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Educación y filosofía
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Lo educativo, entre diálogo y rizoma.Marcos Santos Gómez
La pedagogía parece haber tomado dos caminos cuando fue “inventada” en Grecia, a la sombra del nuevo logos. El primer camino, que he descrito en varios trabajos en prensa que serán prontamente publicados, es el de una biotecnología que construye “ciudadanos” o gobernantes como encarnación de la cultura que había sido cosificada y enajenada por un logos exteriorizante capaz de iluminarla o verla como “algo”, como un todo aparte; pero se trata de una encarnación organizada normativamente, por una ley que, como en el derecho, regula y canaliza el flujo de lo real y que supone un resto fósil de ese logos originario que fue un pensar en movimiento y que en el momento de la paideiase ha despojado de su dinamismo. El logos se convierte en principio o regla. El pensamiento abandonaría así, ya en el siglo V a. C., su naturaleza genésica, fluyente, que tantea y aprehende dinámicamente, para convertirse en categoría, aunque que el griego no había dejado de intuir lo abisal, por debajo de sus construcciones metafísicas (lo dionisiaco frente a lo apolíneo en la cultura helénica que, siendo aspectos distintos de la realidad y de su aprehensión, existen en interdependiente respectividad).
La paideia será encarnación de esa misma norma por la que se organizan tanto el proceso de la paideia como sus contenidos. El llamado por nosotros “educando” será, entonces, la pura norma viva que integra y rige su relación con los contenidos aprendidos de un modo sistemático y escolar (será lo que en el ámbito de lo social Bourdieu denomina su “habitus” dotado de un capital escolar). Esto nos conduce a detectar lo escolar antes de la aparición de la escuela propiamente dicha; aunque, como veremos, en el nivel social e institucional ya se estaba claramente anticipando el estilo escolar de la enseñanza. Es esta organización didáctica del flujo de lo real la que organiza al sujeto que, de resultas de ella, llega a ser educado. Un proceso muy anterior a la modernidad y que planifican los maestros de retórica o algunos sofistas en el siglo V a. C., que inventan al educador profesional o profesor, que no elige a sus discípulos, sino que es elegido por ellos y que cobra por ponerse a su servicio, por darles lo que piden como clientes. Este tipo de vivos depositarios y transmisores de un saber despojado de mito, son también los iniciadores del gran movimiento de la didáctica, que generará los tratados de didáctica en época helenística y romana sobre la techne de la enseñanza y su planificación.
Algunos sofistas justificarán, desde la verdad extra social y apolítica de la ley del más fuerte extraída de la physis (en ellos la physis se torna nomos ante el desencanto operado en el ámbito de la norma social), su enseñanza. Ello frente a la corriente socrática y post socrática que vertebrará la filosofía durante siglos y que asociará la “verdad” con un núcleo en el centro de la cultura que ha de ser fuente secreta de un pensamiento o de la paideia ahora comprendidos como “búsqueda” de lo que se opone a las apariencias. Se retorna (en consonancia con los primeros filósofos o el espíritu epocal del mundo griego) a la verdad como aletheia (lo que se revela oculto tras el velo).
El heroísmo del filósofo se vinculará precisamente a la arriesgada lucha contra las apariencias que implica a lo social y lo político, en cortes, tribunales, asambleas y ágora, es decir, contra lo que no ha sido pensado o, lo que es igual, despojado de su magnetismo mítico. Se trata, pues, de resituar la “verdad” como nuevo centro de la cultura que debe reorganizarla como flujo, en el caso de Sócrates, y como fundamento metafísico, en el de Platón, y que justificará la idea en ambos de la filosofía como amor por una sabiduría que se postula pero que por definición resulta inalcanzable, que consiste en el puro movimiento dialéctico que genera o en el intento de exteriorizarse en la propia vida emulando a los ascetas y al secreto de las religiones mistéricas, ecos, a su vez, del viejo universo de la aristocracia en la Grecia arcaica.
Irónicamente, por otra parte, los sofistas acaban idolatrando una verdad en la búsqueda sin verdad que pretendían. Tras devenir en el puro movimiento de un pensar que era una pura exterioridad desnuda, desvinculada de su seriedad respecto a lo real, eligen su verdad para deificarla como norma. Es el caso de la ley del más fuerte que se trata realmente de una norma remitologizada. No hay, parece, salvación a la hora de ser capaz de eludir lo mítico y lo mítico retorna por todos los entresijos del sistema o el antisistema griego del pensamiento. Difícilmente el modo de ser griego puede liberarse de los mitos y asumir cabalmente el agnosticismo de la verdad. Una verdad y un agnosticismo que se definen dentro de las pautas del entramado cósmico que rige y limita su visión del mundo, como una marca de la época. Han perdido quizás el salto hacia fuera, al vacío, que la verdad platónica debe asegurar para relativizar el mundo de las apariencias sin remitificarlo y que, paradójicamente, asegura modos de vida si no más agnósticos, por lo menos más valientemente subversivos respecto a lo imperante.
Así, el flujo de un orden incorpóreo, secreto, que hay que buscar con esfuerzo, ha dotado a la historia de la filosofía del sentido que con la sofística había perdido. Puede haber, por muy rizomático que fuere lo que acontece en un diálogo, una aspiración, por lo menos, a un desarrollo, a una linealidad que, siendo también un añadido cósmico al caos, asegura un orden necesario en el pensar. En el mundo lineal de lo teleológico y lo causal que creara Grecia, el mundo de la metafísica, ha sido necesario sacrificar ciertos aspectos de la realidad para, irónicamente, acceder a ella (la pretensión aún más extrema que siglos después conducirá a la creación de la ciencia).
No obstante, precisamos nuevas miradas cuando la mirada metafísica, en su vertiente filosófica o científica, parece agotarse y no comprender bien lo que acontece por debajo de las normatividades y categorías en que se desenvuelve la educación formal. Éstas, que por la fuerza quizás de la costumbre parecen inverosímiles, como las profundidades abisales en las que se mueve la actual física teórica, hay que aplicarlas a la hora de pensar, e incorporarlas, si es posible, a perspectivas que traten de captar lo abisal que, en un olvidado inicio, puede tener lo educativo. Porque, en un segundo camino, la pedagogía es esfuerzo por, tensando el pensar en un movimiento exteriorizante que le conduzca a romper, paradójicamente, con todas las miradas exteriorizantes y restos de platonismo, vaya aproximándose a algo que se entiende mejor como acontecimiento, relación y diferencia que como individuo, identidad (aun en la forma de la intersubjetividad) o norma. En cualquier caso, no se trataría de una pedagogía que explore la educación en lo que es y que no aporte una orientación, sino que de su estudio pueden también extraerse consecuencias prácticas y liberadoras. Todavía hoy, pues, nos podemos estar moviendo en el caso de algunos enfoques pedagógicos en especies más o menos ocultas de teleologías, de metafísicas del progreso incluso ancladas en los materialismos (no hablo sólo de las pedagogías “espiritualistas”) que de un modo genérico en un post anterior he llamado “creencias” (aquí). Restos, acaso, de las viejísimas mitologías con las que comenzó, felizmente, Occidente y que se han ido prolongando, contestando, transformando, rechazando pero no superando, y, finalmente, también y sobre todo presentes en el platonismo.
Sin embargo, ha hecho falta empezar con la idea platónica de la “verdad” por mucho que la fatigosa búsqueda también acabara por descubrir el carácter fantasmagórico que había detrás de esta concepción de la misma. Este es, precisamente, el momento de la filosofía de Séneca al que aludimos en la conclusión del siguiente post: (aquí). Un sistema metafísico que, quizás como le sucede a Borges en el siglo XX, se necesita hasta para definir lo que se entiende por “escepticismo” como su reverso y que se asume ya sin su fundamento, en la realidad nihilizada y tan solo salvada por un ethos que refleja como una sombra el viejo orden en el que ya no puede creerse y del que perdura solamente la belleza, en una estetización de la verdad cuya seducción es la misma de los mitos que combate. Con este cansancio melancólico se deja morir Séneca mansamente y ya sin ningún heroísmo como el de Sócrates (decía Zambrano).
Pero el actual cansancio o desencanto o escepticismo debe transfigurarse en nuevos modos de plantear la aproximación a lo más básico de lo real, lo vivamente operante en nosotros y en nuestro pensamiento. Quizás desde estas exterioridades que puedan facilitar una cierta epojé de la metafísica tradicional, como de hecho la filosofía desde Nietzsche hasta la actualidad lleva haciendo con agudeza, logremos obtener un cierto acceso comprensivo a lo educativo, más allá de lo explicativo, en cuanto que tiene que ver con lo que somos hondamente, con los abismos desde los que emerge como acontecimiento incausado el movimiento rizomático que sólo una mirada posterior entiende como “individuos” que se educan y, en un nivel ya plenamente categórico, se normativiza y normaliza en la llamada enseñanza reglada. De todos modos, tampoco estaremos muy lejos del origen. Recordemos que, aparte de los caminos y verdades trazados por su imagen particular del mundo, los griegos entrevieron ese ámbito abisal y terrible, inaprensible, inconcebible, del que emana lo cultural y también lo educativo.
