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Educación y metafísica en la cultura griega.
Marcos Santos Gómez
Menciona Werner Jaeger en la corta Introducción de su magnífica obra Paideia el principio que aplica a la hora de interpretar lo acaecido en Grecia entre los siglos VIII a IV a. C. Su idea motriz es la existencia de una estrecha interconexión entre la educación, la cultura y la política, ámbitos que se fueron transformando y racionalizando en la Grecia clásica como proceso propio del llamado “milagro griego”. El logos griego emergente surgió imbricado a un nuevo ethos y a la polis, aunque su nacimiento ya se diera en la Grecia arcaica de terratenientes nobles y campesinos sometidos. Un logos que, junto a todo lo demás, se fue modelando, divergiendo y evolucionando durante unos pocos siglos al modo de distintas aproximaciones para captar la realidad y su “verdad”. Pero lo más destacable de esta obra para nosotros es la explicación de que la puesta en marcha de la racionalización de la relación del hombre con su cultura, con el conocimiento (mitos, religión, tradiciones heredadas de modos de vida anteriores), requirió la “complicidad” de una ingente tarea educativa entendida como una formación, como una revitalización y dinamización constante de los contenidos de la cultura que sólo podía ser obra de una pedagogía destinada, simultáneamente, a modelar el tipo de hombre que requería toda esta transformación y este nuevo modo de pensar el mundo. Estamos refiriéndonos a la creación, por medio de una empresa total educadora, de un sujeto capaz de plantearse de manera consciente su civilización y de desenvolverse en el mundo desde la relativa distancia respecto a sus saberes tradicionales. Porque la clave de la civilización griega clásica, para Jaeger, sobre todo estriba en que consistió en un esfuerzo deliberado, y en su mayor parte consciente, de construir el tipo de hombre que correspondía con los cambios políticos que se estaban dando, que fuera al mismo tiempo objeto y sujeto, paciente y hacedor de estos procesos. En particular, el nuevo modo de pensamiento y esta pedagogía van emergiendo y activándose sobre todo en la literatura (que es la gran educadora, para Jaeger, de Grecia), donde se construye esta razón que provisionalmente voy a llamar “pedagógica”.
Se desarrolla, pues, una “producción” del nuevo hombre a la que subyace un modo de relación específico tanto con la existencia propia como con la de los demás, un modo de vida que es, a su vez, un modo político. Lo educativo existe porque hay una historicidad esencial que arraiga en lo más hondo de nuestro ser y que ha de “construirse” en los términos (provisionales) de una sociedad, de una época, de una biología, que se saben o presienten, sin embargo, destinados a desaparecer. Esta capacidad material y metafísica que tiene el hombre de hacerse conscientemente, tomando conciencia de ese mismo proceso por el que va llegando a ser, en permanente gerundio y por tanto compuesto de formas intermedias de realidad o existencia, de meras posibilidades, es lo que permite que seamos seres educandos, es decir, que nos podamos educar.
No se perderá de vista este carácter, propio de lo educativo, de estar hondamente arraigado en el ser, si mantenemos la perspectiva acerca de nuestra formación como algo “gerundivo” o, dicho en términos menos rebuscados, histórico, que es otra forma de decir que nunca estamos acabados. Si el hombre concreto y personal, o un pueblo, es capaz de captar la tensión que nos constituye, el hueco o el vacío que es nuestra esencia, no cederemos a la fosilización de las construcciones que la cultura y la sociedad han hecho de nosotros, a su idolatría, sino que mantendrán su juego en relación con el existir en sí. Quizás pensar, hoy como en la Grecia clásica, sea ese modo de atisbar los abismos que nos cercan, los fantasmas que habitan las “interioridades” y su última vinculación con un ser que parece antes “nadear” lo que “toca” que “construirlo”.
