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Educación y filosofía
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Paideia de lo íntimo en la Grecia clásica: el espacio “interior” de la lírica.Marcos Santos Gómez
La objetivación de una racionalidad comunitaria y política que hemos visto que se da en el derecho tuvo otra cara, un reverso sin el que ella, no habría existido. Lo que normalmente asociamos a lo poético, el espacio al que va dirigida la lírica que prácticamente hoy es ya sinónimo de poesía, frente a la antiquísima poesía épica o epopeya, no es algo que haya existido siempre. De hecho, ocupa un lugar muy secundario, al menos cronológicamente, en la historia del arte. Ahora, en la lírica interiorista que surge en el discurrir griego, ya no se pretende plasmar un ideal comunitario que haga al individuo fiel elemento de su grupo, respondiendo a las expectativas sociales y encarnando vívidamente un
pathos heroico, sino que la poesía abre un nuevo espacio interior y funda, de algún modo, la intimidad que veremos en algunos momentos de la
paideia como el principal objeto de la misma, ya bastante tarde e incluso en época romana. Pero ahora lo que vemos es la emergencia del individuo, hijo de la racionalización del mundo y de la sociedad, su creación o por lo menos su expresión en obras que por primera vez hablan de opiniones y sentimientos personales y de lo más subjetivo, de lo sentimental y de lo erótico. Sería este nuevo ámbito un lógico reverso de la escisión que la racionalización había producido entre el hombre y su producto cultural.
Sin embargo, advierte Jaeger que no estamos aún ante el Yo autoconsciente, autónomo y responsable desde sí que encontraremos como invención cristiana (quizás anticipada por Séneca), sino que la nueva subjetividad se engarza en un todo, muy al estilo griego, y a pesar de que el individuo aparezca como una suerte de porción propia de mundo. El Yo tiene también, como el mundo exterior, una legalidad que lo constituye y con la que la “autoexploración” lírica conecta. De algún modo, es también algo objetivo, estructuralmente similar a la realidad “externa” (o sea, vertebrado por un
logos) aunque pueda estar regido por leyes propias. Una suerte de singularización “original” del entramado racional y causal que rige la realidad, lo que apunta antes al realismo filosófico que a un subjetivismo que ubicamos sobre todo en la venidera modernidad.
Todavía, este
logos es la misma “razón” de las epopeyas homéricas, del antiguo heroísmo, indica Jaeger (p. 119) traspasadas a una esfera “interior”, de manera que el heroísmo se individualiza en las elegías del poeta Arquíloco, en una trasposición de “contenido y forma” que tinta al hombre individual como sujeto de una epopeya íntima y como portador de figuras y de un destino homéricos. Así que, de nuevo, la idea que estamos tratando de mostrar, al hilo del desarrollo del libro de Jaeger, vuelve a aparecer, o sea, la de la presencia más o menos soterrada de lo homérico en los primeros vuelos de la razón y de la
paideiahelénicas.
Hay, no obstante, pugna con la tradición, lo que define el surgimiento progresivo en Arquíloco de una cierta racionalidad, en la concepción de Jaeger. La racionalización se plantea de hecho, creo, como el surgimiento de una dialéctica, del espacio que hemos señalado entre el hombre y su creación cultural. En este desgajamiento del hombre y su producto cultural y mítico surgen la “razón” y el individuo. Y la esfera de lo individual abre, señala (p. 121) la posibilidad de una nueva libertad por la que se juzga, desde ello, también el
demos como algo aparte, en un intento, el primero tras Hesíodo, de reelaborar la propia tradición.
Además, en la poesía lírica se introducen elementos cómicos, en lo que significa un nuevo nivel de distanciamiento y reflexión. Más adelante, Jaeger señalará que la comedia de Aristófanes supondrá un cierto rizar el rizo de la reflexión que ya estaba presente, en cuanto reelaboración de la cultura y del
pathosheroico, en los grandes trágicos Esquilo y Sófocles. Todavía no hay, al estilo de los primeros filósofos, en el poeta Arquíloco, una fundamentación en una naturaleza elevada a norma u origen de la normatividad social que haya de juzgar la convención que se aparta de ella, pero sí se da la conciencia y el espacio que lo permitirá y que ahora se desarrolla al modo de la ruptura con el decoro convencional y como desvergüenza (p. 121). Incluso se da el incipiente esfuerzo no solo de la crítica a las normas convencionales, sino el intento esbozado de sustituirlas por otras. Lo importante, a mi juicio, es cómo todo esto ya ocurre de un modo que llega mucho más lejos que la adaptación hesiódica de Homero a la cultura campesina.
En concreto, en la poesía yámbica de Arquíloco, seguimos viendo la lucha heroica contra el destino (que tan importante presencia tendrá en la tragedia ática posterior, que podemos entender como una
reflexiónsobre este hecho propio del mundo homérico). Esto, en el nuevo ámbito de la subjetividad, se da como la lucha constante e imposible por ordenarse frente a un destino que marca al individuo y lo arrastra adonde no quiere (p. 126). Será el esfuerzo por acordarse con un ritmo (en palabras de Jaeger, p. 127) lo que caracterice esta suerte de épica-prerracional presente en la poesía de Arquíloco. La importancia de este detalle es que ya se intuye una legalidad en el mundo, un cosmos propio, acaso inmanente al mismo, pero que trasciende y desborda la falsa legalidad del mito homérico. “Vemos en Arquíloco la maravilla de una nueva educación personal, fundada en el conocimiento reflexivo de una forma natural y última, fundamental e idéntica, de la vida humana. Se revela una autosujeción consciente a los propios límites, libre de la autoridad de la pura tradición. El pensamiento humano se hace dueño de sí mismo, y así como aspira a someter a leyes universalmente válidas la vida entera de la polis, penetra más allá de estos límites en la esfera de la interioridad humana y somete también a límites el caos de las pasiones” (pp. 127-128). Y esto ocurre, señala Jaeger, porque los problemas propios de la epopeya son individualizados y por tanto vividos y juzgados en el individuo, que así puede darles un tratamiento diferente, en una poesía que por esto mismo debe emplear nuevos metros.
Lo importante será, de todos modos, y desde el punto de vista de la educación, que por primera vez ésta, en la forma poética y todavía primitiva, se dirige al individuo, a una formación interiorista y particular que atiende al mismo. Esta intimidad estrictamente individual, se da con gran fuerza en la lírica de Safo y de Alceo. Hay en ellos una expresión sentimental y una cierta meditación reflexiva, los elementos básicos de una existencia individual, que posee sus propios paisajes y movimientos. En ella se funde la demanda apolínea de integrarse en una sociedad que requiere la regulación, con el más puro hedonismo dionisiaco desarrollado en los symposios en los que únicamente el individuo puede ser individuo. Esta individualidad comienza a teñir, en estos poemas de Alceo y Safo, todo, incluida la plegaria y, lo más importante para nosotros, es lugar para una cierta construcción educativa y el desarrollo del eros que acompañará, sublimado, el curso de la filosofía platónica. Un eros como pasión íntima que mueve a la educación y al conocimiento, afectando a los sentidos y al alma. Un eros que siendo sensual en Safo, mueve no obstante a la totalidad del alma vigorosamente (p. 134).Aun no existiendo en ella todavía un eros de estilo platónico, sí vemos, señala Jaeger (p. 135), una inmersión en las profundidades del alma a partir del eros sensual, que entronca y arrastra a la tragedia íntima humana. Se trata de una experiencia no patética, contada con sencillez, y que precisamente por eso nos conmueve. Una exaltación e invención, pues, del amor en un sentido privado que se opone, superándolas, a las experiencias heroicas o colectivas de la épica, que va ensalzando y definiendo el nuevo campo de lo subjetivo y lo sentimental asociado a la existencia singular, única y, al parecer, no categorizable por los antiguos “saberes” o por el mito.
