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La excelencia en una facultad de educaciónMarcos Santos Gómez
Partamos de una concepción de la universidad que no hace sino situarla en sintonía con sus más viejos cimientos históricos, con aquello que la ha dibujado desde los primeros momentos. Desde entonces, y me remito como es lógico al Medievo, pero también a la reforma ilustrada de la misma en el siglo XVIII, ha prevalecido como elemento definitorio de ella el haber sido fermento de un cierto prurito por ir más allá de lo que ya se sabe, pero desde la devoción por lo sabido. Es decir, la universidad mantuvo dos elementos imposibles de escindir que son, uno, conservador y sistematizador de lo que se sabe hasta el momento, y otro innovador, a partir de lo que se sabe, bien sea en un movimiento continuista, reformista o revolucionario de los paradigmas, metodologías y enfoques más básicos. Pero para que esto funcione bien, y no es que así se planeara explícitamente, pero el caso es que resulta requisito sine qua nom para el desarrollo de esta empresa, hubo de extenderse un afecto o apego desinteresado por la tarea del conocimiento en sí. No voy a entrar aquí en la apasionante explicación de por qué se creó la universidad, por qué hizo falta fabricar una institución como ella, pero el caso es que desde su fundación la ciencia ha progresado prácticamente siempre dentro de ella. Uniendo, insistamos, dos fuerzas opuestas, una conservadora y otra que como un ariete ha ido abriendo grietas en el muro de lo real. No habría funcionado sin que la pasión por esta tarea que ha requerido de un ascetismo y elevación por encima de la realidad por parte del estudioso, se hubiera encarnado, en su ánimo, espíritu, cuerpo y vida. La búsqueda del centro de lo real, insinuado y sólo a medias accesible, pero oculto en una primera mirada, que se venera y persigue con un afán religioso, ha supuesto el sentimiento universitario por excelencia, por lo cual la universidad siempre ha tenido algo de templo y de Iglesia. Podíamos remitirnos, aun más, si nos fijamos en nuestros padres los griegos, en el proceso que ya señalara en posts anteriores sobre la aristocratización del conocimiento, sobre la causa noble, en todos los sentidos, que ha significado y representado la ciencia. Pensar, como un emerger del logos en el vaivén del mito, ha requerido una torre de marfil desde Grecia, imagen y semejanza de la élite aristocrática del mundo arcaico homérico, y esa torre, en los últimos mil años, ha sido la universidad.
A partir de esta visión, por la que la ciencia y todos los saberes se cimentan en esta búsqueda devota, elitista por un lado pero profundamente universal por otro, pues está en juego el mismísimo jugo de la humanidad, podemos, sin complejos, idear nuestra facultad de educación excelente. Porque si este toma y daca del conocimiento se produce en toda la universidad, en una facultad dedicada a la educación hay que pensar que se produce ciencia y saber para ser propagados, en cuanto en sí educan y constituyen a una persona. Desde la paideia griega, educación es la plasmación de un ideal de la cultura que está en la propia cultura y es ella. Esto ha debido ser así desde el momento en que la transmisión del saber ya no podía ser “espontánea” y hubo, por su complejidad, de especializarse. Así, el conocimiento y la cultura han requerido, desde los inicios, una technépropagadora y encarnadora que llamamos, hoy, educación. Una techné que no hemos de traducir como mera técnica (en esto consiste el fácil error en que puede desplomarse una facultad de educación, en comprenderse como mera transmisión de un saber hacer desprovisto de contenido y que en el lenguaje actual tiende a denominarse “competencia”). La techné educativa fue y es primero una inmersión en ese nicho escindido que denominamos vulgarmente “cultura” y que comprende las ideas, el conocimiento, el pensamiento y la ciencia, también las artes elevadas, que en la universidad se van re-elaborando en el culto por esta misma tarea en sí. Otra cosa es que de esta noble y atribulada religión emanen, en efecto, destrezas y saberes operativos, lucrativos o productivos que puedan interesar a particulares, como las empresas, que se sitúan en otro nivel ajeno.