Bibliografía que me ha ayudado e inspirado para realizar este post:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Una tímida aportación de la teología. Marcos Santos Gómez
El legítimo ideal político del Estado laico, que puedo afirmar que comparto plenamente, aunque yo no vaya a dar ahora razones para defenderlo, puede confundirse con la condena al exilio del saber teológico respecto a la universidad, la ciencia, la filosofía o la educación. Algo que sucede en la universidad española pública que no expide títulos de Grado en Teología siguiendo una antigua decisión que paradójicamente ha servido para que la fe y sus presupuestos ontológicos e implicaciones prácticas no se hayan podido pensar o estudiar sin servidumbres ideológicas, como sí sucede, por lo que sé, en Alemania. No tengo claro si el origen de esta situación fue favorecer un deseo expreso de la Iglesia Católica en España de administrar por sí misma la intelección de la fe o, por el contrario, arrinconar a esta institución de lo sagrado y excluirla de la norma de lo académico en el contexto de las luchas de poder en que se ha visto involucrada respecto al control de la escuela y la educación públicas. En cualquier caso, seguramente se ha partido de una decisión que siendo política ha resultado en que en la ciencia o el pensamiento “oficiales” no se ha podido plantear el estudio serio de lo religioso desde sus propios presupuestos. Lo religioso, por lo menos las llamadas religiones del Libro y el caso concreto del cristianismo, se ha fundado en unos textos que muestran lo que para unos cimenta lo real o se imbrica en ello como su ser, y para otros no deja de ser una posibilidad o incluso, rebajando el asunto mucho, una mera hipótesis. Estamos hablando no tanto de estudiar el fenómeno religioso externamente, lo que sí hacen otras ciencias, como la antropología o la psicología, sino internamente, desde la aceptación de sus textos básicos que aportan un significado que a continuación vamos a señalar, al modo en que cualquier otro saber emplea también sus presupuestos que anticipan y determinan sus conclusiones. Quiero decir que desde la propia cosmovisión religiosa pueda abordarse ella misma ofreciendo una rigurosa “descripción” o, mejor dicho, comprensión de su perspectiva en la asunción previa que pueda realizar de su propia imagen del mundo. Esto es lo que de hecho intenta llevar a cabo la reflexión teológica, que aunque emplea el elemento exteriorizante y crítico de la razón griega, que adoptara en sus inicios, se funde y compenetra con una concreta tradición que, como he dicho, la nutre. Por esto, su razón ha oscilado entre el horizonte universal que aporta la racionalidad filosófica y la centralidad de una revisión hermenéutica de los propios presupuestos y de sus contenidos desde sí mismos.
El caso es que lo religioso ha necesitado pensarse en cuanto que acompaña, sea al modo que sea, como anhelo, esperanza, orientación o recuerdo, la existencia del hombre, que solamente mediante una cierta desnaturalización obrada por la razón más excéntrica o exteriorizante, puede desprenderse de esta centralidad que lo religioso ocupa en la cultura y la vivencia del hombre corriente. Lo natural, tenga la explicación que tenga y sin que esto sea argumento válido en absoluto para demostrar la existencia de Dios o de un referente o verdad tras el anhelo del mismo que no sea el propio anhelo, es que muchos hombres crean en Dios o planteen una interpretación religiosa (o mitológica) de la religación por la que lo otro o lo absoluto se hace presente en cada una de sus partes.
Nos preocupa en especial el papel que una vieja disciplina, ciertamente asociada a la fe, pues intenta precisamente pensarla, sería capaz de aportar al conocimiento y comprensión de lo educativo. Es, digámoslo ya, su gran aportación su pathos de partida, el racionalizar la conmoción que el tener que morir causa en el hombre, la incorporación de esta certeza junto a la esperanza que sugieren juntos el deseo humano y el límite que lo obstaculiza, que en cierta imagen más afirmativa de la teología es capaz de concebir una prolongación trascendente y exterior del mundo.
Lo frustrado, lo truncado y roto antes de tiempo, que se opone vivamente al deseo de ser más del hombre, debe postularse más allá, contra toda evidencia y como razonaba Kant, para que tenga un sentido absoluto la ética. Así, el amor y la amistad, los momentos estelares de la existencia particular, los abrazos y los banquetes habrían de perdurar, según esta tesis, para que sean reales. Paradójicamente, a pesar de este elemento de respuesta y fuertemente afirmativo que, si uno lo piensa, nunca formará parte de una fe madura, la principal aportación de toda esta esperanza que va desde el vago deseo a la creencia firme en un “algo” donde ya no puede haber nada en la manera de “algo” (fuera del tiempo y del espacio), paradójicamente, digo, es la mortalidad, el recuerdo actual de la misma, lo que la teología porta en sí como “ciencia” y razón. Insuflar, pues, lo mortal en la razón, a pesar de ciertos excesos metafísicos y deseantes que se han dado también mucho en la teología, es la principal misión que la teología cumple entre los saberes. Es portadora de lo no logrado en un sentido ontológico que impregna una mirada que llega a y que parte, al mismo tiempo, de lo no logrado en la historia humana. Es su apuesta esta incorporación de lo que al modo de grieta e impugnación (rozando la autoimpugnación) atraviesa la historia, la de una mayoría silenciada de víctimas que han tenido y tienen la esperanza de una proyección de sus deseos de justicia que pueda dotar de una cierta orientación parcial a la vida humana. Es ciencia que porta este deseo, real para unos y fuente de más razón, o ilusión para otros. Una fuente de vida que se tiene que imaginar como extremo de la línea dibujada por el deseo, desde cuyo horizonte adviene lo que se anhela y se hace, de un modo parcial, presente.
Así, carencia y deseo (no habría lo uno sin lo otro), como en el caso de la filosofía, movilizan también lo teológico, salvo que, en lugar de nada, en la teología está el suelo de unos textos y una tradición que invocan un proyecto de vida basado en el mencionado anhelo de que reine una justicia que prevalezca sobre los reinos de este mundo y los subvierta. Una justicia que se define y entiende como la otra cara de lo que, en palabras de Adorno, daña a la vida. Así, en consonancia con el giro antropocéntrico de la modernidad y la crítica de Feuerbach, la teología se comprende hoy como la expresión de este deseo del hombre o, mejor dicho, como la ciencia que porta este deseo y lo hace suyo, cargando con él, por parafrasear a Ellacuría.
Desde el recuerdo de esta oposición silenciosa que los muertos, en especial las víctimas del horror y la injusticia, resaltando la centralidad del sufrimiento en la historia, hacen a nuestras construcciones tanto ideológicas como políticas, jurídicas, tecnológicas, económicas, se alza una visión del carácter precario, inacabado y abierto tanto de la historia como del propio acontecer del ser. Se evoca una tensión propia de la inmanencia, que cierta lectura platonizante y gnóstica elevaba hacia un afuera del mundo, pero que puede comprenderse, y la filosofía actual lo está haciendo, como insuperable componente de la realidad, intrínseco a su ser inserto en este nervioso aparecer de fuerzas y disyunciones que, sin embargo, operan en una misteriosa y conmovedora religación. Es decir, la tensión que apunta a un horizonte, es mundana y se da en lo mundano como su componente, junto con el horizonte que ha de comprenderse, también, como horizonte en el mundo.
Por supuesto, la filosofía, si ahora hablamos de ella, en sentido estricto y siendo escrupulosamente fiel a sí misma, no piensa esta religación de un modo mitologizante, como hoy tanto se está dando en numerosas corrientes pseudoreligiosas, sino que con serenidad y elegancia se ciñe a intentar una escritura del mundo, en el mundo, desde el mundo que capte su totalidad limitada y abierta pero no progresiva ni cercada por algo que no sea ella misma, es decir, sin una teleología que la rija, entre el caos que la física empieza a entrever en la génesis de lo que podemos captar y representarnos en la “superficie”. Esta evidente religación de lo real, el sentirse el individuo o la persona integrado en un todo, aunque dicho todo ni sea el de la superación hegeliana o el de un materialismo ilustrado a la vieja usanza de tipo causal y lineal, sino un todo rizomático, por emplear el término deleuziano, que va creando órdenes a partir del caos. Un todo que va creando su configuración desde configuraciones previas que, sin embargo, no determinan ni causan lo posterior.
Es la imagen de lo genésico que subyace a lo genérico (no de un modo causal ni propio de una vieja metafísica como estamos repitiendo) que desarrolla rigurosa y creativamente al principio el libro del profesor Luis Sáez El ocaso de Occidente, editado por Herder. Una interesante ontología crítica de que se vale para su diagnóstico del momento histórico actual, momento al que puede juzgarse desde una cierta normatividad (es falso que las denominadas filosofías postmodernas renuncien a lo normativo en un supuesto relativismo del “todo vale”) y que ha desarrollado en varios libros y foros. Tal vez, para comprender la realidad haya que hacer como hoy hace ya el físico: acudir a lo inverosímil, a lo que no puede fácilmente concebirse. Nadie dijo que pensar era fácil.
Lo que quiero decir, apoyado en el ejemplo de la ontología mostrada en esta obra, es que puede aspirarse a una ontología que no devenga en la forma explicativa y lineal con la que hemos “leído” generalmente el mundo en las epistemologías modernas, y que propician la creencia en un afuera. Yo por eso suelo distinguir entre fe y creencia, entendiendo por creencia la postulación de ultra mundos, de corte casi siempre platónico. Se define un afuera y, encima, lo que hay en ese afuera. La creencia en un más allá o continuación del mundo que lo prolonga fuera de sí mismo parte de una imagen platónica del mismo de que se ha valido durante siglos el cristianismo, desde San Agustín especialmente. Pero, como he dicho, lo de menos es que una imagen del mundo como todo limitado con un afuera suscite fantasmagorías transmundanas, lo importante es que la teología, además y sobre todo, nos recuerda que la realidad y el mundo, lo inmanente, está constituido por un movimiento que es esencialmente finito, y en el que, por tanto, morimos. Y puede añadir la filosofía reciente, eso sí, en contradicción con la metafísica que utiliza la teología más afirmativa, que cualquiera de las formas que constituyen y re-crean azarosamente el caudal del mundo desaparecen sin la permanencia de ninguna sustancia, como podía sugerir una metafísica aristotélica. Un mundo que es sólo formas sin la carga metafísica de una “materia” o “sustancia”, sin otro centro que el centro dinámico que la cultura constituye para alimentar las cosmovisiones de los hombres. No puede haber, por tanto, progreso, a un nivel profundo, abisal, ya que no hay continuidad en la transformación de lo real. Aunque sí son posibles, contra lo que parece, estilos de normatividad desde los cuales juzgar como “patológico” un modelo concreto de mundo cultural. Sigo, en toda esta exposición, como he indicado, la concepción expresada por Luis Sáez en su libro o, por lo menos, lo que yo he podido interpretar y comprender de la misma, pues no soy lector de Deleuze, que es una de sus fuentes principales (no la única, por supuesto). Respecto a lo patológico de nuestro momento actual, en Occidente, y la normatividad para valorar lo bueno o lo malo de una civilización, pospongo el asunto para un post posterior y, prefiero, ir concluyendo lo que ha motivado en particular la escritura de este.Pues bien, retornando a nuestro asunto: es, contra sus propias derivaciones metafísicas, la negatividad que acompaña al mundo y a la historia, lo que aporta la tradición teológica a un saber siempre en peligro de cierre y autocomplacencia, de olvido de su amplia porción de no saber, como podrían ser las Ciencias de la Educación y la Pedagogía. Una memoria que en cuanto a la historia se constituye como, en palabras de Metz, memoria passionis, el peligroso elemento disgregador que guarda, recoge y a duras penas integra, malamente, en uno u otro sistema racional para acabar reventándolo desde dentro. Que la teología fuera razón, cuando se superó la creencia en lo absurdo e irracional de la fe con Tertuliano e implícita en algunos pasajes (¡¡no todos!!) de Pablo, ha salvado a la razón, porque la ha colmado de finitud.