Obra citada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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El Estado jurídico y su ideal ciudadano en las polis primitivasMarcos Santos Gómez
Con la emergencia de nuevas clases sociales que pugnan por adquirir su preeminencia frente al viejo modelo aristocrático, surge la necesidad de fundar la ley en un centro regulador del que emane un derecho que sirva a las reivindicaciones de quienes estaban produciendo un nuevo mundo social. Se funden aquí, me parece, la idea de cosmos propia de la manera griega de mirar y entender el mundo, con la paradójicamente aristocrática de fundarse en un cierto principio sublime que es preciso desocultar y cuyo reinado hay que garantizar para lograr el bien de la comunidad. El campesino y una pugnante burguesía escrutan la realidad para ajustarla y comprenderla en función de este orden oculto que ha de regirla y que se halla en lo alto, como el trono de un juez imparcial que expande un derecho que es ley para todos. Incluso en este aparente movimiento de liberación de lo aristocrático hay un
pathos aristocrático. Se trata ahora, frente a la vieja divinidad, de una
diké(justicia, lo justo) elevada que dignifica el mundo y lo organiza, fundándose en ella, en realidad, un nuevo orden social. Algo que, matiza Jaeger, tan solo refleja el prestigio que ya de hecho tenía de largo el derecho, producto de la nueva racionalidad y que era admirado y muy considerado en las primeras sociedades que recurrieron con cierta sistematicidad al mismo. Escribir el derecho era ya parte de un prurito de racionalización que aspiraba a fijar la sociedad según un orden que trasciende el mito, más allá del mismo, aunque continúe asociada a imágenes mitológicas y en sí mantenga el halo de lo sagrado. Sacralizar será ahora, o empieza a ser, sinónimo de racionalizar, de
logificar, en una suerte de preilustración griega, o vincular lo visible con sus abstracciones en un juego inmanente que, sin embargo, imita el movimiento de la trascendencia divina que a su vez se empentaba con las viejas sociedades aristocráticas del mundo homérico.
Además añade Jaeger una importante observación, consistente en que los futuros sistemas ideológicos que promuevan una igualdad esencial de los hombres, tal vez como respuesta a sistemas de desigualdad como el platónico, mantendrán esta suerte de dignidad irradiante que en tiempos de Solón se denominaría
diké y que sustenta la esencia y la dignidad comunes de los hombres.
Vemos, pues, formas racionales y organizativas que emergen de imágenes míticas y el proceso inverso, también. Es decir, cuando se comienza a pensar no existe un único modo racional de acometer la tarea, sino que ya aparece el mito en inextricable unión con ello, como una forma de pre-racionalidad más en la forma de imágenes que de causalidades naturales, por aludir al modo jonio de razón más formal. En este caso de la racionalidad jurídica emergente se da una voluntad de justicia desarrollada en la comunidad de vida, o polis, y que funda además, siguiendo la tesis del libro en que nos apoyamos, una labor educadora. Una educación que, frente a todas las apariencias, también actúa y se funda de un modo semejante a como lo hacía el ideal guerrero de la vieja cultura aristocrática. De manera bastante clara y directa lo señala Jaeger: “El antiguo, libre ideal de la
aretéheroica de los héroes homéricos se convierte en un riguroso deber hacia el estado al cual se hallan sometidos todos los ciudadanos sin excepción, del mismo modo que se hallan obligados a respetar los límites entre lo mío y lo tuyo” (p. 109).
La sublimación operada de la vida ahora se sitúa en un ideal estatal, de la polis como fuente de valor y
areté, que reparte sus dones. Esto no llegó a ser una educación pública, centralmente regulada por el Estado, salvo el caso de Esparta, que ya hemos considerado en un post anterior, y, propiamente, no llega a teorizarse dicha necesidad pública de una educación común estatalmente regulada, hasta el siglo IV a. C. Sin embargo, en cierto modo, sí se había dado antes esta suerte de educación pública, en la educación del cuerpo desarrollada en la gimnasia y en la educación estética lograda por la música.Esta especie de educación pública consiste, básicamente, en que la polis se erige como fuente y manera de ser y de organizar la vida, en lo que entra, cada vez más el derecho, en cuanto manera objetiva de encadenarse el ciudadano (y en esta medida serlo, hacerse ciudadano) a la ley. Una ley cuyo carácter sagrado será, ahora, el de emanar y servir a la polis. La educación deberá encarnar no sólo un universo cultural sino un nuevo mundo y un nuevo modo de vida que estaba surgiendo. Una ley que “Traza límites y caminos, incluso en los asuntos más íntimos de la vida privada y de la conducta moral de sus ciudadanos. El desarrollo del Estado conduce, así, a través de la lucha por la ley, al desenvolvimiento de nuevas y más diferenciadas normas de vida” (p. 112). Así, señala Jaeger más adelante, con la ley se ha desplazado el primitivo ideal aristocrático a una idea de hombre formulada y defendida sistemáticamente por filósofos. La ética y la educación filosófica serán, de hecho, desarrollos de la ley, de la que toman su forma sistemática e incluso el contenido, o los contenidos históricos de los que emana un pensamiento que no debemos imaginar surgiendo en el vacío, de manera pura.
La
diké, como “alma” de la polis, no sólo proviene, hemos dicho, de viejas imágenes grandiosas de una aristocracia cuyo tiempo ya había pasado, sino que se da un proceso inverso, por el que la
diké, esta reelaboración “filosófica” de la tradición, adquiere una cierta consistencia propia e imprimirá su carácter, ahora, a las distintas concepciones racionales de la cultura. De ahí la trama legalista o legaliforme que adquirirá la naturaleza en la filosofía formal jonia. Lo que había sido una re-elaboración conceptual produce, ahora, nuevos “contenidos” culturales y “científicos”. Pero, en cualquier caso, llegamos a un momento en que, de un modo u otro, la ley estaba en el centro, como lo más prestigioso y adorable producido por el mundo de las polis nacientes. Pero, independientemente de esta fundación en un ser común, tanto del nuevo individuo-ciudadano como de la colectividad de la polis, es que ahora nacen un modo de vida privado que engarza y nutre un modo de vida colectivo y público. Este modo público había sido patrimonio exclusivo de la nobleza, hasta entonces. Y una igualdad que, no solo porque se fundara en un ideal de contenidos, podíamos decir, campesinos, pero de forma aristocrática, un ideal de distinción y sublimación ascendente, no equivalió al desarrollo de una educación verdaderamente igualitaria, acorde con la venerada isonomía que había proclamado la ley. En realidad, como veremos con mayor detenimiento, pronto la educación “democrática” consistió en la adquisición de una
aretéaristocrática que exactamente igual que la promovida por la educación que Fénix enseñó a Aquiles según relata la Ilíada
, se basaba en pronunciar bellas palabras y emprender acciones nobles. Una
areté que debía impregnar al hombre entero que, de este modo, la encarnara e hiciera suya. Y que, en el contexto de la nueva polis legal, jurídicamente estructurada, además debe hacer suya la conducta (
ethos) promovida por ella, fundada en la
diké o justicia y por tanto, modular según ella sus deseos. Así, el viejo hombre noble y guerrero ahora será, con un aura semejante, el hombre político formado en una cultura general apta para servir y sobrevivir en el nuevo modelo de polis. Este conocimiento general, distinto de la especialización propia de los oficios, mantendrá, por tanto, su origen en el mundo aristocrático que, en este sentido y como venimos defendiendo al hilo de la exposición de Jaeger, impregnará la pedagogía emergente incluso en los estados democráticos (p. 116).
