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Hoy pensar implica sentarse a velar junto al enfermo. Velar, desvelarse por él, de alma a alma, triste y tiernamente. Acompasarnos, sabernos contagiados, zarandeados por el triste sino. Pensar es pasar el trago. Pensar es un sombrío deber en el que nos va la cura, invocada por la extremada negación que nos oprime y enreda, pero también invocada por los cuidados atentos. Pensar es enfermar-se y curar-se. Pensando emprendemos un consabido y tópico vagar entre luces y sombras, entre las tensiones de tantos lugares comunes, bajo los tópicos. Y es dar un pasajero arreglo, liviano e inútil, ciñéndose a otra palabra nueva.
Es el propio mal el que expele tensamente su cura. El No enfermizo se torna en un Sí en el trabajo de pensarlo y en el atento cuidado. Nos acunamos acunando al enfermo. La enfermedad es lugar de tristeza y de ternura. Ambas son invocadas, como caricias inútiles. En este sentido, es momento de dejarse convencer por la inutilidad de la desahuciada ternura, por la callada tristeza, soportando las reglas absurdas. Iluminar-se, descorrer el velo, en pos de una verdad como aletheia que viene oculta cansinamente en esta larga patolología, verdad acaecida con los olores a medicina y orina en la única habitación de la casa, la más honda y la más ligera de las habitaciones. El dormitorio que pasa y nos lastra, que se halla potentemente magnetizado. Porque en la enfermedad que acucia, en la pesada y monótona enfermedad, apenas alcanzamos a manotear.
Me atrevo a suscribir la idea exagerada de que debemos enfermar con el enfermo. Practicar un psicoanálisis fatal, errabundo y poco ortodoxo. Un psicoanálisis como último acto, in extremis, tropezando con imposibilidades y gérmenes rebeldes. ¿Habrá que apurar su terminante lugar sombrío, el callejón, y encerrarse en el insondable pozo de su pathos? ¿Habrá que saciarse de su cuadratura? ¿Sumirse en lo que evoca e invoca la cansada tos? Hay desde luego una invocación, es decir, una perentoria demanda por cubrir. Como la manta cubre tiernamente el cuerpo cosa del enfermo, hay que aproximarse a lo que se ha ido tornando una presencia dolorida. Hay todavía el logos extravagante que captar, cuando todo apunta a un caos inquieto. Hay que recuperar el viejo logos. La nostalgia del camino olvidado. Hay que saber captar esa subyacente inquietud que reluce bajo la reluciente y plana publicidad de este mundo. Hay que desgarrar. Hay que recuperar lo que era, antes, hipotéticamente, correcto. Debemos corregir la trayectoria a golpe de melancolía. Pero no hay más que hacer. Es preciso llorar o reír callando; decir, pero decir poco. Cuidar y pulir algunos nombres. Susurrarlos. Es necesario escuchar las llamadas al amor en el tedio de existir. Porque hay una cierta verdad en el hastío y el tedio.
Nos vence lo que hoy se lleva, como un burdo tedio, como el comodín de la baraja que la consagra y replica, inútil, que se alarga, que nos retuerce. Pero también hay en el tedio una amena y fresca sombra, una victoria cuyo reino desconocemos. Hay que acoger todo ello tristemente. Porque la tristeza es lo menos que puede hacerse para rehacer, tiernamente, el mundo. Un mundo de pena, pero que oculta una absolutamente otra promesa, otra idea, otro reino. Cabe imaginar nuestro mundo al revés, un darle la vuelta y trastocarlo. ¿Bastará con eso?
Sabemos que está la enfermedad, el enfermo al que hay que cuidar y guardar. Hay que limpiar los blandos almohadones que protegen y abrigan al enfermo, cambiar los emplastos, colocar el cuerpo sagazmente para que no se ulcere. Después vendrá la risa, pero ahora urge sobre todo esa ternura. Urge ese pensar el enfermo. Urge esclarecerlo, decirlo y callarlo. Es lo que hoy demanda nuestro mundo, un conocer patológicamente enraizado, que hunde sus cimientos en una existencia dolorida, tullida, que se alza como puñal que apunta al propio cuerpo. Esto es ya una idea vieja, la de que es preciso sospechar cuando se piensa y rumia el mundo, sus disposiciones y “objetos”, su mayor o menor humanidad.
Todo es una patología del nombre y del todo, de haber confiado en exceso en el acto de nombrar, cuando lo que se nombra es siempre una negación que se alza. El nombre afirma que no es. Nombrar es velar, torcerse, llenarse, saciarse de sucedáneos. Y sólo colateralmente, apuntar al ser. Es mantener y continuar el engaño, conceder importancia vital a lo que sólo oblicua o contrariamente es lo vital. El hombre debe contemplar la amplitud inagotable de cosas que son su/la muerte. Debe captar el asimiento y dependencia que nos agosta, que agota nuestra vida. Cuando lo que hace el hombre es, principalmente, situarse en el mundo, la enfermedad parte de una ubicación falsa y ciega, de una fallida colocación. No soy tan conocedor del asunto como para indicar ahora lo que se es en la salud, sino que entiendo que ello, como señala Iván Illich, ha de llegar por sí solo, tras el esfuerzo por pensar la enfermedad. Es este el pensamiento que se nos impone. Hay que mirar bien, hay que olfatear, hay que palpar el sino que nos arrastra. Pero lo que venga con ello es, por ahora, desconocido.