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Educar para ser, de Rebeca Wild (I).
Wild, R. (2011). Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Barcelona: Herder (primera edición 1982.
Cuando se lee sobre educación o, mejor dicho, cuando se lee un libro que describe el nacimiento y vida de una escuela activa y que a partir de esta experiencia formula de algún modo qué somos, pero siempre desde una alegre afirmación del hombre, uno se contagia del derroche de vitalidad. Apuesta por la vida, por la existencia, por una vida desbordante que supera el propio marco institucional de donde, por otro lado, recibe muchos ingredientes. Claro que este bello canto se percibe con mayor evidencia cuando se trata de una escuela que fundan personas que llevan años, acaso los de la primera juventud, viviendo con libertad y exultación, con la fruición de quienes pasan el tiempo lejos de casa en una serie de humildes paraísos que están del otro lado, y que hay que alcanzar navegando el Aqueronte que hay que atravesar para casi olvidar lo propio y dejarse mecer por otro tiempo y otra circunstancia que uno puede hallar, entre otros paraísos humildes, en el Trópico. Rebeca Wild y su pareja Mauricio inician así una andadura ciertamente hermosa, que nos contagia su bienestar con la lectura de libros como Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Se precisa para educar, siempre, este sano optimismo de mediodía, de elevado cielo tropical. Como afirma Savater en su El valor de educar es preciso, para educar, creer en la tarea en sí, en su valor, incluso a ciegas y en la peor de las penumbras, para ser en unos pocos acontecimientos, también mecidos y bendecidos por ella, y ser contagiados por la exuberancia del hacerse personas, niños y maestros. La educación es tarea seria, pero divertida. Que no es poco erigirse en cierto modo, y como indica Arendt en alguna de sus obras, en, a pesar de tantos “peros”, defensores y representantes de la humanidad, o de la versión de ésta que denominamos “civilización”. Es esta vorágine la que se cuela en las escuelas y en la que bracean y se dan chapuzones todas las buenas intenciones pedagógicas, plasmadas en las escuelas alegres y vitales que postula la “nueva” (pero viejísima) pedagogía.
Funda Rebeca Wild primero una escuela de educación infantil, en 1982, motivada por la educación de sus dos hijos pequeños. Escribe: “El día que tomamos la decisión de que nuestro hijo no tenía que adaptarse a nosotros, sino nosotros a él, todo cambió” (p. 25). Es de lo que trata la primera mitad del libro que estamos reseñando. Sigue en todo un proceso de tantear el mundo y, ejercitando la prudencia, aplicar razón y método, con momentos de parada y reflexión. Con un espíritu de encantador jardín de infancia, lee, admira y aplica en abundancia sobre todo a Montessori, de cuyo material se hace. Montessori les enseña precisamente ese carácter que ellos llaman “activo” de su pedagogía (y que más adelante detallan que también hallan en Piaget). Una actividad que consiste en dejar a la mano de los niños varias opciones que los niños vayan descubriendo a partir de sus esquemas y necesidades, que Wild estudia y conoce a fondo, y que, aunque en lo básico responden al carácter orgánico e interactivo de cualquier persona, niño o adulto, tiene su especificidad en el niño. Wild trata de comprender esto que sucede en lo que cierta metáfora denominaría “interior” y que, en gran medida, es aceptado y descrito por Piaget, dándole Wild una extrema importancia a un par de escritos quizás más breves o menores que dedicara el suizo directamente a la educación y a su ciencia. Aunque en un momento dado se cita a Summerhill como escuela activa y muy semejante a lo que de hecho lleva a cabo Wild, no vemos realmente un gran parecido entre ambas escuelas, la del escocés Neill y la de la propia Rebeca que considera “activa” pero desde unos principios no siempre coincidentes (aunque tal vez, en definitiva, lleguen a un lugar semejante). Es decir, no está tan clara la presencia de Reich que sí funda e influencia directamente hoy a una pequeña parte del movimiento de escuelas “libres”. Hay una red reichiana de escuelas que aplican la visión de utopía médica del alemán. Pero las lecturas de Wild, que a ella más le influyen, son las clásicas del movimiento internacional progresista de las escuelas activas. Incluso comenta y valora a Goodman y Holt, aun reconociendo que sus propuestas y análisis no son buenos para Ecuador, país donde se instala y funda la escuela Pestalozzi. Además, lee con fruición a Dewey, por ejemplo, y en gran medida a Freinet. Nombra también a las escuelas Waldorf de las cuales, sin embargo, no comparte toda la trama “antroposófica” que las constituye.