Obra mencionada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Un sesgo anacrónico en la paideia: educación sin filosofía en Esparta.
Marcos Santos Gómez
Esparta, por mucho que hoy repugne a una concepción democrática del Estado, ejerció un inmenso atractivo en la Antigüedad como modelo de una paideia que por primera vez y de un modo sin paliativos, era obra directa del Estado. Es decir, organizó una suerte de educación pública, por primera vez en la historia, a la que los griegos de su tiempo veían con admiración pero que se trataba en realidad de una forma primitiva de educación, pues su fuente social e ideológica era el Estado racial, un tipo de agrupación política arcaica heredera directa de la nobleza de sangre y cuya rígido inmovilismo impedía el desarrollo de un nous filosófico independiente, como sí habría de propiciar sobre todo la democracia ateniense. Se daría, pues, de un modo diferente a la complejísima paideiadel mundo ateniense que obedecería, ésta, a un profundo cambio social y político en relación con los modelos arcaicos de sociedad. Un sutil nuevo modo racional de abordar el mundo que habría de implicar los extremos de una singularización individualista y, por otro lado, el manejo y tratamiento de lo común, tanto el funcionamiento de la poliscomo el vínculo con la tradición que consiste antes en su reelaboración que en su aceptación pasiva. Así que el pensamiento y la individualización vendrían sobre todo en el Ática, aun cuando estos se produjeran de manera paralela a la necesidad o aspiración de una cierta regulación pública de la educación en la polis.
Por tanto, el caso de Esparta es, señala Jaeger, un fenómeno “pedagógico” y social aislado que no tendría que ver con el complejísimo y rico proceso de la llamada “ilustración” ateniense del siglo V a. C., en el momento de auge del movimiento sofístico. En cualquier caso, lo relevante del caso espartano es que responde, de algún modo, a algo profundo y arraigado, como una constante, que suele aparecer en la “naturaleza humana”, una suerte de viejo anhelo quizás o ideación que, en sus aspectos lúgubres pero también ventajosos, reaparece en la literatura, por ejemplo, todavía hoy (en la ciencia ficción muy a menudo). Estamos en un tiempo en que lo moral se fundía con lo político y el nomos, las leyes, respondían a lo que hoy tratamos como ámbitos diferenciados. Señalará Jaeger, más adelante en el libro, que esta diferenciación la acarrearía el cristianismo, con su creación de una “conciencia” individual vinculada a la culpabilidad personal. Sin embargo, lo propio de la ilustración ateniense frente a Esparta sería la escisión de nomosy physis, de la normatividad y la ley, por un lado, y la naturaleza, por otro. El pensamiento, de hecho, o lo que llamamos “racionalización”, se refleja en que produce una desnaturalización de distintos ámbitos culturales, desde la moral a la ley, como estamos señalando, a también todo lo que hemos denominado “cultura” o “conocimiento” o, también podíamos llamarlo, “saberes”, que se escinden y desnaturalizan y se tornan “artificiales”.
Esta desnaturalización opera, creo, en varios sentidos. Uno es como la vive el individuo que, paradójicamente, cuando es despojado de lo que es, de lo que inercial y ciegamente lo constituye, sabe que es individuo, emerge como tal. Es un movimiento en lo cultural por el que ello se separa y se vive como algo ajeno que puede propiciar y empieza en efecto a crear la sensación de algo ajeno, que se tiene y se añade a uno, o no, y cuya adquisición, en la Atenas de los sofistas, será precisamente la obra de una educación por primera vez especializada (“formal”, la llama Jaeger). De manera paradójica, aunque emerge como preocupación por lo público, la nueva razón y la nueva paideia participan de una cierta disolución de la misma sociedad que trata de poner en relación y a la que responde. Estamos hablando de un considerable cambio en el modo de vida que vendrá relacionado con la democracia y, lo que es la tesis principal del libro de Jaeger, con la racionalización y la necesidad de crear y practicar una pedagogía consciente.
El educador “oficial”, desde la fuerza de la poesía que por primera vez es abiertamente educativa, es decir, destinada a crear un tipo de hombre-ciudadano desde su fuente en la comunidad, será Tirteo. Es decir, la poesía, con su fuerza irradiante, sella, imprime una imagen con una eficacia mayor que la del pathospersonal, pues éste se modula y concentra en la lengua literaria que es capaz de conmover removiendo hondamente las emociones y trabajando con ellas. Aquí, el arte es sublimación y pedagogía.
Como hemos señalado, se da en Esparta una voluntad de crear un ciudadano, pero no hay ni puede haber el individuo del mundo democrático, que emerge como producto de la escisión de physis y nomos por la que el mundo humano y político puede ser pensado. Es decir, no hay filosofía, en esta pedagogía que, por tanto, no elige de manera consciente su modelo de “hombre” o su “ciudadano”, y sí se ajusta a un modelo de educación en que no opera el sentido crítico y que se limita a reproducir un cierto ideal. El modelo espartano fue una aparente, y por tanto falsa, democratización basada en la extrapolación a la comunidad del ideal aristocrático en que la areté se funda en una comunidad de sangre que no responde a su organización, interpretación y cuestionamiento radicales propios del ejercicio del nuevo logos. Ni siquiera, creo, tendríamos el intento de reelaborar este modelo estático que supuso la obra de Hesíodo para dar juego y “crear” una nueva clase social o su ideología. Estamos más cerca de Homero que lo estaba Hesíodo y su mundo campesino.
Sin embargo, este fenómeno pedagógico tan antiguo y primitivo, nos debe conducir hoy, creo, a formularnos algunos interrogantes muy actuales. Si tomamos el mero efecto de una pedagogía que se vale, en este caso de la poesía, para plasmar un modo de vida, quizás no estemos en el ámbito de la paideia, de la formación ilustrada que consideraremos al hablar de Atenas. ¿Es suficiente, preguntaríamos hoy, con “educar” para una ciudadanía sin que al mismo tiempo se re-elaboren los contenidos culturales de ese mundo en lo que constituye la tarea de creación de “individuos críticos” por excelencia? ¿Es posible educar para la democracia sin que al mismo tiempo se proporcionen los elementos para un cuestionamiento que, paradójicamente, convierte en conjetura aquello que nos cimenta ideológicamente? Da la impresión de que el pensamiento “ilustrado” de la Atenas del siglo V a. C. adviene con un elemento de negativización en su seno, con una suerte de velada amenaza nihilista o disolvente, como en efecto materializará la sofística. Quizás la posibilidad de impugnar aquello mismo que te constituye, en una suerte de suicidio intelectual, sea un requerimiento sine qua nom para que, todavía hoy, podamos hablar de democracia. Con ella, en efecto, surge la incomodidad y el peligro de pensar. Como otra cara de la moneda, tendríamos el monolitismo aristocrático de Esparta. También en el caso de la tradición filosófica presocrática jónica, no ya Atenas, había albergado una figura como Jenófanes, cuya labor formativa se basa precisamente en crear esta suerte de paradoja que implica el pensar la propia tradición, lo que es, repetimos, una desnaturalización de la misma, su alejamiento de la fundación en una comunidad de sangre.
En definitiva: ¿es aconsejable hoy una pedagogía que sirva a la encarnación de un ideal con el peligro de que se torne, en este sentido, ideológica o mera construcción cómplice de un modo de vida, por muy deseable que éste sea, sin que existan huecos o fisuras de razón que lo impugnen? Esparta nos retrotrae a la paradoja, brutalmente manifiesta en ella, de que la democratización en el sentido de funcionamiento homogéneo y bien protegido de fisuras de una comunidad, y que no implica una cierta desintegración individualista de la polis, no es democracia. Se precisa de la individualización que es a su vez causa y efecto de la racionalización, del movimiento “cultural” y subjetivador en que consiste pensar. Estaríamos de otro modo, pues, ante una cierta organización del heroísmo homérico, ya nada más.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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La “nobleza” de la vida campesina como aretéen la poesía-pedagogía de Hesíodo.
