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He decidido leer voluptuosamente. Esto quiere decir que me prometo potentes dosis de placer y “engolfamiento” con los libros; que si se leen con placer, se explayan en un juego, embriagándole a uno con una euforia carnal, como veremos ¿Se trata de que uno se trague los libros o son ellos los que lo tragan a uno? Mi intuición me dice que el proceso es, cuando se lee amorosa y placenteramente, ser tragado por el libro. Así, según los judíos, las Escrituras sagradas “manchan”, es decir, contagian algo al que las lee. Leer es, por tanto y también, un contagio y una plenitud de existencia cumplida. Puede además aseverarse que la metáfora por la que el libro es alimento es justísima. Se trata de buscar lecturas que eleven, que iluminen, pero todo eso como mejor se logra es leyendo hedonísticamente. Leer por puro agrado, por epicúrea devoción, lo conforma a uno.
Así, yo he leído muy placenteramente a Schopenhauer, Thomas Mann, Kafka, Dickens, Borges, etc. Ahora estoy con un texto que requiere atención en la lectura y con el cual me dejo pulir y labrar como un cristal en un mundo de cristal. Se trata de Spinoza, último de mis banquetes, con el que como y respiro estos días. Porque no hay una regla que restrinja el placer sólo, por ejemplo, a los textos literarios. Los filosóficos pueden leerse en una alegre conmoción. Pero insisto, como decía Borges, hay que leer en el momento que corresponde. Depende de inabarcables razones, pero ocurre que hoy es “tal libro” el que uno se bebe. Hay una voluptuosidad intensa en dejarse esculpir por un libro. Hay una educación por el libro que antes que nada debe rehusar a imponer una lectura. Se trata de la búsqueda de una afinidad perfecta en la lectura entre el lector y el libro. Cuando esto ocurre se siente casi físicamente la integración del libro en la propia vida, su inserción y mezcla, como en una suerte de exaltación, de danza, de rapto.
Así que, leeré en lo posible llevado exclusivamente de la intención hedonista, en pos de una fogosa delectación. Escribir y leer son dos procesos distintos, pero yo prefiero, infinitamente, leer. Para que el mundo se me complique placenteramente y haga más complejo, quiero leer. Leer, también, complica. Y es esa complicación o complejidad lo que donan los libros. Es la riqueza del mundo. Gozo sobre gozo. Este hedonismo que empezó con los primeros textos sagrados, con los cánones de que hablaba en este post, es regocijo. Leer te acerca vasos de agua fresca a la boca. Te esculpe. Te completa.
Porque cuando uno lee es pobre. Leer proviene de una pobreza. Falta algo al lector, que se dispone a que lo llenen, porque hay carencias que demandan lluvia para su seca tierra. Leer es dejarse llover. Revolcarse desnudo bajo la lluvia que se exalta y canta con nosotros. Es decir, que leer es cobrar cuerpo, tener cuerpo. Es una función del organismo, una necesidad. Se lee en medio de una pobreza que, sin embargo, mira en las ventanas de los libros que mejor se saborean. Te sitúa en una cierta apertura. Creo, además, que en realidad, todos los libros son sagrados, como la Biblia, uno de los más exquisitos que pueden devorarse. Hay, pues, una lectura lúdica y lujuriosa de la Biblia, como de todos los demás libros que uno aborda en el momento justo, cuando debe exclusivamente dirigir su lectura al texto que seduce con una mayor voluptuosidad. Se trata de que la lectura nos llene.
¿De qué pobreza hablamos y de qué riqueza? ¿Desde qué carestía llegamos al libro? El libro nos da, sobre todo, una trascendencia. Decía que nos eleva, lo que es igual a decir que nos amplía y estira. Se trasciende. Se desdobla uno en los límites de la inmanencia, donde en el frágil mundo se agrietan las paredes. Hay una afectación que el libro nos causa, como una enfermedad y peligro. Cada libro bien leído nos abisma. E incluyo en estas operaciones incluso a la novela negra o el género de terror. El libro nos sujeta en un abismo que él mismo labra. Nos llena, decía antes, como si nos alimentara, pero es que nos llena, acierta uno a decir cuando se reflexiona esto, nos llena, digo, de agujeros. Nos horada y la ampliación y trascendencia que otorgan en el mundo es una revolución de huecos. La lectura nos produce atracones de huecos. Es un proceso, por tanto, complejo y un crecimiento “negativo” el que obra en nosotros. Trascenderse es otear los huecos que amenazan nuestra firmeza y equilibrio. Trascenderse es llenarse de negatividades.
¿Queda claro, ahora, de qué trascendencia hablamos? ¿A qué nos referimos? Vamos a lo hondo, a una verticalidad que enraíza en no sé qué subsuelo donde parecen habitar y extenderse los libros. Oscuridad, penumbra. Ésta es la religión que nos dona el libro, que siempre es objeto sagrado. Cosa invasiva. El tiempo se cumple siempre, todos los días, en cada segundo, y se cumple densificado en el papel y la tinta. Hay una revolución que lo es del tiempo en el libro. Una extensión que se pierde en los horizontes. Los libros señalan finitudes y límites. La propia Biblia, que abre incendios y hondas simas. En el plano austero y claro del mundo, lo trascendente es lo que arranca bocados al impecable material que lo constituye, que constituye la inmanencia.
El libro es carne, por tanto. Carne que se añade a la carne. Más carne. Trascender gozoso, danzante, y gloria de la carne. Las miras son altas, se hallan situadas muy altas, en carne sobre carne. Leyendo somos revoltijo en un mundo incendiado, como con la poesía. Ese incendio, esa carne chamuscada, es la trascendencia que dona y fabrica el libro.
¿De qué agujeros se llena el mundo con los libros? ¿De qué grietas? Curiosa y venenosa plenitud que parece no ir a ningún sitio. Este trasiego a nowhere que llamamos libresca trascendencia, como si el mundo se poblara de quebraduras, como si sólo pudiera aspirar a ello el hombre que crece. Como si sólo pudiera aspirar a quebrarse.