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He iniciado la lectura del libro Los hijos de Heidegger. Hannah Arendt, Karl Löwith, Hans Jonas y Herbert Marcuse, de Richard Wolin (Cátedra, Madrid, 2003). Un modo indirecto de abordar las implicaciones de la filosofía de Martin Heidegger es estudiar su efecto y evolución en discípulos de los que el autor del libro destaca la peculiaridad de ser judíos fuertemente identificados con la cultura alemana y desarraigados de su origen judío hasta que el nazismo se lo recordó brutalmente. Para más inri, todos estaban llenos de veneración por su maestro que combinó el ser uno de los filósofos más impactantes del siglo XX, de gran originalidad y hondura, de casi irresistible poder hechizante en su docencia y pensamiento, con sus devaneos con el nazismo. Un nazismo que Heidegger escogió en su aspecto romántico y revolucionario y del que fue alejándose cuando adoptó la forma de un régimen instalado en el poder y decididamente fundado en una ideología reduccionista de corte biologicista racista.
Heidegger no fue antisemita pero difícilmente sus discípulos judíos podían pasar por alto su complicidad con un régimen que lo fue en el trágico grado que todos sabemos. Es esta contradicción vivida por cada uno de los cuatro autores que figuran en el título del libro como “hijos de Heidegger” la que marcará su evolución tras el inicial contacto con el maestro que les propulsaría en su filosofar incipiente.
La primera estudiada por Wolin es Hannah Arendt. En ella la contradicción y la tormenta biográfico-anímica se complicó, en la medida en que fuera además de prometedora discípula, amante del filósofo, como hoy ya se sabe plenamente, en una relación extramatrimonial. Así que hubo una doble ruptura, amorosa y política, poco antes de la llegada al poder de Hitler, con una reconciliación lenta y progresiva posterior a la guerra que acabó en un perdón definitivo muy en la última etapa de sus vidas. Durante décadas ella, junto al viejo amigo de Heidegger el también filósofo Jaspers, se alejaron fuertemente irritados de Heidegger.
Al impacto del nazismo profesado por Heidegger se suma para Arendt, según Wolin, que su amada Alemania que lo era todo para ella, judía aculturada y asimilada a la Bildung, a la gran cultura alemana, supuso una especie de muerte de algo propio, de hondo auto desgarro. Se da la paradójica circunstancia de que en ningún país los judíos se habían ido integrando con tanto éxito como en Alemania hasta que en la República de Weimar eran a todos los efectos alemanes de pleno derecho que en muchos casos habían abandonado sus viejas costumbres del gueto medieval consideradas ya superadas. Sin prácticamente periodo intermedio, se pasó a la persecución y al antisemitismo nacionalsocialista. Lógicamente, esto rompió los esquemas de muchos. En realidad, los grandes filósofos judíos y escritores que todos conocemos de ese tiempo lo debieron vivir así. El propio Adorno no supo prácticamente que era judío hasta que Hitler se lo recordó, creo haber leído en algún sitio, y fue tras los luctuosos eventos representados por Auschwitz que la reflexión sobre el judaísmo y la identidad judía volvió a ser algo crucial y significativo para muchos de ellos.
En el caso de Arendt, su respuesta más inmediata al nazismo fue, obviamente, Los orígenes del totalitarismo. En este libro ya se muestra una tendencia en la descripción del nazismo que Wolin va a resaltar como algo característico del libro posterior sobre Eichmann: la no especificidad alemana, la sublimación de la culpa específica alemana y su disolución en una culpa más general atribuida, muy heideggerianamente, al curso de la modernidad. Arendt culpa, sobre todo, a una tendencia histórica que habría producido una sociedad de masas, de individuos atomizados aptos para ser dirigidos ya que carecerían de los viejos recursos de otras sociedades anteriores para controlar a quienes les dirigen.