Marcos Santos Gómez
Hesíodo ofrece, en la interpretación del mismo que ofrece Jaeger en su Paideia, la otra cara “cultural” de la moneda que era la sociedad de la Grecia arcaica (del siglo VIII a. C. y anterior) de nobles guerreros, por un lado, y campesinos, por otro lado, y en la medida en que estos últimos habían logrado una cierta autonomía como clase. Lo interesante y más relevante a mi juicio son dos aspectos. El primero es la corroboración por parte de Jaeger de que Hesíodo, que idea una paidea para el campesino, absorbe sin embargo la poderosa tradición e imágenes de los poemas homéricos, que aunque ya no pueden representar literalmente los valores que necesitaba y de los que vivía, en realidad, el campesino, aportan un cierto tono y lenguaje que sí necesita y de los que tiene que echar mano. Es decir, el movimiento ascendente, sublimador y que aspiraba a una cierta trascendencia en relación con la vida corriente, necesario para pensar su vida campesina, lo representaba el sello de lo aristocrático. Lo noble y egregio, en la visión homérica del mundo, les aportó el espacio en el que superar la opresión y estrechez de su dura vida y poder, de algún modo, aspirar a una cierta forma de libertad.
El ámbito de lo artístico, de lo poético, pues, que respondía a su propio mundo dividido, les ofrecía, en una aparente paradoja, como elemento propio sus categorías y el lenguaje preciso y claro con el que describirse y pensarse. Es interesante ver en tiempos tan lejanos y, en muchos aspectos todavía tan primitivos (a uno o dos siglos del “tiempo eje”, en torno al siglo VII a. C.), algunos de los movimientos básicos con los que se iniciaría el pensamiento como actividad de la consciencia que extraña y que sólo veremos propiamente, según Jaeger, con la más temprana sofística en el siglo V a. C. Un tratar de mirarse en el espejo de un mundo sublime propio de una clase “sublime”, para desde un cierto ideal lejano, transmitir su halo a la vida atroz. Una superación de la propia vileza, en cuanto apego brutal al sacrificio de la tierra en aquellos tiempos, que, justamente por ser ya casi pensamiento y no mero pasatiempo evasivo, llena las categorías de lo noble con el contenido, con la materia que debe ser pensada. Así, Hesíodo mira el mundo campesino desde el prisma de lo singular, de lo aparte, para, y este es el segundo aspecto, ennoblecerlo, de algún modo, es decir, regularlo, dotarlo de razón.
Esta racionalidad ya la halla Hesíodo, también, en Homero y el mundo homérico de la incesante y total causalidad por la que en la realidad las cosas se engendran unas a otras para diferenciarse y establecer una cierta estructura en la vida que tiende al abandono y la disolución. Será pues una dignidad de procedencia noble, la que para Hesíodo es racionalización de la propia clase, dotarla de conexión con el centro mismo de la realidad y con el ser griego que, como hemos visto, fundamentalmente emana organización (cosmos). Pero además, la vida ordenada, es ya vida noble, fuente y expresión de una aretécuya procedencia sí es específicamente campesina y no aristocrática (pp. 70-71). Una areté que lo es en cuanto aura noble, en cuanto algo dotado de prestigio y exclusividad que distingue a quien la porta, pero cuyo contenido, cuya materia, es la vida rural de quien trabaja hasta la extenuación en la tierra para asegurarse el sustento diario.
Aparte de explicaciones sociológicas o historiográficas de estos procesos, que las hay muchas y muy certeras, me interesa quedarme con lo que el desarrollo del libro Paideia me va sugiriendo principalmente, consistente en que el nivel del pensamiento está obviamente conectado con estos procesos sociológicos e históricos pero empieza a gozar de cierta autonomía, en la que una clase, como la campesina, comienza a fundar y realizar su libertad: “El conocimiento de la poesía homérica no significa sólo para los hombres del mundo hesiódico un enriquecimiento enorme de los medios de expresión. A pesar de su espíritu heroico y patético, tan ajeno al estilo de su vida, les ofrecía también, por la precisión y claridad con que expresaba los más altos problemas de la vida humana, el camino espiritual que los llevaba desde la opresora estrechez de su dura existencia, a la atmósfera más alta y más libre del pensamiento” (p. 70). Como vimos, la grandeza de Homero son los tipos esenciales e imágenes con las que plasma “verdades” acerca de la humana existencia y son estos mismos tipos, nacidos en un movimiento ascendente, los que tiran, creo, para que el hombre “simple” piense su modo de vida y lo vincule con aspectos esenciales de la existencia.
No son ya poderosas imágenes las de Los trabajos y los días, pero sí es una vida laboriosa dignificada, a la que se infunde vigor y se eleva, en un segundo movimiento ascendente, a la esfera de lo exclusivo, de lo grande, de lo que irradia su magnificencia. Pensar, así, para Hesíodo es pintar de ideal lo cotidiano, hacerlo ideal. Cuando se desarrolle propiamente un pensamiento y una pedagogía consciente, con los sofistas, este movimiento habrá conducido a una cierta racionalidad despojada de verdad, que ha relativizado el mundo y lo ha individualizado saboteándolo, habiéndose partido desde la búsqueda y distinción de una nobleza en el mismo que ahora, en la total dispersión sofística faltará, y que Platón reintroducirá en el movimiento del pensar. Una nobleza que, como esquema epistemológico y metafísico, introduce el juego de la trascendencia. Este juego circular es mencionado, casi tal cual, por Jaeger y lo consideraremos con más detenimiento al tratar el giro humanista, por poner lo cotidiano (los hombres) en el centro y dar la espalda a un cierto espejo embellecedor que lo torne exclusivo. Así, el más puro y terrenal humanismo de la sofística será el pensamiento despojado de su aura y que, paradójicamente, acabará cumpliendo una función social próxima al poder de una nueva nobleza social, la de los demagogos en las asambleas, o aristócratas de la palabra. Un pensamiento que renuncia a situarse en el punto arquimédico de la “verdad”, pero que continúa su inercia. Al especializarse y formalizarse la paideia, que como tal, comienza verdaderamente entonces, esta dispersión social democrática individualista vuelve al elitismo, se torna exclusiva.
Este ideal que ofrece una imagen nueva y ejemplar de la vida, para la sociedad campesina, será, y esto es un tercer aspecto que quiero destacar en este breve resumen, el derecho. El derecho es, para Hesíodo, lo que puede elevar la vida, dignificarla o, en la concepción estricta y literal del poeta, hacer que reine diké, la justicia. Es sabido que una de las primeras formas de racionalización de la sociedad que existe es el derecho y que éste era valorado como algo sagrado que, igual que las prescripciones rituales y los sacrificios, atraía lo divino (en lo que se habían concentrado los elementos hieráticos de la cultura aristocrática primitiva). Servía, en el imaginario quizás más profundo, para esa tarea de ennoblecimiento de la vida que acabaría siendo igual a la racionalización del hombre y de la sociedad por parte de una paideia consciente, meditada y regulada. Hesíodo funde derecho y trabajo como incipiente primer paso de esta racionalidad que Grecia, más o menos, inventaría. Es aquí donde se dan elementos entre lo noble y lo plebeyo, en un juego que va de uno a otro, parece, como el tan helénico elogio de la moderación (en la riqueza y las posesiones) que quiere establecer la prudente distancia respecto a las cosas y que alberga y aspira esta idea de la razón como mediadora, como una cierta nivelación del mundo frente a la hybris heroica y que sí es propiamente del campesino.