Pero cabe la pregunta de si hemos de permitir que esto siga siendo así porque siempre lo ha sido. ¿Ha de seguir siendo la universidad una torre de marfil dentro de la sociedad? La cuestión no es simple ni tontamente reaccionaria. El punto crucial es que si no ocurre de esta manera, si la universidad no se erige en cierto modo a la manera de una burbuja de saberes e investigación pura, todo el edificio de la ingeniería y la técnica (en nuestro sentido actual de técnica, no en el griego, que, repito, es un cierto saber hacer que presupone una inteligencia global y una mirada amplia sobre lo que uno hace) y nuestras queridas patentes e inventos dejarían de inventarse. Esto lo prueba sobradamente la historia de la ciencia y a ella apelo para convencer a quien escépticamente vea en mi defensa una postura anquilosada o conservadora.
Así, en la religión del saber cultivada en la universidad nos jugamos más que la fabricación y adopción de ornamentos sociales, de un símbolo de un estatus o la justificación de una clase elevada y prestigiosa dentro de la trama social, por mucho que esto también ocurra. Nos jugamos el mantener vivo, o no, lo que el hombre explora y sabe de sí mismo, bajo el arco de la conmoción por ser. Una tarea libre cuyas consecuencias sociales han ido mucho más allá de lo lucrativo y en la que nos hemos jugado, ciertamente, cruciales asuntos prácticos como la impugnación y relativización de todo lo que se ha erigido como “presidencia” del mundo y de los hombres, desde las distintas imágenes de Dios hasta las formas de estado y los distintos y concretísimos gobiernos y tiranías que nos han regulado la existencia.
Pues por aquí debe empezar una facultad de educación. Por ser un bullente caldo de cultivo de todos estos fermentos. Dicho en términos más prosaicos, ha de ser un centro vivo de cultivo de la cultura y de alegre y constante reflexión sobre el mundo, el hombre y la propia cultura. Y como ya oigo a quienes me estarán pidiendo que sea más concreto y que baje de las nubes, traduciré esto en el lenguaje de los planes de estudio de una facultad, en sus objetivos más inmediatos y en su funcionamiento. Primero, asumamos el objetivo de que el maestro ha de ser un intelectual, ante todo, para que sigamos fruitivamente en gozoso trato con el conocimiento, a la búsqueda de uno, todos o ningún centro de lo real. Si el maestro es un intelectual, el maestro de primaria o de ESO, está garantizado que va a realizar bien su trabajo. La pasión y el estigma del trato con lo bello, sublime y hondo que ha hecho el hombre, va a producir una ósmosis, o contagio, en el educando, tal como esperaban producir, por ejemplo, las misiones pedagógicas de la II República en España. Toda didáctica depende y es invocada primero y ante todo por esta previa pasión de haber vivido y vivir constantemente, con todos los poros de la piel, desde la enervación y la relajación de las delicadas fibras nerviosas, desde los cálidos y profundos compases del corazón, en la cultura, por la cultura y para la cultura.