Así, contra lo que tanto se dice a partir de desafortunadas incoherencias que han prevalecido en la historia de la Iglesia, al menos en la historia visible y no marginal de la misma, la buena teología, la teología consecuente con esta “cruz” que porta es madre de la tolerancia y del espíritu crítico. Porque nos hace presente la muerte y lo que en el conocimiento implica, en cierto modo, su recuerdo: la humildad epistemológica. Pero hablamos, por supuesto, de una teología que no va a degenerar en la cristalización de respuestas siempre provisionales y que, legítimamente, va postulando (la teodicea es una de estas respuestas que en el intento de incorporar el sufrimiento y la mortalidad al saber acaba justificando e incluso legitimando su existencia, lo que termina también convirtiéndose en una grave injusticia con las víctimas, como ha señalado Juan Antonio Estrada). Incorporar lo mortal es incorporar imposiblemente lo injustificable, lo no captable, en la propia razón pero no integrándolo en un sistema racional, sino como elemento de impugnación y sospecha. El teólogo, de este modo, no va a tener miedo de pensar, ni de que le refuten sus creencias, de que el fructífero diálogo en el que avanza interminablemente la razón dialógica o comunicativa, le eche por tierra lo que en un principio había tenido que afirmar.
Estoy hablando de la negatividad como clave de la teología y no tanto de ese “sentido” positivo que se dice generalmente que la mueve y que presupone ya, quizás, una cosmovisión o una metafísica presta a deshacerse. La teología es siempre negativa, pues no puede definir. Es lo que, bellísimamente, refiere Walter Benjamin en su famosa primera tesis sobre el concepto de historia. La teología mueve desde las sombras, dinamiza la historia desde el margen, convirtiendo, en este mundo al revés, a la víctima en su protagonista y dinamitando las ideologías desde su dolor.
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Educación y filosofía
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El sueño de la verdadMarcos Santos Gómez
La “verdad” (aletheia) en la Grecia que crea la filosofía, se vincula con un logos (razón, palabra) capaz de invocarla. La verdad habita, de hecho, en el orden (cosmos) que el pensamiento organizado en función de un inicio o de un telos es capaz de disponer en el mundo, siendo ella la esencia de ese orden vertebrador y al que aspira también la conducta (ethos). Pero además, la “verdad” origina una voluntad de encarnarla y hacerla propia, al modo de un enamoramiento, de que ese orden rija la totalidad que son, unidos, hombre y mundo cuando se cierne la amenaza del caos y el sinsentido productos de la desmesura humana propia de los héroes homéricos. La aspiración a la “verdad” será, entonces, aspiración a organizar las propias pasiones. Se crea el sujeto en la Antigüedad como particularidad que alberga y refleja ese cosmos amenazado por las pasiones del heroísmo mítico, en la medida que aspira a reorganizarlas y en la misma medida que se está fundando una civilización que aspira a un nuevo modo de relación con sus propios mitos (en gran parte esta es la lucha que se muestra en las grandes tragedias). El hombre “civilizado” (griego, frente al bárbaro) se crea en la voluntad de buscar la “verdad” que solo un cierto distanciamiento de la tradición puede ayudar a contemplar, poniéndose al servicio de la misma, del modo en que Foucault ha estudiado y descrito, en el contexto de las asambleas atenienses o del oficio de los consejeros reales.
Lo curioso es que, cuando la razón se va “aclarando” en el siglo V a. C., en Atenas, al mismo tiempo quien aspira a la verdad sea digno de elogio pero también vilipendiado y perseguido, desde Pericles a Sócrates. Este doble carácter del veridictor que desde entonces se darán en el mundo griego y que reubica la “verdad” como lo que hace bellos los espacios de la fealdad, como amada y temida al relucir en lo marginal entrando en pugna con los valores homéricos, convierte a la filosofía en una actividad peligrosa. Decir la “verdad”, ser su portador, invocarla y traerla al mundo, implicará oponerse a lo mayoritario, como por otro lado ya estaba prescrito en el mundo de los Siete Sabios y era intuición profundamente griega que procedía del ideal de la aristocracia en la Grecia arcaica. El sueño de la verdad, su brillo, detentará elementos monstruosos que nadie quiere, aunque en su fuero interno, se desee y llegue a enamorar. Esta es la contradicción de la democracia griega, que no puede ejercerse sin la pervivencia marginal de aquello que cuestiona (un cierto ideal o componente aristocrático), de la sombra de una aristocracia inversa que corrige poniendo el dedo en la llaga y que por muy odiada y combatida que resulte, acabará siendo la vencedora en occidente y la que ya siempre portará el esplendor del viejo sino transfigurado y proteico.
El griego, que desarrollará un paradigma epistemológico realista, siempre presupondrá la adecuación del conocimiento humano con el mundo, una adecuación de la realidad y las explicaciones causales del hombre que continúan la lógica causal de las explicaciones míticas. No obstante, el efecto de la desnaturalización por la que lo cultural emerge como cultural será feroz y llegará al extremo sofístico de relativizar todo lo que no sea la ley natural (physis) u orden externo a las invenciones humanas que se opone a las virtudes sociales de la convivencia, relativizadas. El logos que presupusiera el cosmos, u orden del mundo, ha acabado, en su tensión, en su movimiento excéntrico de alejamiento de lo cultural céntrico, por disolver el orden que podía dotar de una cierta cohesión pre-lógica al conocimiento humano y los saberes. Han nacido las grandes escisiones de la civilización. Los contenidos o saberes de la cultura, ya en forma “escolar”, habrán de enseñarse didácticamente, metódicamente, pero justo porque ya no son vividos, porque ya no son nuestro “centro”.
Según resalta Jaeger, en su obra Paideia, una de las claves de esta racionalización fue el derecho, en cuanto poder objetivo del hombre para regular su comunidad a partir de una dikéo justicia desde la que se valora la vieja tradición y desde la cual se impugna el viejo derecho de sangre de las sociedades aristocráticas de la Grecia arcaica. La justicia, a partir de la razón, ya no podrá equivaler a venganza.
Tanto los pueblos antiguos, como los griegos de las polis, ensalzaron con orgullo su derecho, como un logro de innumerables cualidades. Así, prosiguiendo lo que supuso el derecho, o extracción de una dikécomo justicia racional y universal frente a la costumbre no meditada y que ya marcaba el inicio de la civilización, emergen otras formas o dimensiones de la racionalidad. Pero, y esto es lo que en especial deseo resaltar, ha de haber una voluntad de creer en ese orden hasta el punto de dejarse, como comunidad y como sujetos, fabricar por el mismo.
La paideia es la configuración de un nuevo lastre cultural como respuesta necesaria al vuelo excéntrico de la razón. Pero esta reintegración de lo cultural se hará sin perder ya nunca el distanciamiento y una cierta mirada exteriorizante. El resultado será que ya nunca podrá vivirse en la cultura como en los momentos del mito. El logos discernirá y destilará sus imágenes en un proceso agónico e incesante de impugnaciones y fugas.
Si antes eran los mitos los que creaban el modo de ser hombre (y, por tanto, al propio hombre), ahora la nueva élite intelectual, pálido remedo de la anterior aristocracia, ha de regirse y construirse de manera premeditada y consciente por el logos. Así, para el ateniense, razón será, desde un principio, sinónimo de educación, en la medida en que su impulso configurador afecta, en primer lugar, al modo de ser hombre. Pero para ello, insisto, tiene que haber una fe en la dignidad de la razón emergente y una vocación religiosa por racionalizar el mundo que funden y justifiquen su paideia.
Este sentido organizado y racional de la educación no se entendería, por tanto, sin la emergencia del logos como tensión exteriorizante, por una parte, y sin una erotización o enamoramiento respecto a la “verdad”, un amor por la verdad. En la Atenas del siglo V a. C. el vínculo con la ley es mediado por el logos, por la palabra y el pensamiento que la objetiva y extrae de la costumbre. Lo fundamental es que ha de darse, decíamos, una suerte de conexión erótica con la verdad que justifique su búsqueda. Así, los atenienses inventan el banquete como tiempo en el que el vínculo de la amistad sirve para el cultivo de esta nueva manera de entender la existencia. En el mismo espacio en que se cultiva el placer de los amigos, se cultiva el nuevo placer de dar razones, hilar discursos y practicar la dialéctica. Emerge la racionalización del mundo asociada al amor, como en El banquete resaltará Platón en boca de Sócrates, pero de un amor por la verdad que fundará no tanto su encuentro, sino una trágica búsqueda jamás finalizada. Así, el filósofo es amante y pobre, porque ama aquello que no tiene, de lo que carece, lo que el cosmosse resiste a donarle, el principio del orden. Sin entrar ahora en los importantes nuevos matices del siglo IV a. C. de Platón, que consisten en postular esta verdad como centro más real que la realidad, como clave secreta que sacraliza a las apariencias desde fuera, como eidos, en el siglo V a. C. el camino para la verdad será la dialéctica cuyo componente de duda y fracaso conducirá a la moral relativista cuyos peligros obligarán a reforzar en Platón el carácter afirmativo y concebible de la verdad, en cuanto posibilidad de ser lograda, de que el amor del filósofo culmine.