Del mundo homérico, sin embargo, no pudo Hesíodo extraer un elemento fundamental que, como conclusión tras el agotador trabajo pedagógico de la Telemaquia en la Odisea, es la nobleza de la sangre, innata, la aretécomo don que no es posible, por tanto, invocar mediante la educación. Hesíodo manifiesta en unos inolvidables versos precisamente su ideal, lo contrario, que la verdadera areté se busca y se consigue mediante la enseñanza y el humilde aprendizaje. Esto, podíamos aseverar, funda la pedagogía y la educación en un sentido ya más próximo y actual. Se está preparando el terreno para una paideia. En realidad, hay un prurito aristocrático, lo sigue habiendo, sólo que ahora estriba en conectarse con el centro irradiante de lo noble. Pero esto es ya, en una suerte de abstracción y sublimación, el orden que impera, que rige en lo más esencial al mundo. Y cuando la vida del campesino se manifiesta como ese orden, acorde con el mismo, entonces aparece una nueva nobleza en el mundo, la autoconciencia y el prestigio de una nueva clase social en la historia que deja de ser una civilización muda. Es esta pedagogía la obra que se plantea Hesíodo, mucho más profundamente que la de una simple poesía didáctica, la de la construcción de un nuevo mundo justo. El poeta, ahora, se introduce, interpreta y eleva las cosas cotidianas, extrayendo su sentido oculto, su sangre discretamente noble. Aparece, pues, la verdad, por primera vez en la poesía, y la misión educadora, constructora, del poeta que la invoca.
Obra citada:Jaeger, W. (1990) Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Arqueología de la paideia: la areté como distinción y cualidad de la nobleza en la Grecia arcaica (II).
Marcos Santos Gómez
Lo que hemos avanzado en el post anterior, que compone la primera parte de este escrito sobre la más arcaica versión de la areté de la paideia, la más antigua concepción de la virtud, como veremos, es ampliamente avalado por la interpretación de Jaeger. De hecho, no se corta lo más mínimo al probar esta intuición sobre la perduración de uno de los clichés más arraigados y primitivos en nuestra civilización, precisamente en los ámbitos más refinados de la misma, donde como en un espejo, se reflejan y duplican cansinamente. Asevera de manera muy certera que “El pensamiento ético de Platón y de Aristóteles se funda en muchos puntos, en la ética aristocrática de la Grecia arcaica” (p. 27). Sólo que yo voy algo más atrevidamente lejos, asumiendo el riesgo de simplificar en exceso que siempre se me puede disculpar, supongo, porque en internet nada pierde su naturaleza de simple borrador: ¡creo que también parte del pensamiento metafísico, o incluso todo él, corresponde a esta ética aristocrática arcaica!
De hecho, la naciente filosofía surge como conocimiento, decía, al que se accedía de manera costosa mediante el consejo constante y la dirección espiritual, como refleja la Odiseaen pasajes muy significativos (p. 35). Es decir, mediante una educación cuasi dirigida, en un sentido cercano al actual aunque todavía muy primitivo. Así lo afirma Jaeger: “La educación, considerada como la formación de la personalidad humana mediante el consejo constante y la dirección espiritual, es una característica típica de la nobleza de todos los tiempos y pueblos. Sólo esta clase puede aspirar a la formación de la personalidad humana en su totalidad; lo cual no puede lograrse sin el cultivo consciente de determinadas cualidades fundamentales” (p. 35). Esto exige una regulación (recordemos, la palabra que nos da la clave de la pedagogía medieval universitaria, hemos visto, regula). Es decir, surge, acaso por vez primera, el ideal formativo, la formación como manera de educarse a través de una metódica y ardua encarnación del ideal de una cultura, que constituye lo que hemos llamado areté, que en la Iliada es heroica y en la Odisea, en determinados pasajes que Jaeger asocia con el magisterio de una mujer en el héroe, alude a una belleza que se va a definir como valiosa por sí misma, en un plano diferente del de la utilidad o la guerra, y que tiene que ver con los paisajes, con las descripciones hermosamente elaboradas y con el lenguaje refinado.
Todo ello, en sendos poemas épicos, aparece como “material educativo” que emplea el paradigma o el ejemplo como método que pretende plasmar honda y sentimentalmente el ideal para que cobre vida en el hombre noble de aquel mundo arcaico que era educado consciente y tenazmente para ello, dentro del grupo reducido de su clase social. Se trata, como hemos dicho, de una regulación de la conciencia del hombre que aprende a ser como es requerido por la cultura y en la que ya se abren paso esquemas u subesquemas que van a tener una longeva vigencia en la educación y la cultura occidental, como son algunos pasajes en los que se va derivando un pensamiento más analítico que pretende superar y mirar con neutralidad las propias pasiones que suelen ir en dirección opuesta (¡asunto recurrente que logrará cierta conciliación en el ideal estoico tardío, de Séneca, siglos después). Resalta Jaeger la llamada Telemaquia, o relato de la “educación” de Telémaco para convertirlo en alguien selecto, en un alma refinada. Sin estar, advierte, con una novela de formación o pedagógica al estilo moderno, desde luego, tenemos ya los elementos básicos de la naciente pedagogía que los griegos estaban inventando: la constitución de un “corazón” y una conciencia, es decir, de un modo concreto de ser hombre, un tipo de hombre que precisa ser fabricado más allá de los procesos más “naturales” de la socialización.
Aunque hay que resaltar que esta proto-educación, en el contexto de aquel mundo primitivo, es presentada como algo inútil que no funciona si no existe en el educando la sangre noble, como si la areté mantuviera un elemento imponderable y sagrado, un origen divino. No muy lejos, por cierto, del ideal sacerdotal del monje o clérigo escolástico que ha dedicado su vida religiosamente al conocimiento, pero que los recibe sacramentalmente. La nobleza se irá convirtiendo en una nobleza del espíritu, con la educación cristiana, y en la universidad medieval, que será, junto con la Iglesia, su producto más avanzado, que se constituirá en templo del saber. No imaginará, por cierto, aquel defensor del ejemplo como lección que se aproxima en esto al método arcaico de los poemas homéricos, basados en vivir en coherencia con la propia sangre (p. 47) y por tanto con una cierta idea fatalista del destino que la tragedia ática va a reelaborar, más adelante, y a poner en pugna con una razón analítica esbozada como, precisamente, la impugnación de esa fatalidad. De estas poderosas imágenes heroicas procede, acaso, el encendido elogio que hacemos de las personas capaces de sacrificarse y de darlo todo por lo que dicen que constituirá precisamente la virtusestoica en Séneca, siglos después.
De manera muy digna de anotarse, incluso precisa Jaeger, aproximándose a la impresión de que en la epistemología y en la metafísica perdura la ética aristocrática en muchos casos, lo siguiente: “Y si se considera que, en último término, la estructura íntima del pensamiento de Platón es, en su totalidad, paradigmática y que caracteriza a sus ideas como ‘paradigmas fundados en lo que es’, resultará perfectamente claro el origen de esta forma de pensamiento. Se verá también que la idea filosófica de ‘bien’, o más estrictamente del agathon, este ‘modelo’ de validez universal procede directamente de la idea de modelo de la ética de la areté propia de la antigua nobleza” (p. 47). Para añadir, en el mismo párrafo, la importante precisión de que “El desarrollo de las formas espirituales de la educación noble, reflejada en Homero, hasta la filosofía de Platón, a través de Píndaro, es absolutamente orgánica, permanente y necesaria. No es una ‘evolución’ en el sentido seminaturalista que acostumbra a emplear la investigación histórica, sino un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de su historia” (p. 47).
