente crítica de Heidegger para, como ciertos neotomistas del siglo XX han hecho, enfatizar el aspecto más inasible del ser como existir y que lo vincula con un carácter de verbo (acción) y no de sujeto (que sería una esencia). Así, teniendo a la vista la perspectiva heideggeriana que tengo recientemente trabajada, huiríamos de la reificación del ser.
Bien es cierto que por esta senda se puede incurrir en una excesiva vaporización del hombre, que a un Heidegger empeñado en superar la cosificación subjetualista llamada “humanismo” le vino muy bien, pero que Adorno y otras filosofías materialistas la han denunciado con buenos motivos. Se trata de una cierta sublimación por la que Heidegger y su “jerga” ocultan ingredientes de una realidad que invisibilizan. Para ello, no se trata de, a mi juicio, desontologizar la filosofía y el discurso, como si la solución fuera un ascenso de nivel en la dimensión de la realidad, un abandono del estrato ontológico. Sigo, hasta la fecha, esperando mucho de la apuesta de Zubiri que retoma, intuyo, lo positivo del tomismo pero sin el sustancialismo de Aristóteles, con lo que supera el error más esencialista en la concepción del ser. Zubiri logra rehacer, me parece, a Tomás de Aquino desde la crítica de Heidegger (tomista en su juventud). Zubiri, y más obvio aun en su discípulo Ellacuría, vuelve a una idea fuerte de lo real que dote a la historia de la consistencia que a pesar de su ardorosa defensa de la historicidad del Dasein pierde en Heidegger. La historia como un ámbito específicamente humano de creación y realización de posibilidades. Sería una vuelta a la metafísica pero tras el paso por Heidegger ya no estaríamos ante una metafísica sustancialista aristotélica.
Con esta clave, y vuelvo al tema que me interesa que es del sujeto y la educación, ya hay una base metafísica en Zubiri, que parte de una realidad cuya actualidad captada por la inteligencia es el ser (el ser como la presencia de lo presente, decían Heidegger y Husserl); una realidad en la que hay ser y posibilidades. En Heidegger hay en el cenit un ser que irradia oblicuamente a los entes, y el Daseinactualiza posibilidades del futuro cristalizándolas en el presente. En Zubiri y Ellacuría hay una realidad en el cenit que engloba al ser (que está engarzado en ella), como lo actual y dotado de presencia, y además está lo posible, con un rango ontológico intermedio, que puede realizarse, actualizarse mediante las elecciones del hombre y que se halla de algún modo inserto en la realidad histórica en espera de su cristalización.
Por si no va quedando claro, ¿qué tiene que ver todo esto con la pedagogía y con la educación? Todo. Estamos hablando en el fondo del hombre y de la realidad. Por la educación, he dicho, el hombre crea realidad y se crea a sí mismo. Se trata, pues, de una actividad con implicaciones metafísicas que constituyen, que conforman, por así decirlo, al universo. El mundo es cualitativamente diferente según nos eduquemos, según dejemos a los hombres que nos suceden. Esto es posible porque hay en la existencia, en el ser y en su luctuosa danza con la nada, los ingredientes para que así sea. Digamos que igual que hay algo tan material y óntico como la historia de los hechos que reposa en la muy ontológica temporeidad del ser y del Dasein, la muy material escuela, libros de texto y pizarra reposan en el vértigo del ser y la nada. Por eso nunca dejo de entrar en un aula sin pensar que me aproximo a un cierto ámbito sagrado, sin que en ello exista por mi parte ceguera o sublimación, ya que Zubiri y Ellacuría supieron curar bien el peligro ontologista.