Hay un modelo griego idealizado en las obras de Arendt que en Sobre la revolución se opone a la modernidad democrática que para ella habría degenerado lo político en lo social, es decir, la política se ha convertido y reducido a sociedad, y lo privado, con sus fines “sociales” como la reivindicación de justicia, ha pasado a copar lo político. Esto es para Arendt un signo de totalitarismo que fácilmente degenera en gobiernos tiránicos como de hecho ocurrió, dice siguiendo los análisis de Tocqueville, en la Revolución francesa, en el periodo del Terror de Robespierre (1792-94).
En el caso del nazismo estudiado en Los orígenes del totalitarismo Arendt aplica un método diltheyano de “comprensión” y no tanto de “explicación”, propio de las ciencias del espíritu, para captar lo que ocurrió en Alemania. Así, viene a mostrar una modernidad que potencialmente ya manifestaba esa tendencia totalitaria, en su faceta más masificadora de las sociedades, más anti-política, más atomizadora, pero que cristaliza ahí y ahora, en la Alemania de los años 30 del siglo XX. No obstante, también escoge el ejemplo de la Unión Soviética de Stalin para mostrar lo general de esta tendencia totalitaria, que no es, según ella, producto de una especificidad alemana, sino occidental, civilizatoria y que también aborda, hemos dicho, en Sobre la revolución, en la Francia del Terror jacobino. Cabría preguntarle, sin embargo, a Arendt, indica Wolin, que por qué sitúa en su libro sobre el totalitarismo en un papel tan relevante un estudio sobre el antisemitismo, que en la Unión Soviética stalinista apenas cumplió un papel destacable. Wolin señala aquí, como lo hará, ahora veremos, en el libro sobre Eichmann, algunas contradicciones producto del afán de Arendt por salvar, de algún modo, la cara de una Alemania a la que se resistía a condenar, pues en lo más hondo, como judía asimilada, se identificaba con su Bildung.
Es evidente el influjo de Heidegger en la clave civilizatoria que escoge Hannah Arendt para interpretar la decadencia de occidente. Hubo un cúmulo de heideggerianos a derecha e izquierda que así lo hicieron, señala Wolin. Arendt es una de ellos (más a la izquierda, según él). Es una clave presente en los dos libros mencionados y en su obra filosófica principal: La condición humana, que ensalza una vita activa que parece desarrollar el ideal de una polis que responde a un sueño, viene a interpretar con alguna acritud Wolin, elitista de líderes con buena oratoria e inteligencia para conducir a las masas y saber lo que éstas quieren (el modelo sería Pericles). Vuelve a contraponerse la degenerada modernidad de una masa amorfa de átomos dóciles propensos a sumisiones totalitarias (sociedad), que sería esa decadencia civilizatoria a la que hemos llegado, con un origen situado en Grecia, en la Atenas de Pericles, que opondría a una masa que no sabe conducirse la sabiduría de esos semidioses o intermediarios entre el hombre y el Ser (lo que para Heidegger eran por ejemplo Hölderlin, Rilke, etc.), hombres capaces de una vida auténtica y de conducir a la autenticidad a los demás hombres, detentadores de virtudes y cualidades para ello. Es, por tanto, una democracia con la que sueña Hannah Arendt pero de la que se ha extirpado mucho de lo que hoy recuerda Wolin que asociamos con las democracias, como son los derechos humanos de segunda generación y todo lo relacionado con la solidaridad que para ella, dice, habría que incluir en la esfera de lo privado. Lo relevante de todo esto es que aquí, enfatiza Wolin, hay un evidente tributo que Arendt paga al maestro Heidegger en lo que Wolin denomina “existencialismo político” de Hannah Arendt.
La tesis de que Arendt elaboró teorías políticas y filosóficas para explicar el nazismo que suavizaran la culpa específica de la historia y la cultura alemana, generalizando la culpabilidad de un modo heideggeriano a una supuesta decadencia civilizatoria de todo occidente, también atraviesa la famosa hipótesis de la banalidad del mal del libro Eichmann en Jerusalén. Yo debo admitir que fui fascinado por esta polémica obra desde mucho antes de leerla (se lee muy bien, por cierto), por su perturbadora teoría sobre el mal, cuando la expusiera en clase mi profesor de filosofía política en la Universidad de Granada, Domingo Blanco. En este blog he hablado de ella y me he sumado a ella.