La relativización de la sofística será tal, que desaparece en ella el viejo enamoramiento por la verdad. El prestigio de la verdad es en este universo relativista un prestigio interesado, en el que se mezcla, contradiciendo el peligro y la fealdad del veridictor ateniense de las asambleas, el ansia de ascender socialmente empleando para sí, de un modo consciente, los valores sociales que donan el prestigio y la admiración. Es el apogeo de una razón estratégica que acompañará ya siempre, también, a occidente, a su política y al derecho. La paideia se teñirá también de esta forma “agnóstica” de la razón, que ya no postulará su excelso telos, pero que seguirá actuando como línea ascendente o progresiva, hacia fines ajenos a la vieja “verdad”. Esta democratización o popularización de la verdad, que la despoja de su viejo prestigio inalcanzable y excéntrico, convertirá a la razón en juego para ganar o perder. Así, ocurre ya en el siglo V a. C. la paradoja del elitismo democrático, es decir, que para salvar una diké que beneficie a todos, hay que situarse fuera de los juegos de poder que proliferan en las democracias y de sus fines utilitaristas.
En los hombres eruditos de la Grecia helenística, en especial, y como algo ya prefigurado por la anterior sofística, opera un descreimiento, un agnosticismo respecto a la “diosa” razón que ha olvidado la antigua seriedad que la acompañó como búsqueda de la verdad motivada por un único y exclusivo interés por ella misma. Coexisten, pues, dos modos de ser que, a su vez, se definen y distinguen por su relación con la verdad. Podríamos llamar a uno “auténtico” (socratismo y platonismo) y al otro falso o inauténtico (sofística y erudición helenística). El enamorado de la verdad denunciará el enamoramiento de ídolos en el que incurren los descreídos, y el descreído se reirá de cómo el enamorado veridictor confunde un fantasma con la inexistente verdad, pues también ella es un ídolo.
El estoico, y en especial Séneca ya muy tarde, encarnaron un nuevo amor por la verdad en un tiempo en que la paideia había evolucionado o degenerado hacia lo erudito, a lo ornamental del conocimiento cuyo valor era otorgar prestigio social en un ingente maremágnum de datos que rodaban en millares de rollos de papiro y en la memoria asombrosa de los hombres cultos. Séneca retorna a la seriedad de la verdad y al auténtico enamoramiento por la misma en sí, en cuanto verdad, y, por eso mismo, a una recuperación del afán de hacerse según ella en lo que ahora será, destaca Foucault en uno de sus últimos cursos del College de France, una contra paideia. Si la verdad era la clave de ese orden del mundo que el esfuerzo lógico del nous descubría, un orden inserto en la palabra, ahora había, de nuevo, que acoplar el cuerpo, acordarlo, sintonizarlo, a ese modo profundo de ser vertebrado de lo real. Estamos, de nuevo, en lo que indicábamos en el inicio de estas líneas. A partir de la idea cósmica de la realidad, se impone la regulación que, de nuevo, intenta crear un sujeto capaz de la excentricidad necesaria para decidir, más allá de lo estratégico y lo socialmente avalado, quién quiere ser sin ceder a lo céntrico de la corriente social. La potencia de la razón exteriorizante nos crea, en una suerte de contrapaideia. El hombre, ser que piensa, ha de crearse en cuanto que emergente de su propio núcleo social y por ello, Séneca retornará, salvando ciertas distancias, al socratismo marginal de Diógenes de Sínope y la escuela cínica, aunque tomando distancia también de su histrionismo. En realidad, el estoico emprende un movimiento consistente en tomar distancia (o crear la distancia) para volver a ser capaz de mirar el mundo lejos de la inmersión ciega en la cultura erudita que se había constituido.
Y en la incorporación al cuerpo y a las emociones de esta regulación universal desde la cual mirar como “algo”, o sea, como un “aparte”, el tropel de la cultura, se cifrará la mitigación del dolor y el sufrimiento, cuya existencia no se niega, sino que se encauzan en el curso secreto y majestuoso del cosmos. En el campo político, el estoicismo implicará la recuperación del enamoramiento, la fe y el peligro de la verdad al estilo, señala Foucault, de los consejeros de los gobernantes (Séneca frente a Nerón). Algo que el propio Platón había, por cierto, encarnado también en su biografía cuando viajó para ser consejero de un tirano en Sicilia.
Las prácticas obedecerán a la palabra, en este mundo reorganizado desde fuera aunque apelando a su orden interno. Lo que se pretende es la coherencia, que es la forma de restaurar y asegurar el imperio de la verdad. Pero, el mérito y la actualidad de Séneca, consiste en que dicho orden carece de fundamentos, pues no hay soporte ni sentido que lo justifique. La verdad vuelve, en el fondo, a disolverse en su propia búsqueda, a convertirse en afanosa e incesante persecución. Hay una cierta desentificación de la verdad en él. Ésta se torna sombra o impresencia misteriosa que aunque no fundamenta el mundo, lo funda de un modo suave y susurrante. El orden, ahora, no es decible, sino misterioso, aunque inmanente, debiendo ser invocado en el ámbito de la conducta (ethos). Es el misterio que el propio mundo alberga en cuanto que existe y que, como la forma más profunda y letal de las bellezas, llega a justificar el dejarse morir sin mover un músculo de la cara en nombre de una verdad que muy difícilmente puede ya ser creída como en tiempos de Sócrates.
Finalmente, en la ausencia de la verdad como ente que hallamos en Séneca se da la hermosa paradoja con la que termina esta historia. Que de la verdad sólo permanece la admiración y que, después de todo, la verdad sólo había sido el amor por la misma y su búsqueda inagotable. Nada más.
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Educación y filosofía
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La divulgación como cháchara.Marcos Santos Gómez
En ciertas críticas que acometí tiempo atrás contra la institución escolar, lo que vine a defender es que superar la escuela significa trascender lo que ésta tenga de banalización del saber y por eso he podido sugerir que la buena pedagogía es aquella que aun tomando conciencia de las limitaciones de su medio y justamente por ello, es capaz de apuntar más allá del mismo. Pero el asunto plantea numerosas dificultades y no se responde con soluciones simples. Hay que preguntarse si, a partir de la conocida verdad expresada por McLuhan de que el medio es el mensaje, la escuela determina cualitativamente lo que en ella pueda decirse de una manera fatal; lo que, por cierto, intentó señalar Iván Illich con su concepto de “curriculum oculto” (que fue el primero que lo utilizó dándole una importancia fundamental como clave explicativa en el análisis de la escuela). Es decir, existe un mensaje de hecho, fáctico, que la escuela aporta en cuanto que es escuela y que cierra posibilidades para la contradicción o para la creación de saberes en disposiciones alternativas a la escolar. Es esto mismo que nos planteamos cuando se realiza la reducción del conocimiento a un lenguaje desprovisto de densidad y de historia, en lo que llamamos “divulgación”, lo que nos preocupará en las siguientes reflexiones. Lo que voy a defender es que el modo plano, esquemático y sintético de presentar las cosas propio de lo divulgativo transmite una imagen falsa y empobrecida de lo que realmente significa una disciplina y oculta de la misma lo esencial, de un modo paradójico, porque su pretensión es presentar precisamente lo esencial.
Si partimos de la escuela, nos preguntamos: ¿Oculta el entramado burocrático de la escuela el elemento poético que caracteriza a lo educativo? O, refiriéndonos al modelo actual, ¿resulta intrínsecamente pernicioso el tipo de escuela que estamos creando, sin maestros ni contenidos, que confunde, muy al estilo neoliberal, libertad con ausencia de regulación? Del mismo modo, en la vorágine de las nuevas tecnologías de que también se nutre hoy la innovación escolar, cabe que nos preguntemos por las limitaciones que imponen y que también constituyen una forma de mensaje; la forma y la estructura que afirman una concreta perspectiva acerca de lo que es “pensar”. Me refiero a internet, las redes sociales, las plataformas virtuales y a este mismo blog. Internet como ámbito en que cualquiera puede decir cualquier cosa, que infunde la creencia de que para pensar sólo hay que hablar sin escucha, preparación ni tiempo. Un ámbito para hablar de una manera desmedida sin meditar lo que se dice. ¿Está lo técnico invadiendo nuestro decir y nuestro pensar en su superficialidad como modo único y absoluto en la aprehensión “racional” del mundo? ¿Están lo técnico y su cháchara absolutizados y omnipresentes convirtiendo nuestro mundo en la peor de sus posibilidades?
Solamente desde el fatigoso abandono de lo cotidiano es posible aproximarse lúcidamente a lo real. La libertad en el pensar se obtiene al tomar la distancia teórica que demanda la mejor captación de la realidad y que nos inmuniza para no ser arrastrados por aquello mismo que pretendemos comprender. Hay un poder emancipador en la teoría que sólo puede extraerse cuando ella es capaz de fundar un ámbito propio y dirigirse al mundo desde un interés librementeescogido, en el que operen conceptos y no ciegas fuerzas sociales. Lo que se da en el pensamiento que quiere extraer de la praxis sus consecuencias, no es una confusión entre teoría y práctica, sino, en todo caso, una dialéctica entre ambas en la que ninguno de los polos silencia al otro, para lo cual, el estudioso ha de saber recibir lo que el mundo expresa mudamente. Si se quiere hablar y pensar con propiedad, se precisa, por tanto, de esta costosa tarea.