Sí me preocupa con hondura que las nuevas pedagogías que, al modo de ideologías, están sirviendo a una transformación de la universidad que la despoja de su viejo trato y pasión, de su afecto religioso por el saber, apoyándose en las mediocridades de la más tecnocrática política, en el discurso de la eficiencia y la calidad empresarial, con la excusa del mercado como fin ajeno que se impone a la universidad, que acaso siempre lo estuvo pero nunca la gobernó, estén destruyendo lo que creo que resulta más productivo en la universidad y en una facultad de educación. Hay un esplendor en la cultura en sí, en el contacto sabio con lo que somos (por ejemplo, las lenguas clásicas, o la historia, la filosofía, o la ciencia de verdad, como pesquisa tenaz y desinteresado en el mundo) del que ya emana la buena pedagogía. El intelectual, que sólo lo es si vive real y sensualmente su ciencia, si ha fundido su espíritu con la música que somos, es ya un educador, porque irradia su propio afán, aun en el silencio y, sobre todo, en el silencio. Es este silencio que, paradójicamente, presupone la música que ha ido componiendo el hombre en sus escuelas, academias y universidades, el que educa de verdad. Así, volviendo a mi intento de ser claro y concreto, esto es lo que debe regir el diseño de los planes de estudio: el contacto fruitivo, riguroso y hasta terrible, diría, con lo que somos, es decir, con el poso de la cultura, que se respira al mismo tiempo que se produce, en los dos movimientos a que me refería en líneas anteriores: conservador y transformador. El alumno de magisterio debe aprender, primero, y re-crear, después, la cultura que presupone cualquier otro avance o progreso, en la sociedad, en las mentes o en la medicina, donde sea. Esto, a veces, requiere juego, pero otras requiere rutina y memoria. La memoria forma parte también de la más viva pasión y produce realidad. Así que la facultad de educación, preocupada por transmitir ideales, o sea, por la formación o paideia, debe venerar nuestra memoria.
Todo ello ha de hacerse en un ámbito al mismo tiempo conectado con el resto del mundo y al mismo tiempo aislado. Sí, el viejo modelo monacal de la universidad medieval, el ora et labora transformado o mejor dicho, transfigurado, que es algo, independientemente de la creencia religiosa, ha funcionado. En realidad, este modelo medieval es anterior y pagano, pues está ya en la Grecia pre-cristiana, como en anteriores posts hemos ido sugiriendo. Es Séneca, es Platón, son los grandes trágicos e incluso el momento escéptico y risueño de la Sofística, demoledora y tan perturbadora. Pero es que este modelo, si cae, hará caer toda la trama de lo que ha sido hasta ahora el saber y la ciencia. Por eso, ceder totalmente al imperio del mercado, laboral o no, hará peligrar y disolverse todo el edificio universitario. Peligra la universidad misma. El conocimiento, tal como lo entendemos, nació asociado al citado modelo ideológico, al aburrimiento y el ocio, incluso, diría, de una clase intelectual que buscaba lo mismo no una, ni mil, sino millones de veces. Sólo así se descubren cosas en la ciencia. Sin prisas.
Pues bien, el aislamiento con tintes elitistas, digámoslo sin tapujos, requiere también, hoy, la impermeabilización en relación con el mercado. No puede una facultad de educación supeditarse toda ella a los avatares del mercado laboral. Es un grave error que conseguirá que dejemos, paradójicamente y contra lo que se cree, de producir verdadero conocimiento y ni siquiera personas útiles. No llegaremos muy lejos de ese modo. Así que, tanto los planes de estudio como la configuración total de una facultad de educación, cuyo interés principal es la formación en el sentido que antes hemos definido, deben separarse del mercado (laboral) para conseguir su excelencia, es decir, para dar de sí lo mejor que una facultad destinada a la formación puede dar de sí. Curiosamente, insisto, es el único modo de realizar un eficiente construir (transformando) la sociedad. Es cierto que la artificialidad del libro de texto o el examen pueden aportar poco a la realidad del conocimiento y la ciencia, pero para percatarse de ello es preciso, también, el distinguido silencio y aislamiento de la facultad. La inmersión de ésta en la sociedad conlleva y presupone dicha distinción, sin la cual no hay ciencia, como si la palanca dispuesta a elevar el mundo requiriese de su externo punto de apoyo. Pueden darse patologías como el libro de texto, es cierto, pero lo importante es que sea como sea, sigan existiendo los contenidos que hacen la cultura. Una vez asimilado un pasado, se puede mostrar y vivenciar cómo el conocimiento nunca es un fósil y sí es producto de la discusión. Pero antes de la bella innovación matemática, aprendamos las fórmulas. Tan patológico es fosilizar lo vivo, como despojarlo de su raíz en un continuo trasiego que lo zarandea y desfigura. De nuevo, acción y silencio, como una díada indispensable para que una facultad de educación tenga sentido y verdadera productividad.