Sigue la historia de las escuelas activas y modernas europeas y norteamericana, que, como es lógico, no acaban de responder al entorno pobre con el que inicia su proyecto Wild, apenas sin fondos y trabajosamente. Ella, su pareja Mauricio, algunos pocos maestros muy vocacionales y otros pocos padres concienciados, que no se dejan influir por la ideología escolar al uso, cuenta ella que cooperan para llevar a cabo su sueño. Un sueño que no es sino eso que se dice muchas veces a la ligera y que habría que definir con exactitud, es decir, “dejar que el niño sea”. Es un imperativo problemático, pero que en la escuela Pestalozzi se lleva a cabo de hecho mediante “técnicas” como no elevar la voz, no imponer un material u otro pero dejar que el niño ejercite su modo natural de tanteo en el mundo, manifestar comprensión y afecto a los niños. Además de Piaget, para quien “entender” en el niño es, afirma Wild, “inventar”, Wild echa mano a continuación de ciertos estudios de biología que quizás no sean de lo más relevante hoy en ciencias de la vida, pero en lo que durante bastantes páginas Wild se apoya para desarrollar su pedagogía. Aunque el proceso, insiste ella, es inverso, porque no están para ella esas teorías en un “antes” neutro y aséptico, es decir, en una mala teoría, sino en un momento posterior a la experiencia de su escuela, como ocurre en gran parte de la actual literatura pedagógica más interesante (service-learning, investigación-acción, por ejemplo).
Pero el prejuicio de partida siempre resulta ineludible. Así, hay otras tradiciones que sin duda marcan su camino previamente: “Nuestras ideas procedían de la tradición cristiana y la mística, pero también estábamos influenciados por la sabiduría oriental y la psicología junguiana” (p. 16). Antes, se habían dedicado a la música (una de las carreras universitarias de Wild, que es filóloga germanista, fue pedagogía musical) o, en el caso de Mauricio, compañero y pareja de Wild en todo este proyecto, incluso el estudio de las religiones comparadas (p. 19). Para mí es obvio que hay un fuerte componente cristiano en la pedagogía occidental, incluso en sus versiones más radicales (que lo son, como en el caso de Illich precisamente por ser muy cristianas en la actitud, talante y marco conceptual), o en la parte en pugna que desde el siglo XVIII en especial ha desarrollado la pedagogía “oficial” de los estados laicos y aconfesionales. Como bien estudiara el último Foucault, el cristianismo desde los primeros concilios, con fuerza en la Patrística griega o latina (San Agustín), emprende una tarea pedagógica de construcción del espacio interior y de aquello que podemos señalar como el sujeto moderno u occidental, que valora, crea, piensa. Una pedagogía en cuanto obra y definición de un camino, un proceso de autodefinición y de fabricación de la “verdad”. En todo esto podemos identificar males, en como de hecho se ha dado este proceso intelectual que deviene en práctico y vital. Pero también ha estado en lo bueno, más allá del ánimo represor que, como por ejemplo tanto señalara el sociólogo Lerena, caracteriza no poco a la educación y a la escuela. Cuando se habla de un origen cristiano en pedagogías como la de Wild, hay que distinguir lo puramente religioso de lo eclesiástico. El cristianismo regula una forma de influirse las personas, unas con otras, de ser como fines en comunión, o sea, en diálogo y, nos guste o no, definición de una verdad u horizonte para empezar a hablar. No nos extraña en absoluto, por tanto, hallar en los inicios del proyecto de Rebeca Wild esto mismo.