Desde una voluntad esclarecedora y emancipatoria, se torna preciso reivindicar paradójicamente un elitismo en el pensar, como practicara T. W. Adorno. Porque el pensamiento deja de serlo cuando cede a la tentación de divulgarse, en la medida en que al abandonar el ámbito conceptual tiene que adoptar formas banales de expresión que no ahondan en lo que quieren ahondar pues abundan en la inconsciencia y en la inconsistencia. Por eso, la filosofía posee sus “tecnicismos” que sirven a esta tarea de la mejor aprehensión de la dimensión real cuyo estudio asume. Estos “tecnicismos” son, en el caso de la filosofía, los conceptos que se han empleado, discutido y analizado a lo largo de una antigua tradición en la que ha habido pocas respuestas y muchas preguntas. En esta larga discusión entre autores vivos y muertos, se ha ido puliendo a sí misma para eludir auto engaños, desde una altísima exigencia y rigor, que son su principal virtud. La areté del filósofo es, justamente, esta fidelidad de la filosofía a sí misma que ha garantizado su distanciamiento respecto a la confusión de inercias que representa la vida corriente. El buen filósofo, antes que el ingenio, la creatividad, la penetración, la agudeza o la inteligencia, ha de haber encarnado el puro amor por la filosofía en sí, que es a su vez, un amor precario e imposible por la sabiduría, un estar permanentemente en el camino del saber, pero no en el mismo saber.
Pensar no puede ser una tarea fácil ni puede ejercitarse con la claridad descriptiva o explicativa que nos gustaría, ya que la realidad es complejísima. Lo complejo no puede ser dicho sin complejidad y la claridad del filósofo que se ha afirmado que es su cortesía es acaso cortesía hacia quien ni quiere ni puede ni está obligado a adentrarse en la tradición filosófica, pero no rendimiento de cuentas a la realidad. Siendo cortés con el profano, no se es cortés con la realidad. Lo mismo sucede con la física, por ejemplo, y nadie lo discute.
La complejidad del propio hombre en sus dimensiones ética o política requiere no sólo de descripciones y argumentos, a los que hay que recurrir constantemente, sino también de otras vías que incluyen lo narrativo. La experiencia que es en sí la propia existencia humana, sólo puede decirse narrativamente o “señalarse” de maneras tangenciales, oblicuas que acaso resten claridad referencial al lenguaje empleado porque deba adentrarse en el pre-universo que ha de darse antes de hablar del universo. Esta tensión intrínseca en el decir filosófico o en el pensar, se manifiesta en el dilema de cómo hablar ordenadamente del orden, cuando lo estudiado rige previamente lo dicho (las preconcepciones que en realidad siempre tenemos cuando incluso creemos referirnos linealmente al mundo natural). Este problema de tener que tratar con aquello que ya viene dado en su propio instrumento, es el que ha angustiado el devenir filosófico. El de una suerte de constante trascender inmanente, de juego de fugas y tensiones por el que una definición jamás puede agotarse. La filosofía funciona quizás donde el mostrar sería más elocuente, pero su misión es decirlo, con lo que ha de tensar el lenguaje y el propio pensamiento.
Si abandonamos el canon estricto de la referencialidad, la filosofía ha practicado caminos para hablar del mundo desde el propio mundo, como si, al modo hegeliano, el espíritu hubiera de hablar de sí mismo desde sí mismo a sí mismo, asumiendo lúcidamente la carga de mundo que porta en su intento de referirse al mismo. Esta lucidez no equivale tanto a eliminar prejuicios, como se ha dicho, sino a ser capaz de tomar conciencia de ellos, de reconocerlos y tornar el juego entonces un juego lúcido.
Para ello, se ha dado una tensión que fatalmente ha de acompañar a todo filosofar y que requiere la valentía de la constante pérdida del suelo que nos sostenía bajo nuestros pies. Es este peligroso vuelo de la lechuza el que ha caracterizado el filosofar desde los orígenes griegos. Esta suerte de autoconciencia por la que el mundo parece tener que despojarse de sí mismo para contemplarse. Una tarea que además, por ello mismo, está condenada a resultar trágica, es decir, irrealizable, un afán destinado al fracaso.
Así que resultaría contradictorio que se ejecute este modo de complejo vínculo con lo real en formas banales, sin el apoyo de conceptos trabajados ni su inserción en una larga y noble tradición de audacia y profundización intelectual. Estamos hablando de un pensar difícil que además de captar lo real, debe él mismo pulirse, pulir sus conceptos interminablemente. Este trasiego, este ir y venir a lo presupuesto no es fácil ni se logra con un pensar que se constituya como frases hechas. La divulgación es esto mismo, la exposición de un movimiento que no puede serlo ella misma. Por eso, como se dice de la traducción, siempre traiciona y falsifica. Es lo que quería decir Kant cuando indicaba que sólo se puede aprender filosofía filosofando, sólo se puede profundizar o recoger la complejidad del mundo de manera activa y costosa, no precisamente adhiriéndose a frases hechas que ofrecen fragmentos petrificados de la infatigable búsqueda.
Lo grave es que esta ausencia de reflexión está ya presente en la utilización de conceptos “vulgares”, en los propios conceptos empleados por la exposición divulgativa que no ofrece sus razones, que no indica sus caminos. Algo así como aprender física sin matemáticas. El profano en la física, como yo lo soy, puede acaso captar algunas de sus bellísimas y conmovedoras ideas, captar algo del proceso que las ha creado, hacerse un plano de cómo es la cosa y emocionarse, pero jamás paladeará de verdad la física. Es una condena que debemos aceptar y que, en la línea de lo comentado en posts anteriores sobre la mortalidad y la finitud, implica precisamente aceptar nuestros límites. Es una forma en la que, también, la muerte nos saja y nos recuerda que hay una belleza inasible en el cielo estrellado que es más, mucho más, que cualquiera de nuestras pobres vidas.
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Educación y filosofía
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¿La Pedagogía ostenta reminiscencias teológicas?Marcos Santos Gómez
Todavía, a pesar de lo explicado en el post anterior, puede haber quien desde un grave desconocimiento de lo que es la filosofía pueda sospechar que en el proyecto de ampliar el margen de lo racional más allá de la racionalidad objetivante de la ciencia a la racionalidad filosófica, podamos estar abogando subrepticiamente por una reintroducción de la teología en la Pedagogía o en las Ciencias de la Educación. Pero, del mismo modo que intenté argumentar que en absoluto la ampliación de la razón propugnada equivalía a una incongruente entrada de lo irracional como clave en la comprensión de lo educativo, ahora quiero subrayar que dicha ampliación de la razón aplicable a lo educativo, significa también superar lo que en algún artículo reciente se señala con el nombre de “fundamentacionalismos”. De hecho, la razón científica coincide en esto con la razón teológica (ontoteológica, en realidad, en la concepción de Heidegger), es decir, ambas tratan de cimentar sus “productos” en fundamentaciones fuertes, en cadenas de entes, como serían las de una trama de tipo causal que justifique el mundo en su actual presencia, de manera que resulte eliminada cualquier objeción (en cuanto que lo que se presenta lo hace sin dejar el menor resquicio a ser de otro modo). Lo que es, es lo que hay, sin sugerir lo otro posible.
Nada más lejos de lo que quienes planteen la objeción que da pie a este boceto entienden por “teológico” o “teología”. Porque para muchos de ellos, la teología o su reminiscencia consisten en la persistencia de una suerte de constructos vagos e indemostrables, heredados de la tradición más eclesiástica, que fundamentan, que dan una finalidad fuerte y una definición exenta de duda de lo educativo visto en la forma de esencias o sustancias. Desde estos objetos que se postulan como reales, de un modo platónico con frecuencia, al modo de eidos, se justificaría un tipo de educación, con su correspondiente estilo didáctico, conservador e inmovilista, que dice o halla vaguedades espiritualistas o una suerte de “alma” o un “sujeto” educando que olvida el tiempo gerundio que lo caracteriza y que manifiesta una naturaleza y fines preestablecidos o se rige por valores “eternos”. Mi tesis es que, en primer lugar, retornar a la Pedagogía como modo filosófico de pensar lo educativo implica todo lo contrario: una deconstrucción de esta especie de mundo de ultratumba incorporado a la realidad. Y, en segundo lugar, que las reminiscencias de este modo cerrado de mundo que ellos llaman “teología” pueden hallarse sorprendentemente también en las Ciencias de la Educación.
Como decíamos, la razón que desde las distintas formas de positivismo que imperan en las Ciencias de la Educación se asume es la que recoge la realidad educativa bajo un modo de aparecer como presencia afirmativa que no incorpora la posibilidad de ser de otro modo, sin el juego de desdoblamientos, bifurcaciones, relaciones y ocultamientos que es el fondo de las cosas, su realidad impresente. Hablamos, como a continuación vamos a desarrollar, de realidades desprovistas de sombras, sin negatividades, sin la nada que las cerca (por la que Nietzsche entenderá la desfundamentación, su desligamiento de otro ente fundador).
Pues si se justifica que todo ha de devenir del modo que lo ha hecho, no quedaría espacio en esa racionalidad explicativa para resaltar las fisuras que puedan impugnarla. El saber de las Ciencias de la Educación o de la Didáctica o de una Teoría de la Educación con pretensiones técnicas, sería, pues, un saber con vocación instrumental que operaría en lo educativo y podría acaso cambiar algunas cosas, pero lo básico, la estructura o malla o marco con el que captar lo educativo, no cambiarían. No puede haber un salto cualitativo a otro modo de ser desde una intencionalidad que es en el fondo instrumental, como la implicada por la razón de la técnica que subyace en los fines de estas ciencias. Son ciencias de lo dado, de la presencia, de lo factual que ni deben ni quieren ni pueden entender de otras dimensiones de lo ente.
Estaríamos hablando de un tipo de explicaciones que llenando la realidad, bajo la metáfora moderna de una plena iluminación capaz de ofrecer una imagen exacta, segura y clara del mundo, no puedan, como es lógico, iluminar aquello que aun siendo, en la forma de posibilidades, no encajaría en la presencialidaddel mundo. Quiero decir que la ciencia, empleando un esquema que se acopla mucho mejor al mundo “natural”, en lo social y lo educativo agotaría lo real en una descripción total, ajena a todo “principio esperanza” (Bloch), en un discurso que no destacaría lo que no encaja, pues se cimenta en el esquema metafísico de un universo en el que, por definición, todo debe encajar. O sea, en este tipo de razón omniabarcante y plenamente iluminadora, no habría manera de entender y mirar en el mundo aquello que impugna el orden que se nos presenta a la vista.