Esta reflexión que, siguiendo la línea de Jaeger, sitúa a la educación y a la pedagogía en el núcleo mismo de la cultura y del quehacer humano, en el centro del teatro de la vida, es muy vieja y ya existía en Grecia, porque los griegos pensaron el ser pensando quiénes eran. Al margen de sus derivaciones concretas, que iremos tratando en próximos posts, de tipo metafísico o platónico o los muchos matices de Aristóteles, la genialidad y, a juicio de Jaeger, la singularidad de este proceso fue que los helenos emprendieron una tarea en gran medida consciente y voluntaria (de “voluntad”) de construir el tipo de hombre acorde con el mundo que querían. Para ello se sirvieron de lo que hoy llamaríamos “cultura” o “conocimiento” que en un proceso semejante a la Bildung alemana del siglo XIX y posterior, trataba de plasmar un ideal, de encarnarlo y realizarlo en cada hombre. Una construcción lúcida si no olvida su origen abisal en el peligro y la incertidumbre traídos al mundo por la nueva razón irónica, que supuso el esfuerzo deliberado con los materiales de los antiguos mitos, buscando, en el caso de Atenas, más allá de su despojo de contenidos y de la formalización de sus verdades y métodos (propios de la Grecia jónica), una reelaboración del propio hombre mediante la reelaboración de dichos contenidos y el esfuerzo hermenéutico por releerlos. Es decir, estamos ante un “uso” consciente de lo que ciega e inercialmente lo constituía a uno y constituía el propio mundo. Eso fue, señala Jaeger, el origen de la gran tragedia de Esquilo, por ejemplo. Cuando la “construcción” se torna una labor lúcida, en este sentido, ya no es simple cristalización de la realidad que tornara invisible los abismos que nos ciernen, sino todo lo contrario, es puro contemplar cara a cara lo más hondo de la existencia. Esperamos ir mostrando cómo sucede esto, a lo largo de los posts que en adelante vamos a destinar al desarrollo de la magnífica obra del filólogo alemán y a detallar el movimiento de este nuevo modo de ser y de pensar.
Jaeger matiza que esta labor constructiva o pedagógica fue política, porque todo en el animal político es político, viene teñido de política, es decir, de una necesaria forma comunitaria. Aunque hoy tendamos a interpretar la educación, cada vez más, como un aprendizaje individual, acaso de destrezas, y vayan relativizándose más el modo griego ático de pensar como un exprimir los contenidos culturales para sacar de ellos el tipo de hombre de, por ejemplo, la democracia ateniense, para adaptar la razón al logos comunitario y verbal de las asambleas, la verdad es que no hay, en efecto, educación (ya lo decía Hannah Arendt) sin el encuentro con el poso vivo de la cultura. Somos a partir de lo que hay, de lo que hallamos al nacer y de lo que nos encuentra. La educación empieza por ser la transmisión de una forma concreta de ser el hombre, de su “naturaleza” que se hace efectiva en el modo de relación y de vínculos que vamos entablando a lo largo de este proceso. Esta pedagogía o construcción regulada del sujeto de, en el caso ateniense, la democracia, presupone un cierto orden, un cosmos, que es el gran paradigma común a los griegos. El mundo es reajustable, re-ordenable, puede seguir un cierto plan y por eso la contemplación consciente que la cultura hace de sí misma en la Grecia clásica (en la labor ingente de hermenéutica ilustrada de los propios mitos que ya está presente en los mitógrafos Homero y Hesíodo) es posible, su sopeso en relación con la legalidad que se presupone rige y vertebra a la naturaleza, que emana del propio ser.
Hay aquí uno de los contenidos claves de la civilización griega que coexiste, como es sabido, con la tensión que lo amenaza constantemente, en el modo del arte o la religión dionisiaca, que son acaso manifestaciones de que el pincel que dota de orden al mundo, que identifica su orden o acaso lo fabrica, puede estar, por otro lado, desmembrándolo. Es esa fuerza erosiva, en un sentido amplio, y en cuanto a hermenéutica del hombre y de la realidad que ha de empezar siendo una hermenéutica de la cultura (en los mencionados mitógrafos), la otra cara de la moneda del llamado milagro griego. Una razón cósmica, que ordena y presupone un orden en el mundo al cual adecuar la sociedad y la “naturaleza” humana. Sin embargo, es obvio que lo apolíneo, el corsé que requiere el mundo para comprenderlo, multiplica las fuerzas y tensiones de un mundo que para recuperar su verdadero equilibrio tendría que ser o dejado ser caótico. Quizás una forma metafísica de entender lo que en los términos mucho más superficialmente positivistas aludía Freud con el malestar de la cultura, o precio de frustración que el hombre ha de pagar para civilizarse. Según esto, a la educación le acompañaría un ineluctable malestar y por tanto la constante amenaza de ceder a lo oceánico.
Y en efecto, Grecia nos conduce a suponer que heredamos, junto con la gozosa posibilidad de crearnos siempre de nuevo, un viejo malestar, una serie de tensiones, de carencias o de traumas, por emplear metafóricamente y quizás pobremente la terminología freudiana. Hay también una serie de posibilidades truncadas y de negatividades que siguen amenazando hoy a toda lucidez que trate de enfrentarse conscientemente con su cultura. Lo curioso y resaltable, si mantenemos el vínculo paradójico del tener que construirse con la lucidez de saberse o presentirse nada, es que cuando uno emprenda de manera consciente su construcción ya esté, de manera amenazante, introduciendo la posibilidad de que todo, absolutamente todo, acabe viniéndose abajo.