Homero nos conduce también a la pregunta acerca de cómo puede un poema ser educativo, y desde luego Jaeger se apresura a puntualizar, por si no había quedado claro, hacia el final de su análisis de la educación homérica, que no tiene nada que ver con la fábula o la poesía moralista. Porque lo educativo no se dirige a proporcionar ningún barniz, salvo que dicho barniz forme parte de la afirmación de un tipo de mundo y de sujeto caracterizados, tal vez, por la escisión de un conocimiento desnaturalizado, escisión que también subyace en la vana erudición o la pedantería. Es algo mucho más serio y profundo. Lo que hace de la poesía épica de Homero una pedagogía es su conexión con la esfera más íntima, señala (p. 49) del ser humano, del tener que hacerse, de manera que aliente un ethos que sea plasmación del ideal, o modo de ser, específico de una civilización. De la poesía emana un deber pero porque arraiga en la más honda necesidad de sentido que tenemos los hombres. No es, pues, ni moraleja o sermón, ni presentación de un simple fragmento de realidad, sino conexión con esa necesidad profunda de tener que hacernos y de elegir o asumir una forma específica de estar en el mundo y de ser hombre.
Tanto la poesía “educativa” como la acción más actual y modernamente pedagógica participan de este rasgo de creación de realidad, de valoración y afirmación “ejemplar” de un modo de vida particular. Esto lo hace mejor la poesía que el pensamiento sistemático, el logos discursivo, porque plasma imágenes entre la pura fluidez inasible de la vida y la distancia contemplativa del logos. Es más logos que la vida y más vital que el logos, expresa nuestro autor (p. 50). Así, más allá que constituirse en un reflejo de un mundo de caballeros y proezas propio de una sociedad arcaica y primitiva, lo que se muestra tiene, apunta Jaeger, una cierta vigencia universal, pues toca una de esas fibras que movilizan al oyente y conectan con algo esencial, en cierto modo. Así lo sintetiza: “El pathos del alto destino heroico del hombre es el aliento espiritual de la Ilíada. El ethos de la cultura y de la moral aristocráticas halla el poema de su vida en la Odisea” (pp. 51-52). Esto que es mito, y por tanto no estamos todavía en el intento consciente de normativizar de forma expresa y configurar al hombre que “quería” Atenas o Jonia, como veremos más adelante. Se trata de un lenguaje mítico que, como todos los mitos, ejerce una función educadora aun cuando no se lo proponga, pues impresionan y lanzan a la acción. Son cantos públicos e idealizadores cuya herencia recogerán más tarde las tragedias. “Y si consideramos que las formas de prosa literaria que tuvieron una acción educadora más eficaz, es decir, la historia y la filosofía, nacieron y se desarrollaron directamente de la discusión de las ideas relativas a la concepción del mundo contenidas en la épica, podremos afirmar, sin más, que la épica es la raíz de toda educación superior en Grecia” (p. 55). En los poemas homéricos hay, en este sentido, y aunque no sean textos discursivos ni filosóficos, una interpretación creadora de la tradición, que es reconsiderada dentro del propio relato, y por tanto, creo, el germen, a pesar de todo, de una cierta conciencia filosófica. Hay una lucidez todavía dentro de un plano imaginativo, en la poesía que reverbera sobre sí misma. En algún pasaje de la Odisea, por ejemplo, que no señala Jaeger pero que me resulta altamente elocuente, Odiseo llora con disimulo, emocionado, cuando escucha cantar sus proezas de la guerra de Troya en cierta corte de uno de los reinos que lo reciben en su retorno, si mal no recuerdo, ya embellecidas y sublimadas como tradición estética para ejemplo y modelo de todos y elevada a su propio ideal que tras su kenosis siempre debe volver a ello, a sí mismo, a ser ideal. Este viaje de la vida humana dentro del arte, ya es una forma de pensarse, de ver la propia vida magnificada y enmarcada por el verso, lo cual prefigura los círculos en que consistirá la racionalización del mundo.
Los poemas de Homero presentan las consecuencias del modo de ser heroico, sus vertientes existenciales, su carácter de respuesta o de intento de respuesta a las grandes preguntas del hombre y la propuesta de una forma de vida como su resolución, como un modo de ser hombre. Este modo “heroico” estriba en la aceptación de la propia misión, con sus peligros y sacrificios, en una vida consagrada a la muerte, en la elección deliberada de un destino peligroso. Todo lo cual reposa no sobre un mero deber o convención moral, sino en la normatividad que emana del ser de la realidad, de la íntima, terrible pero justa legalidad que vertebra lo que existe. El paradigma de un ser que impone su legalidad y que fluye, dotando de un orden, a menudo incomprensible, pero orden, al mundo (p. 61). Es decir, a pesar del torrente de pasiones propio de estos poemas homéricos, de su exaltación e hybris, de su pathos, hay un dique que podríamos tildar, hasta cierto punto, de racionalidad, una incipiente forma de racionalidad o de pretensión reguladora, en cuanto visión ordenada del universo. Se trata de que en lo que hace o siente el hombre existe una estrecha conexión con lo divino (esta es, creo, la intuición básica de cualquier mito pero que al escribirse comienzan a pensarse, independientemente de que Sócrates pretenda posteriormente la liberación del pensamiento de la escritura) y por tanto, nuestro modo humano de vida arraiga en algo mayor que lo dota de su razón y de su dignidad. Y esto es ya, señala Jaeger, una anticipación del saber filosófico: “La intervención de los dioses en los hechos y los sufrimientos humanos obliga al poeta griego a considerar siempre las acciones y el destino humanos en su significación absoluta, a subordinarlos a la conexión universal del mundo y a estimarlos de acuerdo con las más altas normas religiosas y morales” (p. 63).
Obra citada:
Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Arqueología de la paideia: la areté como distinción y cualidad de la nobleza en la Grecia arcaica (I). Marcos Santos Gómez
Se podrían denominar “fibras”, pero bien pudieran ser “estructuras”, “esquemas” o incluso “plantillas”, que persisten en la cultura como fantasmas de lo que fueron, despoblados de los contenidos originales que les dieron su vida y que van reencarnándose en fenómenos en apariencia diferentes, en sociedades que nadie pensaría ser tan idénticas en algunos de sus aspectos más soterrados. Pueden proceder, en su formulación y aspecto más “visible”, de discursos pertenecientes al campo de lo religioso, para ir desplazándose por distintas zonas, determinando la mirada, como gramáticas implícitas en el modo de pensar la realidad. Son patrones que aspiran a imponer un cierto orden que, sobre todo, sobreviven en el lenguaje y en la cultura. Constituyen lo que en la antropología podrían denominarse “categorías culturales”, que incluso pueden sugerir metodologías a la ciencia y fabricar ideaciones metafísicas como la causalidad que, independientemente de su correspondencia con la legalidad que subyace realmente en la
physis, quizás se hayan extrapolado por este ímpetu cultural secreto como cosmologías o metafísica más allá del mundo.
Los antropólogos han referido quizás este fenómeno, desde distintas perspectivas teóricas, pero bien podían echar mano del mismo los politólogos, los sociólogos, los historiadores e incluso los filósofos, en la medida que en los campos que estudian pueden detectarse estos modelos como fuerzas operantes o inercias en el pensamiento, presentes secretamente en los procedimientos o intuiciones de los mismísimos científicos que intentan ordenar el caos de lo que realmente sucede en estos ámbitos de la realidad. La parcelación, pues, que hacemos de la cuasi inasible realidad suele obedecer a estos esquemas e incluso diría que en una civilización básicamente hay un par, tres a lo sumo, que la rigen de manera secreta, tratando de aferrarse miméticamente al mundo que tenazmente las resiste. Casi siempre estos esquemas proceden de lo religioso, que va disipándose y transfigurándose hasta persistir en rincones simbólicos de la cultura o configurar nada menos que el modo más básico de pensarse el hombre y de pensar la-su realidad.