Lo que ha aportado la filosofía al estudio de la educación es un modo riguroso de evitar este peligro por el que los discursos sobre la educación devendrían en ideología (por “ideología” entendemos aquel discurso o sistema de creencias cuya función sea preservar y dar cohesión al orden social existente, rebajando el horizonte de lo posible a lo que aparece). Para una razón más amplia que la que se aplica al retrato de lo factual, existirían los espacios que siendo apropiados, serían capaces de hacer peligrar toda esa trama ideológica y la estructura de lo presente. Es decir, haría falta una razón que “vea” lo no visible partiendo de ello, que es donde reside la clave para transformar el mundo, es decir, aportando la posibilidad de un nuevo modo de ser, de una transformación cualitativa, de una nueva cosmovisión cultural y existencial que supere la patología de lo que se nos da y que signifique una orientación o perspectiva diferente y más amplia.
Pero esto no significa que ensalcemos un pensamiento vaporoso, sin pies en la realidad, intuitivo o mágico, sino por el contrario, se trata del esfuerzo “metódico” por buscar modos en el pensar que nos puedan resituar en los espacios de lo social aptos para deshacer todas las tramas. Dichos espacios son realidad y no fantasmas, aunque son realidad invisibilizada por las ideologías, como hemos dicho. Por ejemplo, la posibilidad real de una humanidad sin hambre puede centrar la mirada en lo esencial, puede ayudarnos a contemplar nuestro mundo de otro modo y, por ende, al propio hombre. O, dicho de otro modo, el ejercicio de una razón que ejerza una función crítica a partir de la capacidad de rehacerse y de rehacer sus construcciones incorporando las tensiones y horizontes en lo social y en el propio ser que nos devuelvan una perspectiva más global de la realidad que, sin embargo, nunca la agote.
Por supuesto, pensar de este modo se ha venido haciendo a lo largo de toda una viejísima tradición que hemos llamado filosofía y que ha coexistido con el modo que Ellacuría llamaba “ideológico” del filosofar. Con esto, lo que quiero resaltar, sin entrar en detalles que conducirían a que estuviéramos componiendo ahora un artículo riguroso y no un simple post de un blog divulgativo, rigor al que estaríamos obligados en caso de que estuviéramos escribiendo de una manera de verdad filosófica (ahondando en los matices, empleando los tecnicismos que la filosofía ha desarrollado para proceder con mayor eficacia y precisión y en especial discutiendo con toda su noble tradición), lo que quiero resaltar, decía, es que creer que la filosofía sólo sea ideológica y que lo es, además, por su ligazón con una teología o metafísica fundamentacionalistas (lo que Heidegger llamara “ontoteología”) es un grave prejuicio producto de la peor de las ignorancias: la de no aspirar a conocer aquello que se ignora o no apreciarlo porque se lo ignora. Y cuando existe este tipo de ignorancia, justo entonces, en el mundo de la academia y la universidad, operan los prejuicios ideológicos sin que nos demos cuenta o imperan otros intereses espurios que no tienen que ver con el conocimiento.
Nada más absurdo que la estulta creencia de que la filosofía es creencia. Aunque si hemos de ser justos, no podemos dejar en estas líneas de matizar que tampoco, propiamente, lo teológico es, todo ello, creencia. Ha habido un esfuerzo muy serio por atreverse a pensar a “Dios” y la fe, para quien la tiene o para quien siente solamente la curiosidad, que ha intentado evadirse de los peligros de las mistificaciones, de los prejuicios esencialistas, los fundamentacionalismos del Dios causa, para apuntar a modos de “decir” y “comprender” lo sagrado que no impliquen todo ello. Éste ha sido el caso, viejísimo, de la teología negativa y de muchas corrientes que se han dado en el siglo XX. Porque si entendemos, como entienden hoy muchos teólogos, que la teología es razón que, básicamente, recoge y se confronta con la negatividad que significa para la historia el sufrimiento, nunca puede dar sistemas ni respuestas finales. Habría, mejor o peor logrado, este esfuerzo en la propia teología por incorporar una razón que es crítica, que disuelve las tramas ideológicas y que intenta no basarse en lecturas sustancialistas, metafísicas o fundamentacionalistas de la realidad. Un ejemplo de ello sería la teología de Ellacuría y de gran parte de los teólogos de la liberación, cuya mirada se centra en lo tangencial, lo invisible y lo marginal, por lo que difícilmente pueden ser considerados saberes ideológicos.
De todos modos, lo que quiere decirse cuando se achaca a la Pedagogía el ser teología es, no tanto que se parezca a esta teología de lo no logrado, de lo vencido, sino a la teología justificativa que parece inventar constructos que las Ciencias de la Educación, desde una razón positiva, no pueden admitir. Esto está bien. Lo único que ocurre es que además hay que precisar que los modos más críticos y amplios de racionalidad por los que abogamos para que el estudio de lo educativo vuelva a ser Pedagogía, no fabrican castillos en el aire o fantasmagorías. No. La Pedagogía por la que apostamos nunca sería eso, aunque es cierto que ha existido ese tipo de enfoques. Se trataría, repetimos, de tomando el hilo de la tradición filosófica, en especial la contemporánea, buscar modos de pensar rigurosamente la educación que no intenten comprenderla a partir de mistificaciones, de “cosas” fuera del mundo, de vaguedades y, menos aún, atrapada incoherentemente en la red ideológica de un modo de producción concreto, que diría el marxismo más clásico y que, además, sea consciente de los intereses y las prácticas que pueden estar interviniendo en determinadas conclusiones, por encima del estricto interés por la “verdad”.
Para ello, nuestra apuesta es por formas de pensamiento que cuestionen y sospechen de lo que nos viene dado, desde la visualización de posibilidades que aun formando parte de la realidad, aún deben realizarse (Zubiri, Ellacuría); a un énfasis y punto de partida en el sufrimiento y lo no logrado que deshaga los constructos y sistemas que intentan clausurar la historia (Adorno); a una Teoría Crítica que visualice los intereses de toda teoría en su vínculo previo con lo dado y asuma lúcidamente un interés emancipatorio para guiarse (Horkheimer); a una teoría que destaque lo malogrado de la historia, la cual se habría alejado de un entorno cultural en el que expresar y realizar las necesidades humanas de un eros que habitando en la mediación de una cultura no implique un insuperable malestar (Fromm); a una superación fenomenológica de la mirada naturalizante (fenomenología en todas sus amplísimas vertientes); a una conexión no entificante con el origen que eluda la cristalización de las cosas y su apropiación técnica como modelo de falsa vinculación con el ser (Heidegger); a un desfondamiento del constructo sujeto-moderno desde la hermenéutica (Gadamer, Ricoeur) o su superación estructuralista y postestructuralista (Foucault); una incorporación de la finitud, del estar arrojado y del tener que hacerse en lo educativo (existencialismo); una razón dialógica y comunicativa que nutriéndose del mundo de la vida supere el subjetivismo moderno con un modo de ser intersubjetivo que aspire a lo mejor (Apel, Habermas); modelos pragmatistas o neopragmatistas de la racionalidad (Dewey, Rorty); una razón débil que no acuda a “fundamentos” y pruebe modos de ser como cosmovisiones, mediante reinterpretaciones y sucesión de perspectivas (Vattimo); pensar la realidad como tensionarla antes que construirla como identidad (Deleuze); a una deconstrucción que muestre en qué contexto (lingüístico) se define la “verdad”, en la asunción de que mundo es igual a juego de lenguaje (Derrida), etc.
Toda esta riquísima tradición contemporánea y actual de la filosofía, lo que ha hecho es plantear qué es la razón, es decir, el significado, posibilidades y procedimiento del pensar, para que éste se constituya sin el recurso a los viejos modos fundamentacionalistas de operar, o sea, sin “teología” a la vieja usanza. Nada de esto puede ser tachado de sustancialismo ontoteológico y, sin embargo, en todas estas corrientes puede afirmarse un prurito de liberación o, en todo caso, de cuestionamiento, sospecha y disolución “desideologizadora” (palabra empleada por Ellacuría) que comprende visualizando e “incorporando” sin subsumirlo lo que falta, asumiendo su nada para, desde ella, renunciar a las justificaciones (Nietzsche), como “saber” inacabado de lo inacabado. Pero me remito a una tendencia y forma de pensamiento aun más viejo, que pasa por Freud, Marx, Feuerbach y que, a lo largo de la historia, ha ejercitado un modo de comprensión que ha sido antes pregunta y duda que respuesta, o cuya respuesta es otra pregunta.
Por eso mismo, si estamos pidiendo que la Pedagogía retorne a este suelo, estamos abogando por un pensamiento educativo desideologizador, movido por ese interés de desenmascaramiento. Lo que, dicho de otro modo, equivale a un modo de pensar lo educativo, de investigarlo y abordar su estudio, que trate de tomar conciencia de los propios prejuicios e intereses para, como diría Séneca, no ser esclavo de sus pasiones.
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Educación y filosofía
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La razón filosófica de la Pedagogía (crítica).Marcos Santos Gómez
Defender la tesis de que las “Ciencias de la educación” vuelvan a ser “Pedagogía” no equivale, en absoluto, a una renuncia a la racionalidad en el estudio de la educación, sino, todo lo contrario, es sinónimo de una mayor racionalización del mismo. Porque se trataría de afinar qué entendemos por razón y de delimitar en su estricto ámbito y horizonte el modo de racionalidad más restringido que opera en la ciencia para comprender lo que ha sucedido al reducir el modo amplio de razón comprensiva de la pedagogía a la razón explicativa de las ciencias de la educación. Es decir, el término “pedagogía” sugiere una vuelta a pensar lo educativo en su más originario y metafísico anclaje, en la medida en que emergió históricamente como un requisito del nuevo logos griego que produjo los procesos en la cultura y el conocimiento que demandaron un modo específico de formación consciente que se llamó paideia.
