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En su libro Misión de la universidad, Ortega traza una teoría de la universidad que se relaciona directamente con sus más hondas reflexiones. Con brevedad, podemos recordar que distingue tres funciones en la universidad. Tres, porque junto a la formación para las profesiones y la investigación científica, reconoce una función mucho más básica e importante, por perentoria, en la universidad. Se trata de la transmisión de lo que denomina “cultura general”. A esta función deben someterse las otras dos, pues desde el punto de vista del estudiante, que para Ortega incluye todas las clases sociales, resultan muy necesarios la creación y mantenimiento, para la sociedad, de un bagaje cultural que dote de la visión de las más altas posibilidades de su tiempo histórico a los jóvenes. Algo así como la vieja universidad medieval, en la que yo también encuentro algunos valores modélicos para hoy. Recordemos que hay que relativizar la opinión común, que huele a prejuicio, sobre el tiempo medieval. Por ejemplo, este largo periodo puso las semillas para la eclosión de la ciencia.
La ciencia, sin embargo, en cuanto que es un conocimiento muy fragmentado y descompuesto, muy especializado, no garantiza, a pesar de su importancia como nota de gran alcance de los tiempos modernos, la configuración de mentes o cabezas capaces de un conocimiento que se caracteriza justo por lo contrario que la especialización del investigador. Se trata de la asunción por el estudiante a partir de sus maestros (Ortega enfatiza el elemento docente por encima de la figura del investigador, que puede ser un mal profesor) de un saber amplio, que lo sitúe en su tiempo. Porque para Ortega, de un modo que me ha recordado a Zubiri y Ellacuría, hay una altura de los tiempos que es la techumbre de lo que los hombres pueden hacer, el límite más amplio. Para Ortega el hombre es un homo faber, pero de un hacer y quehacer limitados y condicionados por sus circunstancias (ya enuncia su famoso "yo soy yo y mis circunstancias" en su escrito temprano Meditaciones del Quijote). El hombre se define haciendo cosas, con acción creativa, poética. Pero para conocerse necesita lo que la universidad ofreció en sus inicios: cultura general. Esta cultura hoy incluiría el conocimiento general de las ciencias, como visión del mundo, sin necesidad de las sutilezas matemáticas del científico que investiga. Además, Ortega nombra y valora en muchos de sus escritos a la sociología, así como a la historia.
El hombre debe adquirir, por tanto, un conocimiento de sus circunstancias históricas, para realizarse acorde con la altura de su tiempo, ese tope que hemos indicado en las posibilidades de acción y realización. En general, Ortega valora la ciencia y cree que debe estar en la universidad, pero sin ir más allá de constituir un humus donde, arraigando en el mismo, la cultura global que dota de visión histórica al estudiante se nutre. La ciencia puede provocar, de hecho, todo lo contrario, o sea, una falsa visión de omnipotencia por la que el científico especializado cree poder opinar y hacer en todos los ámbitos humanos, sin la visión que un saber de síntesis (propio saber del buen profesor) proporciona. En La rebelión de las masas Ortega describe esta enfermedad de la ciencia. Es en Misión de la universidad donde puntualiza que la universidad debe transmitir por medio de buenos profesores, como principal función, la ya mencionada síntesis de saberes. Por tanto, el buen profesor es justamente lo contrario del buen investigador, cuyo potencial es analítico y especializado, y no sintético, de síntesis.
La formación para las profesiones también debe ceder su puesto privilegiado a la conformación de la socialmente necesaria cultura general. La pretensión de Ortega, lejos de ser, como pueda parecer, una reclamación poco sensata y útil a la universidad, es todo lo contrario. Es algo muy concreto y útil lo que pide. Que la institución debe ser recreada para que se pueda ver el “es” que precede necesariamente (salvo aberraciones racionalistas que parten del “deber ser”) al “deber ser”. Siempre se trata en Ortega de una pretensión práctica que precede a la ética. Su razón es la que esclarece las circunstancias, y por ello, va más allá de las especializaciones (que por definición son ciegas a lo otro). Es una concepción de lo sabio creo y me atrevería a afirmar, muy propia de la razón española, que es antes católicamente práctica que contemplativa o teórica.
Sin esta importante misión práctica, que a pesar de ser práctica tiene que ver con un saber teórico para la captación del propio tiempo, con una visionaria u oteadora “cultura general”, la universidad moriría, convirtiéndose en algo menos importante, sin duda. Es precisamente lo que hoy más va faltando en la universidad (aunque por lo que he comprobado era ya un fallo en los años veinte), un con-centrarse en la función docente, a sabiendas de que el buen docente es alguien que ejecuta y profesa una síntesis cultural. Para saber quiénes somos no es preciso tanto una razón desnuda o un cálculo especializado, como reinan en la ciencia, sino lo que generalmente, no con demasiado acierto, se considera una teoría en la enseñanza. Dicha teoría es práctica en la medida que promueve la transformación en la sociedad, gracias a que dota de la visión de las posibilidades de transformación que alberga la propia sociedad en un tiempo determinado. Puede calificarse de “pedagógica” a esta razón, y de hecho, así lo hace Ortega en algunos momentos de su libro. Hace falta pedagogía, la vieja pedagogía que sitúa a las personas en el dominio de sus circunstancias, las cuales constituyen estrechamente cercanas y entremezcladas, al yo. Pedagogía, buenos maestros y cultura general.