Los esquemas, en la medida que cumplen con una función o misión social se van amoldando proteicamente a los distintos momentos de la misma civilización, pero manteniendo un cierto aire común por el que, precisamente, los consideramos pertenecientes a la misma civilización. Diríamos, en un lenguaje aristotélico, que lo sustancial permanece, pero lo accidental varía. Y lo “sustancial” lo es porque conspira a favor de un modo social de ser que nadie ha elegido cumplir conscientemente, pero que se mantiene operativo en la complejísima trama del lenguaje y de la cultura. Una suerte de pálido núcleo inmutable en la cultura, como un andamiaje de cristal en su centro, o mejor dicho, en el centro de su cosmovisión. De hecho, estos clichés “profundos”, al modo de arquetipos que pueden partir de una imagen o de una forma lógica, sobreviven, aparte de por la pura fuerza inercial con la que se transmiten muchos elementos inconscientes de la cultura, por la utilidad, porque vienen bien, porque funcionan ajustando la sociedad a un esquema que quizás todos temen abandonar o es sostenido por el poder de unos pocos y el sueño de la mayoría.
Todo este preámbulo ha sido hecho tan solo para expresar de modo un tanto apresurado una intuición que encuentro avalada por el libro de Jaeger. Así la enuncia él mismo: “La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación” (p. 20). Según su idea, la educación, que siempre es formación o
paideia o
bildung, reproduce el esquema de la sociedad arcaica en la que un sector minoritario de la amplia población se erigía en portador de una cualidad que lo distinguía del resto y que para que fuera tal, es decir, para que dicha cualidad conservara su aura, debía preservarse del dominio de la mayoría. Esto casi es una de las dinámicas que la sociedad establece y reproduce en torno a lo que Bourdieu llamaba el “capital cultural”, dentro del cual el conocimiento cultivado, guardado y transmitido en la academia (escuela y universidad, que sin embargo lo desnaturalizan y, por tanto, sólo forma realmente parte, como capital, de quien ha sido socializado en él fuera de la academia), de enorme “valor simbólico”, es el que garantiza el selecto acceso a las claves que interpretan (o gobiernan) la realidad. Es decir, el hombre, que es animal político y social, todo lo mira social y políticamente, filtrado o teñido por una ideología que habita en un modo particular de mundo social y político. Quizás es lo que presupone Jaeger que, de un modo amplio, sostiene que el mundo nacido del milagro griego, como hemos explicado en posts anteriores, se caracteriza por la hermenéutica crítica que va realizando de su propio contenido cultural, sin que dentro de la red de explicaciones o interpretaciones reelaboradas, pueda trascenderse a sí mismo (en un mundo que mantuvo siempre el esclavismo, por ejemplo, se hablaba de la igualdad esencial de los hombres, por parte de los estoicos, o de la participación de todos en la miseria y el sufrimientos de las víctimas cuyo sacrificio nos ha dado la vida en el famosos discursos fúnebre de Pericles a los atenienses, narrado por Tucídides). Creo que esa trascendencia o superación de sus propios márgenes, quizás, la lograría aquel mundo cuando irrumpió el cristianismo en él. Esto marcó un cambio en algo nuclear, en la misma esencia de la civilización, tocando una de esas fibras esenciales a que nos estamos refiriendo. Pero este es otro tema.
La imagen básica del conocimiento como reducto al que sólo acceden unos pocos es una constante que reaparece en occidente y que subyace como la ideología específica con la que la universidad medieval se justifica a sí misma, según esbocé en otro post (
aquí). Esta ideología, manteniéndonos solamente en el periodo estudiado por Jaeger, es la que aparece en la
Ilíada y la
Odisea de Homero, obras que la presentan y ya la propugnan como modo de pensar el mundo. Lo que estos poemas épicos, que fundan de algún modo Occidente, pretenden es educar en una
aretéo ideal o virtud (entiendo aquí por
aretéo
virtus la encarnación de un ideal, en este caso, nobiliario y guerrero) que mantiene algo de eso siempre incluso a través de sus transformaciones más insólitas, como la que se da en la cueva del solitario anacoreta o ermitaño muchos siglos después. El conocimiento, pues, se entiende al modo de lo selecto, lo escogido y privilegiado que establece, por tanto, una mirada que realza claves más o menos secretas, no públicas, de la realidad a costa de disminuir esa misma realidad o su apariencia. Una trasposición al plano de lo ideológico de lo que ocurría en el mundo donde una escogida aristocracia debía justificarse socialmente. La cultura, así, se escindió, quedándose para esa clase lo más profundo, lo más real, lo envidiado y arduamente aprendido por quienes se iniciaban en el manejo y gobierno de la sociedad. Aunque habremos de matizar, más adelante, que quien opere la escisión que dura hasta hoy entre la cultura como algo aparte y el sujeto que ha de aprenderla formalmente, será un producto de la razón emergente en la ilustración ateniense del tiempo de la sofística. Mostraremos, al hilo de la obra de Jaeger, cómo pensar, en toda su amplitud, empieza a ser una tarea que, paradójicamente, nace asociada al Estado democrático ateniense del siglo V a. C., pero mantiene, aquello que sirve para pensar, es decir, la cultura, un aura como de secreto y privilegio. Es la forma en que el distanciamiento que significa pensar el propio mundo se encarna y expresa en un esquema que partió del distanciamiento social entre una clase y otra en un mundo más antiguo. Estos esquemas componen o “cosen” la realidad y conforman el meollo de una civilización, aunque puedan ir, proteicamente, variando en sus concreciones, imágenes y contenidos, con lo que, paradójicamente, un
pathos propio de la aristocracia puede operar activamente en la sociedad democrática ateniense. Nos referimos a la huella cultural y mítica de la antigua aristocracia guerrera que era el mundo al que hablaba o del que hablaban la
Ilíada y la
Odisea. Una clase social elitista que valoraba a quien encarnaba un ideal basado en la fuerza física y las cualidades propias de un guerrero heroico, de quien ha de emprender proezas a solas, pero que todavía no es, aunque quizás acabe siendo, el individuo que va emergiendo en la Ilustración griega de los grandes siglos posteriores.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990), Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Educación y metafísica en la cultura griega.
Marcos Santos Gómez
Menciona Werner Jaeger en la corta Introducción de su magnífica obra Paideia el principio que aplica a la hora de interpretar lo acaecido en Grecia entre los siglos VIII a IV a. C. Su idea motriz es la existencia de una estrecha interconexión entre la educación, la cultura y la política, ámbitos que se fueron transformando y racionalizando en la Grecia clásica como proceso propio del llamado “milagro griego”. El logos griego emergente surgió imbricado a un nuevo ethos y a la polis, aunque su nacimiento ya se diera en la Grecia arcaica de terratenientes nobles y campesinos sometidos. Un logos que, junto a todo lo demás, se fue modelando, divergiendo y evolucionando durante unos pocos siglos al modo de distintas aproximaciones para captar la realidad y su “verdad”. Pero lo más destacable de esta obra para nosotros es la explicación de que la puesta en marcha de la racionalización de la relación del hombre con su cultura, con el conocimiento (mitos, religión, tradiciones heredadas de modos de vida anteriores), requirió la “complicidad” de una ingente tarea educativa entendida como una formación, como una revitalización y dinamización constante de los contenidos de la cultura que sólo podía ser obra de una pedagogía destinada, simultáneamente, a modelar el tipo de hombre que requería toda esta transformación y este nuevo modo de pensar el mundo. Estamos refiriéndonos a la creación, por medio de una empresa total educadora, de un sujeto capaz de plantearse de manera consciente su civilización y de desenvolverse en el mundo desde la relativa distancia respecto a sus saberes tradicionales. Porque la clave de la civilización griega clásica, para Jaeger, sobre todo estriba en que consistió en un esfuerzo deliberado, y en su mayor parte consciente, de construir el tipo de hombre que correspondía con los cambios políticos que se estaban dando, que fuera al mismo tiempo objeto y sujeto, paciente y hacedor de estos procesos. En particular, el nuevo modo de pensamiento y esta pedagogía van emergiendo y activándose sobre todo en la literatura (que es la gran educadora, para Jaeger, de Grecia), donde se construye esta razón que provisionalmente voy a llamar “pedagógica”.