La civilización nacida con el logos fue la que de un modo amplio toma distancia del mito pero para percatarse (a lo largo de la historia de la filosofía) que había también una insuperable vinculación profunda con el mismo que como fatal tendencia ha nutrido la imaginación de los hombres, que han necesitado también soñar y expresarse con imágenes. Una cosa es incorporar la finitud y la contingencia a la razón que deba nutrir a la Pedagogía, y otra expresar y mostrar la dimensión personal y existencial de la misma que incluye los “fenómenos” del duelo y la muerte. Esto último es lo que hoy cubrirían las artes, esta honda necesidad expresiva de “pensar” sin palabras o mejor dicho, sin conceptos. La filosofía, como primer estilo de la racionalidad ya plenamente perfilado pero con matices diferentes en las ramas jónica o ática griegas, ha sido el lugar de la razón hasta que de ella emergiera la ciencia en un proceso ahora complicado y largo como para detallar. Esto no ocurrió hasta la Modernidad, propiamente. Pero que la filosofía haya existido antes y después de la ciencia, quiere decir que la razón ha sido y es algo más allá de lo explicativo positivista y que ha intentado ser también una comprensión de lo real que en las universidades se caracterizó por ser, como es hoy la ciencia, sistemática, analítica, precisa (en la medida en que lo complejísimo del ser y de lo real pueda decirse de un modo preciso o referencial, que no se puede) y que ha debido extraer, en algunos momentos, la razón de lo narrativo del mismo modo que eran ya un embrión de pensamiento, sin ser todavía un pensamiento elaborado en sentido estricto, la poesía y las tragedias de Esquilo.
El problema ha sido que no se puede aspirar a describir (y menos a explicar) de un modo referencial lo educativo. Este es el error del cientificismo y de las corrientes filosófico-epistemológicas que emanan del primer Wittgenstein. Inevitablemente, una concepción referencialista de la Pedagogía dejaría vacíos no “detectados” en torno suyo. Al emplear un lenguaje que aspire a la conexión lógico-referencial con el cosmos, estamos presuponiendo que lo educativo es realmente así, en la forma de una estructura o cosmos. Si le aplicamos esquemas causales, habremos de asumir que lo educativo es legaliforme, o sea, que funciona siempre de un modo nítidamente causal, que es el de una construcción planificada (esto sería lo propio de confundir lo didáctico con lo educativo, lo técnico-sapiencial con lo personal-relacional).
Pero la propia razón filosófica hace tiempo que ha sospechado de sí misma, de sus engendros, como lo es la auto-configuración de la misma que llamamos Modernidad, que termina atrapada o en el objetivismo sin sujeto o en el subjetivismo sin mundo. Ahora trata de adoptar formas tangenciales o complejas para decir tangencialmente lo que es tangencial, rizomático, complejo. Si lo educativo es, como he sugerido en algún otro post, un acontecimiento, no puede, por definición, ser aprehendido, predicho o descrito con la precisión con la que se describe un hecho natural. La naturaleza personal, relacional, singular y azarosa de lo educativo lo convierten en un acontecer que desborda lo científico y que no puede ser captado reduciéndolo a variables o datos. Sólo una parte de lo educativo corresponde a esa metafísica que presupone un mundo legaliforme y fundacionalista, o sea, observable y causal, pero no la honda y enrevesada raigambre de todo ello.
Entonces, puede haber una razón, y la ha habido, que intente no tanto reflejar o referir directamente, sino traducir el mundo a conceptos, por lo que entiendo el lenguaje con la función de decir lo indecible. Este querer decir lo indecible afecta a la razón, que se torna contingente y precaria, y a la verdad, ahora no menos contingente y precaria. La fortaleza de las tramas que pueden verse en el mundo han de falsificar, en cierta medida, o despojar, al mundo de su carácter indecible en última instancia, del mismo modo que la exuberancia expresiva del mito fue despojada de sus imágenes y símbolos para destilar sus verdades desnudas, como esquemas (de las generaciones de los dioses se extrajo la causalidad para “verla” en el mundo). Pero este procedimiento se hizo sacrificando el componente abisal e incierto que en los mitos tenía la verdad, una verdad que requería de las imágenes eliminadas y que ahora carece de la autenticidad de las sombras que incorporaba en sí, de la ambigüedad y de su incapacidad para acertar de pleno con la composición del mundo. Para inventar la verdad como correspondencia in speculo entre lenguaje y mundo hubo que renunciar a la verdad de lo no dicho, de lo mostrado, de lo sugerido más allá del límite, de lo esperado y de lo soñado.
Hasta cierto punto esta verdad hallada violando sus propias normas es también el esfuerzo de algunos poetas, pero habría que estudiar las diferencias entre poesía y filosofía. En cualquier caso no soy partidario de disolver sin más lo racional en el arte y no es la conversión de la disciplina que piensa lo educativo en intuición o pura imaginación estética lo que deseo propugnar en estas líneas. No se trata de mero sentimiento, sino, en todo caso, de emoción inteligente, de un logos vertebrando el caudal de las emociones. Lo que nuevamente veo, con asombro, que intentaba ya hacer la antigua escuela estoica y, sobre todo, hablando con propiedad, Séneca.
Acaso sean, arte y pensamiento, dos caminos, el del decir y el del mostrar, por lo que el ir más allá de lo decible en la educación no ha de implicar una renuncia a decir, a emplear un lenguaje conceptual y no poético. Sólo desde este ámbito más básico es posible, creo, aspirar a entender o mirar lo que acontece cuando nos educamos, muy por debajo de las derivaciones más sapienciales y técnicas de la paideia. Se trata de asir la realidad con la plena conciencia de la pobreza que acompaña a la aprehensión conceptual, que es la propiamente filosófica. La filosofía es un saber que lo es a sabiendas de que no puede saber lo que quisiera, o sea, un conocimiento trágico. La Pedagogía, si retorna a su germen filosófico, parte de la toma de conciencia del fenómeno educativo en toda su inabordable amplitud, de que lo que sabemos es menos que lo que se nos escapa de entre las mismas manos al conocerlo.
Para entender que la excelencia en la Pedagogía se basa en su precariedad y, sobre todo, en la cabal conciencia de la misma, hay que haber asumido, previamente, que cualquier aproximación racional a la realidad, y más a una realidad tan compleja como lo educativo, es necesariamente precaria y mantiene un carácter de incertidumbre y provisionalidad tanto en los métodos como en los resultados que sólo puede aceptarse desde una pre-concepción del hombre en la que éste se encuentre entreverado de finitud. Lo que desde un punto de vista ético implica la también muy estoica asunción de que nuestras vidas e identidades (cultural, nacional, personal, etc.) se hallan estigmatizadas por la vanitas, algo que la terrible Peste Negra del siglo XIV en Europa forzó a comprender, en el tiempo en que se practicaron las morbosas danzas de la muerte y se pintaron tablas representando el mismo espantoso final para cualquier fortuna, un fracaso de los deseos que los nihiliza. Es decir, se trata de integrar la conciencia de la propia finitud en el pensar y en la investigación científica para así realizar el ideal de la comprensión por encima de la explicación o la claridad de metodologías científicas que iluminan a costa de cegar. Incorporar el miércoles de ceniza a la ciencia equivale a incorporar la humildad en el científico, pero curiosamente para afinar su mirada. La Pedagogía es, debe ser si quiere comprender, este miércoles de ceniza de la razón que aprehende trágicamente lo educativo.
Esto, que llevado a cada existencia individual puede producir en el peor de los casos puro terror o en el mejor la elegante ironía de Borges, además de ir incorporado a una ética personal, tiene unas implicaciones epistemológicas muy evidentes. El gusano que corrompe los cuerpos también pudre las pretensiones de las Ciencias de la Educación si somos capaces de tomar distancia irónicamente del método científico. Sólo así, la ciencia ganará en precisión y belleza. Sólo así, la pedagogía logrará una epistemología consciente de su impotencia y sus muchas limitaciones. Esto significa refrenar la inercia acaparadora y omniabarcante, autosatisfecha, de las Ciencias de la Educación para “ensombrecerlas” de Pedagogía.
Podríamos comparar esta función crítica de la Pedagogía con una función socrática, como la ejerciera el tábano de Atenas, de acicate, de pálido memento mori que por serlo obliga a relativizar siempre las conclusiones y que por eso mismo nunca servirá como ideología, nunca justificará un estado particular del mundo, apelando a la descomposición que toda composición del mundo alberga desde esta nueva lucidez de lo mortecino. La Pedagogía, que en el fondo ha de comprender quiénes somos, vencerá cuando reconozca que sólo puede vencer en su fracaso.
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Educación y filosofía
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Los nuevos “creyentes” de la enseñanza.Marcos Santos Gómez
Lo asombroso y admirable del ateísmo es su renuncia a creer en algo. Así, alguien que ha asumido esto, no sólo como forma de comprender la existencia y el ser, sino de comportarse, es decir, como ethos(ética), no va a ingresar en ninguna otra Iglesia ni adoptar una fe que la sustituya. Parece obvio. Ha renunciado a que su vida gire en torno a respuestas y prefiere, en un acto filosóficamente heroico, cimentarla en preguntas o en la pregunta por lo que es, que es escucha paciente y silenciosa entreverada de nada. Prefiere que ninguna imagen, sistema o metafísica rija su existencia y asume que la vida es un balanceo constante en la cuerda floja al que acaso salva, en su precaria intensidad, la belleza. Sobre las consecuencias de este valiente modo de vida mucho escribió el gran Nietzsche.
Vivir así, de manera coherente y sin ceder a la tentación de que el Dios asesinado continúe operando en la propia estructura vital, lo que abarca desde lo intelectual a lo existencial y a lo psicológico, supone, pues, una tarea ingente. Porque situarse en el ateísmo o agnosticismo implica el esfuerzo sobrehumano (que diría Nietzsche) de resistir a la inercia que, bien sea tendencia natural, o bien sea un elemento heredado a través de la educación, padecemos la inmensa mayoría de los hombres. Ya en la forma de fe de carbonero, o sea, un fideísmo voluntarista sin elementos racionales que lo justifiquen, o ya en formas místicas o ya con fundamentos racionales que reconozcan lo razonable de la creencia aun admitiendo su carácter indemostrable, el hombre parece sentir una necesidad profunda de creer, de aferrarse a una última seguridad.