La banalidad de un mal, como fue el nazismo que en principio es chocante y espectacular, lleno de teatralidad y sangre, o sea, todo lo contrario a banal, es que sus artífices mayoritariamente fueron, según Arendt, gente como el modelo que ella estudia, el ingeniero del Holocausto Adolf Eichmann, un hombre sin mucha capacidad de juicio, corriente, con afán de enriquecerse y trepar socialmente siendo una pieza de un férreo engranaje absorbente burocrático, de una maquinaria cuyo automatismo ejerce la función de cerebro que piensa como un todo por los individuos humanos que lo componen. Es, se ve claramente, una nueva versión de crítica a la modernidad y a la sociedad de masas que Arendt hereda de su maestro Heidegger y que éste aplicó al nazismo cuando empezó a cuestionarlo y a desvincularse del régimen. Subyace, pues, la consabida crítica a la burocracia, lugar ya común de gran parte del pensamiento político y filosófico del siglo XX.
Wolin, sin embargo, no encuentra convincente esta nueva visión también reduccionista, a su juicio, de la pensadora política. El nazismo fue mucho más que simple burocracia. Arendt elude una vez más la especificidad culpable de la Bildung alemana que ella trata de salvar a toda costa e incluso para ello culpabiliza de un modo injusto, según Wolin, que hirió sensibilidades a los Consejos judíos acusándolos de colaboracionismo con los verdugos nazis. Wolin dedica algunas páginas a refutar estos pasajes de la conocida obra de Arendt, señalando su sesgo, aunque admitiendo la parte de razón que tiene en mostrar el efecto deshumanizador de la burocracia, pero enfatizando que no sólo con ello se explica un fenómeno tan singular, teatral e ideológico como fue el nazismo. Arendt se olvida, como también desde otra perspectiva algunos analistas marxistas, de los aspectos más ideológicos y culturales, del nazismo.
Creo que Wolin puede tener parte de razón en su cuestionamiento de la aplicabilidad de la hipótesis de la banalidad del mal al caso del nazismo en Alemania, pero resulta muy necesario a mi juicio recuperar, y hacerlo con energía hoy, la tesis ilustrada de Arendt sobre el mal, aun como principio general, como cierto horizonte o advertencia sobre los riesgos de olvidarnos de filosofar o, diría más bien ella hastiada del filosofar de su maestro y de los intelectuales que por el contrario fue un filosofar cómplice con la chusma nazi, del pensar práctico, de una cierta sabiduría consciente de las repercusiones en el mundo y en los demás de lo que uno hace, del efecto en el otro y en lo público. Además, hay algo a lo que Wolin da una importancia nimia, a lo que casi desprecia, que es una tesis de habilitación sobre el amor en San Agustín en la que Arendt intentaba contestar al Heidegger de Ser y Tiempoque fundaba la autenticidad del Daseinen el Ser para la muerte. Arendt, interpreta arriesgadamente a San Agustín, de un modo contradictorio, ya que, dice Wolin, pobremente el pensamiento de alguien que valora lo mundano sólo en función de lo sobre-mundano (Ciudad de Dios) puede fundar una valoración apropiada del mundo y de una vida auténtica como vida en y con el mundo (con los demás en el mundo, o sea, el amor). Pero lo hace en un intento más o menos logrado, un intento de juventud, de hacer una filosofía existencialista en la línea del maestro Heidegger pero que base la autenticidad, la vida o existencia auténtica, en el amor, en el ser con los demás, que en Ser y tiempo tiene un papel aunque presente, secundario frente a la muerte. Es este aspecto del pensamiento de Hannah Arendt ya existente en su juventud más heideggeriana el que reaparece según algunos autores recientes, como señalan ciertos colegas del panorama presente en la Filosofía de la Educación en España, en obras como La condición humana, en su concepto de “natalidad” y que dichos colegas recogen para elaborar una pedagogía de la natalidad realizable dentro del lapso que nos es dado existir entre nada y nada.