Afirma Wild que lo que ella practica no es, exactamente, “pedagogía antiautoritaria” a la occidental. Ella se sitúa en un lugar menos conflictivo, que no despida chispas políticas, que no trace una revolución. Toda su revolución es aplicar el método Montessori y, lo que tan bien define a todas las pedagogías activas, adaptarse a las necesidades del niño y darle lo que verdaderamente necesita, sin presiones exteriores, y porque se concibe a la infancia como periodo creativo y afirmativo que de por sí ya busca aprender y reconstituir su medio. “La diferencia fundamental entre estos métodos [de la pedagogía más convencional] y el método activo que nosotros preferimos consiste en que, para nosotros, el aspecto principal de la educación no es descubrir cómo se pueden introducir en un individuo contenidos dignos de saber de forma máximamente rápida y sin sufrir. A nosotros nos importa, sobre todo, cómo los niños y las personas jóvenes pueden crecer en un mundo rápidamente cambiante de tal modo que su ser y, con él, su capacidad de adaptarse de una forma positiva a las nuevas circunstancias, no se vean debilitados por el proceso educativo, sino más bien reforzados” (p. 40). Baste seguir el principio de que todo niño, pues, “(…) posee una guía interior que orienta su conducta” (p. 46). El niño busca y tiende a su autonomía, desde esta perspectiva pedagógica y responde muy bien cuando se hacen coincidir su necesidad interior con su actividad exterior. Él adulto sólo debe protegerlo con discreción y sensatez. Es como si las fuerzas y tendencias del niño, que lo son de un organismo animal complejo, fueran creando su persona y personalidad en la reelaboración, descubrimiento y observación del medio (¡Dewey!). Cuando hablamos de “interioridades” o “interior” humano corremos el riesgo de no saber bien de qué hablamos, pero en la versión que trata de justificar científicamente Wild, no está demasiado mal su empleo, con sus matices. Lo que ocurre en la educación, en realidad, forma parte del proceso natural e incluso automático de la vida que emerge y cambia. Una afirmación literal de la vida, como estamos viendo, que recuerda lo que Fromm y Reich pensaran al respecto, pero sin llegar abiertamente, dijimos al principio, a una sociología marxista declarada y consciente.
El niño, por tanto, se hace en y gracias a una realidad que lo envuelve y que él mismo es. La educación sería la definición de esa realidad en las dos vertientes de lo que envuelve exterior y lo que, como otro lado de ello, constituye al educando por dentro. Importa en todo ello antes el entusiasmo que el orden lógico que representa la mente del adulto. “El peso principal de la práctica diaria en el jardín de infancia descansa, pues, sobre las múltiples acciones que los niños han elegido por sí mismos, y no pocas veces inventado, y que realizan en un ambiente bien preparado y ordenado” (p. 58). Esto es lo que los maestros “Montessori” favorecen, con serenidad, pulcritud, limpieza, amabilidad, indica Wild, maestros que deben confrontarse con sus emociones y vivencias constitutivas, previamente. Deben conocerse. Y los niños, en esto, enseñan: “(…) puede suceder que un maestro, después de unas pocas semanas de trabajar, se dé cuenta de que ‘ser uno mismo’ diariamente puede ser muy doloroso. De repente, algunos entran en una crisis existencial y necesitan ayuda” (p. 66). Así, el maestro también se encuentra, al educar, en un proceso de re-educación de sí mismo. Siguiendo a Piaget, afirma también acerca del medio activo escolar el fomento de un trabajo mutuo, “libre” y “espontáneo” que el maestro lleva a cabo desde un escrupuloso y extensísimo conocimiento de la mente del niño, uniendo ciencia y observación diaria muy detenida de lo que hacen y son los niños, de las leyes del desarrollo infantil (Piaget). Y siguiendo esta idea, Wild define el quehacer de una escuela activa como aquel en el que se dan el aprendizaje operativo, el figurativo (teórico o conceptual) y el connotativo que relaciona palabras y cosas, que crea, por tanto, el sentido. El equilibrio con el medio lo busca y lo halla el propio niño, desde su “presión interior”, señala Wild (p. 109). Y todo esto el niño lo ejecuta mediante el juego y desde ese otro lenguaje que decía Piaget que habla el niño, y que no es nuestro lenguaje adulto. Y toda esta teoría piagetiana para llegar al tópico de toda pedagogía activa y, quizás añadiríamos aunque no guste a la autora, antiautoritaria, que se define en esta cita: “Cualquiera que sea la etapa, si nosotros, como adultos, impedimos la satisfacción de las necesidades específicas del individuo, propias de cada estadio de su crecimiento, reforzaremos el egocentrismo y lo convertiremos en un permanente inconveniente (…). Un niño que, debido a una autoridad interpretada equivocadamente, sienta en peligro su integridad se aferrará durante más tiempo a su egocentrismo que un niño que se sienta comprendido y, relajado, pueda abrirse al mundo y a las personas que lo habitan, sin miedo y sin reservas (p. 115).”