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La película Blade Runner encierra, en su mayor parte, un derroche de erudición. Como es sabido, las citas y referencias presentes en la película son innumerables, casi inacabables. Hay una riqueza de elementos eruditos en ella que llega a constituir un desconcertante caos. Se acumulan no sólo las citas, sino las interpretaciones del filme, como la interesante cuestión Deckard que se lleva años debatiendo y que ha dado pie a innumerables textos en internet. Se trata de si Deckart es o no un replicante. Una nueva complicación. No es más, esto, que un buen ejemplo de la riqueza explosiva y apabullante del filme.
Blade runner es, pues, una película caótica y erudita. Y ésta es ya, de por sí, una de sus trágicas ironías. La película teje, enreda. Es una aparente explosión afirmativa que, sin embargo apunta a una ironía, en el sentido de la ironía que salva y contradice lo que en el filme resulta más ornamental. Apunta a su negación. Su exuberante desmesura, su potencia sumativa se transformará en varios momentos en mengua y vacío. Un vacío en la abundancia. Al tiempo que se desarrollan pedazos de película, con sus citas e interpretaciones de todo tipo, hay un fondo trágico que es el sentido nulo, la nada, que acompaña a su profusión, a la profusión del Los Ángeles oscuro del futuro no muy lejano en que transcurre la película. Así, en primer lugar, es, sobre todo, un desarrollo retórico que define, positivamente, el futuro-presente de Los Ángeles. Pero inmediatamente, expele una melancolía a partir del sino y caída de su sociedad, de su carácter tan complejo como plano al mismo tiempo. Hay una profundidad y una salvación irónica, pero hay que captarla entre líneas.
Pensemos un poco su melancolía. Ésta es, como el Barroco, un saberse nada, un cierto nihilismo que vislumbra retazos de no ser en el ser. Las piezas que la componen cuanto más acumulan, menos dicen; cuanto más planas, más soterradamente ahondan de un modo oscuro e indirecto. Porque a pesar de todo hay una tensa profundidad en Blade runner. Es lo que se insinúa de modo oblicuo. Se trata de un fondo sin fondo, de una nada abisal. Esta nada está en el origen, por ejemplo, de los replicantes. Máximo producto de una tecnología asombrosa que hoy se entrevé, son también productos huecos, sobre todo por la ausencia de recuerdos. Son seres sin memoria en un mundo lleno de cosas pero también desmemoriado como ellos, o sea, sin la costura que traza la memoria. Hay memoria, pero no tanto en la retórica, que es mera inercia y espejo, ni en la técnica maquinal, sino en las ruinas. El fondo de la humanidad perdida se insinúa y señala, benjaminianamente, en lo desprovisto de valor y truncado. Son los solitarios y ruinosos rascacielos donde viven y circulan algunos personajes. Hay humanidad, pero humanidad negada o fracasada. Cuál sea este fracaso se percibe, sin palabras, en los grandes carteles luminosos publicitarios, en las máquinas y, ejemplarmente, en los replicantes. Estos son seres humanos en una plenitud de belleza, fuerza e inteligencia que, sin embargo, nacen y viven vacíos de esa memoria que saben les falta y a la que buscan afanosamente en las casas de las personas “normales”, en forma de viejas fotografías.
Y esta tragedia de Los Ángeles es este vacío que revienta como firme acompañante de la acumulación de cosas. Como cuando Zora muere abatida y cae contra unos interminables escaparates llenos de maniquíes. Ella misma parece un maniquí. Muchos replicantes mueren como si chisporrotearan, como máquinas. Y es ese vacío esencial que los constituye el que reclama, para huir de su “maquinidad”, ser llenado. Desde su nada, buscan en un combate ya perdido, llenarse y acumular. Así, en el famoso monólogo final del replicante Roy Batti, éste parece asombrarse, en una queja muy bella que parte de saberse un mundo, un recipiente construido mediante la operación de sumar (los escasos pero emotivos recuerdos que ha logrado contener de su precaria experiencia de esclavo). Pero el llenarse de cosas implica un vacío como sino, trágicamente. Ser fatal e indirectamente vaciado cuando se suman las cosas. Ésta es la profundidad y la tragedia de Blade runner. Es lo que subyace en todo el filme, la amenaza constante de la nada. Los replicantes saben que van a morir pronto, pero en un desesperado cerrar los ojos ante esta coactiva realidad, se hartan de ver, recoger y recordar cosas. Se pretenden humanizar sumativamente, ser algo, ser, mediante una experiencia densificada y almacenada como recuerdos. Son los recuerdos que Roy evoca en su monólogo, las maravillas, los palacios de marfil, la humana y deshumana tecnología que sorprende y pasma. Es lo que él, pobremente, en su corta vida de esclavo en las colonias exteriores acierta a recoger y guardar. Pero hay un momento en el que él huele y sospecha un plus más allá de todo lo acumulado, una suerte de silenciosa superación.
Roy sabe que le llega, calladamente, su muerte, su propia muerte programada. La nada parece vencer, pues todos los recuerdos se disolverán como lágrimas en la lluvia. La muerte y la nada vencen. Pero en realidad, el postrer replicante que vemos morir llega en su aceptación de la muerte a una intensidad sobrehumana, más allá de su vacío. Cuando todo tiende al no ser, entonces se revela una rara, ambigua e incompresible afirmación, no afirmación erudita, de enumeración, producto de una suma, sino el alzamiento de una nueva mirada capaz de superar todas las falsas afirmaciones anteriores. Hay una transformación cualitativa del propio Roy. Roy ha pretendido llenarse para ser, pero ha fracasado en este empeño. Entonces, en su última lucidez ha experimentado la falta de sentido y el fracaso. Ve que la nada se cierne sobre ello, amenazante. Sabe que todo se muere con él.
En este momento culminante, brilla con trágica intensidad la nadificación de todo, el más alto nihilismo de una civilización y una existencia que son nada. Se sabe ya, vacío, perdido. Pero, irónicamente, abandonado a la muerte y cargando con su vacuidad, parece haber adquirido una última y vasta sabiduría. Ha tenido que ver algo, que experimentarlo y sentirlo. Ha debido contemplar la nada, su nada. Debe saber que todo lo que deja atrás es nada. Todas las imágenes. Y al vaciarse parece, de un modo sosegado y sutil, llenarse, esta vez sí, de algo revelador, que lo transfigura precariamente en una paloma que se le escapa volando de las manos moribundas. Se trata de un momento del entendimiento, que es un mirar transfigurador. Roy comprende en el momento de su muerte y muere como ser humano, como persona, en una bella aceptación. El hombre no va a durar, no va a ocupar todo el tiempo, pero en densos instantes, brilla o ha brillado. Algo parece haberse colado, una sutil idea, nueva afirmación, desde la que todo lo anterior se reinterpreta. La película recibe y dona, así, su iluminación. Un iluminar dialéctico que ilumina a-sombrando y negando. Todas las sombras que se han percibido en la película son por fin vistas como sombras. Y es la sombra previa la que ahora se llena de un ambiguo y raro sentido. Un sentido que no es más que la breve y tardía iluminación, que no escapa a la muerte pero que llega acarreado, precisamente, en el mirar a la muerte. Cuando Roy es menos fuerte, más finito y por tanto más hombre, deja tras sí una cierta apertura que irónicamente dice un sí que apenas se había mostrado en toda la película. Hay una rara mística en Roy, que requiere de la abundancia de la nada que desborda retóricamente a la película para abrir un absolutamente nuevo (no acumulativo ni retórico) ámbito. En este ámbito de ilógica y poco razonable esperanza concluye el filme.