Se desarrolla, pues, una “producción” del nuevo hombre a la que subyace un modo de relación específico tanto con la existencia propia como con la de los demás, un modo de vida que es, a su vez, un modo político. Lo educativo existe porque hay una historicidad esencial que arraiga en lo más hondo de nuestro ser y que ha de “construirse” en los términos (provisionales) de una sociedad, de una época, de una biología, que se saben o presienten, sin embargo, destinados a desaparecer. Esta capacidad material y metafísica que tiene el hombre de hacerse conscientemente, tomando conciencia de ese mismo proceso por el que va llegando a ser, en permanente gerundio y por tanto compuesto de formas intermedias de realidad o existencia, de meras posibilidades, es lo que permite que seamos seres educandos, es decir, que nos podamos educar.
No se perderá de vista este carácter, propio de lo educativo, de estar hondamente arraigado en el ser, si mantenemos la perspectiva acerca de nuestra formación como algo “gerundivo” o, dicho en términos menos rebuscados, histórico, que es otra forma de decir que nunca estamos acabados. Si el hombre concreto y personal, o un pueblo, es capaz de captar la tensión que nos constituye, el hueco o el vacío que es nuestra esencia, no cederemos a la fosilización de las construcciones que la cultura y la sociedad han hecho de nosotros, a su idolatría, sino que mantendrán su juego en relación con el existir en sí. Quizás pensar, hoy como en la Grecia clásica, sea ese modo de atisbar los abismos que nos cercan, los fantasmas que habitan las “interioridades” y su última vinculación con un ser que parece antes “nadear” lo que “toca” que “construirlo”.
Esta reflexión que, siguiendo la línea de Jaeger, sitúa a la educación y a la pedagogía en el núcleo mismo de la cultura y del quehacer humano, en el centro del teatro de la vida, es muy vieja y ya existía en Grecia, porque los griegos pensaron el ser pensando quiénes eran. Al margen de sus derivaciones concretas, que iremos tratando en próximos posts, de tipo metafísico o platónico o los muchos matices de Aristóteles, la genialidad y, a juicio de Jaeger, la singularidad de este proceso fue que los helenos emprendieron una tarea en gran medida consciente y voluntaria (de “voluntad”) de construir el tipo de hombre acorde con el mundo que querían. Para ello se sirvieron de lo que hoy llamaríamos “cultura” o “conocimiento” que en un proceso semejante a la Bildung alemana del siglo XIX y posterior, trataba de plasmar un ideal, de encarnarlo y realizarlo en cada hombre. Una construcción lúcida si no olvida su origen abisal en el peligro y la incertidumbre traídos al mundo por la nueva razón irónica, que supuso el esfuerzo deliberado con los materiales de los antiguos mitos, buscando, en el caso de Atenas, más allá de su despojo de contenidos y de la formalización de sus verdades y métodos (propios de la Grecia jónica), una reelaboración del propio hombre mediante la reelaboración de dichos contenidos y el esfuerzo hermenéutico por releerlos. Es decir, estamos ante un “uso” consciente de lo que ciega e inercialmente lo constituía a uno y constituía el propio mundo. Eso fue, señala Jaeger, el origen de la gran tragedia de Esquilo, por ejemplo. Cuando la “construcción” se torna una labor lúcida, en este sentido, ya no es simple cristalización de la realidad que tornara invisible los abismos que nos ciernen, sino todo lo contrario, es puro contemplar cara a cara lo más hondo de la existencia. Esperamos ir mostrando cómo sucede esto, a lo largo de los posts que en adelante vamos a destinar al desarrollo de la magnífica obra del filólogo alemán y a detallar el movimiento de este nuevo modo de ser y de pensar.
Jaeger matiza que esta labor constructiva o pedagógica fue política, porque todo en el animal político es político, viene teñido de política, es decir, de una necesaria forma comunitaria. Aunque hoy tendamos a interpretar la educación, cada vez más, como un aprendizaje individual, acaso de destrezas, y vayan relativizándose más el modo griego ático de pensar como un exprimir los contenidos culturales para sacar de ellos el tipo de hombre de, por ejemplo, la democracia ateniense, para adaptar la razón al logos comunitario y verbal de las asambleas, la verdad es que no hay, en efecto, educación (ya lo decía Hannah Arendt) sin el encuentro con el poso vivo de la cultura. Somos a partir de lo que hay, de lo que hallamos al nacer y de lo que nos encuentra. La educación empieza por ser la transmisión de una forma concreta de ser el hombre, de su “naturaleza” que se hace efectiva en el modo de relación y de vínculos que vamos entablando a lo largo de este proceso. Esta pedagogía o construcción regulada del sujeto de, en el caso ateniense, la democracia, presupone un cierto orden, un cosmos, que es el gran paradigma común a los griegos. El mundo es reajustable, re-ordenable, puede seguir un cierto plan y por eso la contemplación consciente que la cultura hace de sí misma en la Grecia clásica (en la labor ingente de hermenéutica ilustrada de los propios mitos que ya está presente en los mitógrafos Homero y Hesíodo) es posible, su sopeso en relación con la legalidad que se presupone rige y vertebra a la naturaleza, que emana del propio ser.
Hay aquí uno de los contenidos claves de la civilización griega que coexiste, como es sabido, con la tensión que lo amenaza constantemente, en el modo del arte o la religión dionisiaca, que son acaso manifestaciones de que el pincel que dota de orden al mundo, que identifica su orden o acaso lo fabrica, puede estar, por otro lado, desmembrándolo. Es esa fuerza erosiva, en un sentido amplio, y en cuanto a hermenéutica del hombre y de la realidad que ha de empezar siendo una hermenéutica de la cultura (en los mencionados mitógrafos), la otra cara de la moneda del llamado milagro griego. Una razón cósmica, que ordena y presupone un orden en el mundo al cual adecuar la sociedad y la “naturaleza” humana. Sin embargo, es obvio que lo apolíneo, el corsé que requiere el mundo para comprenderlo, multiplica las fuerzas y tensiones de un mundo que para recuperar su verdadero equilibrio tendría que ser o dejado ser caótico. Quizás una forma metafísica de entender lo que en los términos mucho más superficialmente positivistas aludía Freud con el malestar de la cultura, o precio de frustración que el hombre ha de pagar para civilizarse. Según esto, a la educación le acompañaría un ineluctable malestar y por tanto la constante amenaza de ceder a lo oceánico.
Y en efecto, Grecia nos conduce a suponer que heredamos, junto con la gozosa posibilidad de crearnos siempre de nuevo, un viejo malestar, una serie de tensiones, de carencias o de traumas, por emplear metafóricamente y quizás pobremente la terminología freudiana. Hay también una serie de posibilidades truncadas y de negatividades que siguen amenazando hoy a toda lucidez que trate de enfrentarse conscientemente con su cultura. Lo curioso y resaltable, si mantenemos el vínculo paradójico del tener que construirse con la lucidez de saberse o presentirse nada, es que cuando uno emprenda de manera consciente su construcción ya esté, de manera amenazante, introduciendo la posibilidad de que todo, absolutamente todo, acabe viniéndose abajo.