Pero nada de ello es argumento que demuestre la existencia de Dios. El hombre puede albergar una inercia que en sí fabrique su ilusión, el fantasma que es ella misma y que aparte de ella no existe. Desde esta crítica, ya vieja y de tipo ilustrado, que sintetizó a la perfección Feuerbach, ante la evidencia de que todo lo que el hombre llama “Dios” son proyecciones y fantasmas de este tipo, en un ejercicio de discernimiento, se llega una y otra vez a la misma nada.
Ciertamente, el ácido de la razón ilustrada ha servido a algunos “creyentes” para pulir su fe eliminando las sucesivas imágenes que la habían poseído. Este movimiento racional es anterior a la modernidad, aunque la prefigure (Maestro Eckhart), y no ha conducido necesariamente a la ausencia de una fe en un final, en una última palabra que resituará todo en su lugar. Esta fe desnuda de imágenes se ha podido tornar en un anhelo de justicia, como explicaba Horkheimer en su etapa postrera, tras la debacle nazi y la peor guerra que ha existido nunca. Lo que, dicho de otro modo, significa que se confía en que el mal no tenga la última palabra, en que finalmente triunfen las víctimas sobre los verdugos.
En una irónica paradoja, señalada habitualmente por Chesterton, hay que presuponer esta fe iconoclasta para que la realidad pese, tenga densidad y para que exista una verdad que, desde su indeterminación, diluya las falsas imágenes con las que, decía el inglés, un escéptico acaba confundiendo la realidad. Se trata de lo que él a menudo llama “sentido común”. Dios dotaría al mundo de una seriedad y a la verdad, también, necesarias para impugnar la mentira y lo dañino como obvia mentira y como evidente daño.
La teología negativa también ha renunciado desde muy antiguo a “pintar” a Dios (para Chesterton los iconos y la imaginería católica no eran intentos blasfemos de hacer de Dios un ídolo, sino de aproximar lo sagrado a lo terrenal y entenderlo a partir de lo terrenal, lejos de las abstracciones con las que a veces se ha querido comprender a Dios). La mezcla de ambas, tierra y Dios presente en su obra, con la renuncia a fijarlo en una imagen determinada propia de la teología negativa, lo que mitiga la posibilidad de que se nos cuelen en la fe las proyecciones subjetivas con que los hombres pintan a Dios (creencias) y que ya señalara el filósofo pagano presocrático Jenófanes, ha sido el máximo esfuerzo y exponente, valiosísimo, de la teología en el siglo XX y que ha desarrollado ampliamente la Teología de la Liberación. Un esfuerzo ilustrado, hábil y creativo de salvar lo razonable de la fe, de creer sin incurrir en remitificaciones de un modo en que se reconciliara la antigua herida gnóstica que a partir de San Agustín reabriera Lutero entre Dios y su Creación. Lo complicado es que las respuestas, prácticas y teóricas, dadas al problema del mal, bien sea por la vieja vía de la teodicea que en España intenta resucitar con gran sabiduría Torres Queiruga, o la de una imposible teodicea que sin embargo no convierte en un sinsentido absoluto la fe, como ha escrito, en el otro extremo, Juan Antonio Estrada, no dejan de ser respuestas; por mucho, creo, que en el segundo caso se haga prevalecer el misterioso silencio de Dios o su no respuesta.
El ateo vive y quiere vivir de verdad sin respuestas ni nada que le dé un sentido fuerte o último a la existencia, lo que no le impide reconocer la persona del otro y practicar una solidaridad absurda, sin otro fundamento que la voluntad de afirmar la vida en su precariedad. En esto consiste el “humanismo” ateo. Un humanismo que pretende no partir de ningún fundamento último, explicación, sustancia o causalidad metafísica. Una suerte de salto en el vacío que como mucho se puede parecer a una fe, pero jamás a una creencia. O, mejor dicho, es una fe sin creencia. Quien mejor lo ha expresado ha sido, a mi juicio, Albert Camus.
Al ateo o, mejor dicho, agnóstico, le surge una y otra vez la cuestión de, como sugiere Tierno Galván en su conocida obra ¿Qué es ser agnóstico?, la reconciliación consecuente con la finitud, en la que hay que considerar, por supuesto, la propia muerte, la muerte de todos, la muerte de la humanidad tarde y temprano y una permanente incertidumbre y desfondamiento de todo lo real, una finitud que no ficcionalice, como acusaba Chesterton a los escépticos de su tiempo, sino que, además, sea fuente de vida y trabajo por un mejor modo de ser. ¿Es posible vivir sin Dios? No tanto razonar, como se ha dicho, pues la razón opera sin Dios, sin necesidad del mismo, pudiendo incluso avalar las verdades prácticas del cristianismo sin necesidad de recurrir a la fe en la existencia de su Dios. De lo que se trata es de vivir sin la seguridad de Dios. Y ésta parece ser la gran dificultad y el mérito que a mi juicio manifiesta quien lo lleva a cabo, como máxima expresión de racionalidad y modo filosófico de ser. Es, al estilo estoico o senequiano, un poner en juego la razón para ir pensando los propios deseos y, de este modo, eludir y domeñar sus fantasmas. O vincularlos a un logos que resulta, para el cordobés, intrínsecamente mundano e inmanente y que puede orientar las emociones para que el sujeto (un sujeto que va prefigurando al de la modernidad, por cierto, como destacaba el libro de García Rúa sobre Séneca) obtenga la tranquilitas animi y desarrolle una vita beata en el mundo.
Se dice a menudo que ateo y agnóstico no son la misma cosa. El ateo tiene una respuesta y el agnóstico es el que no tiene una respuesta final ni aspira a tenerla y, además, vive mejor porque no la tiene, porque carece de ella. Y por tanto, el punto en que deseamos situarnos en este escrito es justo el del agnóstico, que renuncia también a la hybris del ateo en su aceptación de que ni hay ni puede haber ni quiere una respuesta. El agnóstico ha comprendido mejor que nadie, me parece, incluido el creyente que ha pensado a fondo su fe en este sentido (el cristianismo, a pesar de todo su montaje metafísico, sirvió en el medievo y sirve todavía para recordar e integrar la muerte en la vida cotidiana, lo cual ha resultado muy positivo, creo) que en el Viernes Santo hay que saber morir sin Dios, tras una vida vivida sin Él. Traduce el silencio pasmoso de Dios por una amable ausencia que despoja de solemnidad y de una pesada profundidad al mundo. Es más, el no creyente da la vuelta a esta ausencia y al dolor para encararlos y revertirlos, para comprender que es justo porque se acabará por lo que la vida vale. La vida, dice el agnóstico, vale en sí misma, y que valga en sí misma es que valga como es, o sea, veteada de muerte y finitud. Aún más, la vida es valiosa porque hay muerte, porque tenemos que morir. Maticemos, por tanto, que no es ni ateo ni agnóstico realmente quien renuncia a mirar a la muerte, pues ello lo sitúa en una creencia, la de su propia (y falsa) inmortalidad. Cuando hablamos de agnosticismo, hablamos de la renuncia sincera a confiar crédulamente en una mascarada capitalista como es, hoy, la de la vida sin límites. Nuestro mundo actual no es ni ateo ni agnóstico, sino profundamente creyente.
Salvando importantes matices que ahora no vamos a hacer, esta posición existencial nos conduce, en el plano del conocimiento y de la verdad, a la aceptación socrática de la precariedad que acompaña a cualquier sabiduría. Esto es crucial, ya que esta asunción del amplio espacio de no saber y de terra ignota que nunca podremos explorar completamente, del despliegue de nuevas preguntas que abre cualquier respuesta, opera en el ethos y en la razón como un amable ácido, una ironía, un ánimo risueño y un humor que relativiza cualquier absoluto de tipo práctico. De las consecuencias de este estado cognoscitivo que es requisito epistemológico imprescindible para la ciencia, un estado que es, contra lo que se dice, previo, anterior al desarrollo de la ciencia y que es, por tanto, presupuesto por ella, es a lo que, en mis últimas líneas quería referirme. Porque ser un científico no garantiza que se haya asumido en su hondura la finitud. Uno puede creerse agnóstico o ateo y no serlo. Puede incluso ocurrir la ironía chestertoniana, que de hecho se da muy a menudo, de que un creyente católico, por ejemplo, se deje atrapar por ciertos fantasmas y proyecciones deseantes en mucho menor medida que un autoproclamado escéptico, ateo o agnóstico. Un creyente en Dios puede estar, irónicamente, mejor preparado contra los ídolos.
Y es de la presencia constante y clamorosa de esta ironía en la universidad y en cualquier otro espacio de enseñanza o educación de lo que quería, en realidad, hablar, aunque ya está casi todo dicho. Mi hipótesis es que, acaso, la estructura creyente, o sea, la entrega absoluta e irracional, voluntarista y al modo de un enorme prejuicio, a una única respuesta que ciega aquel socrático espacio de incertidumbre y de no saber del que precisa la ciencia para funcionar bien, persiste tenazmente en la mayoría de quienes se consideran ateos e incluso abierta y combativamente anticlericales dentro de las instituciones educativas.
¿Es posible que un crítico de la Inquisición esté reproduciendo los esquemas mentales y dogmáticos de la Inquisición? Porque no olvidemos que la Inquisición fue un intento de regular, normativizar y organizar la fe dentro de unos cauces más o menos cercanos a la institución. Fue un modo de la racionalidad, también, que eliminando lo crítico, hizo prevalecer lo burocrático. Trató de definir y canalizar la fe vetando sus herejías en una doctrina, o sea, en una creencia. Mi pregunta para hoy es si es algo parecido lo que hacemos cuando intentamos regular algo tan poco regulable como es lo educativo, para acordarlo a la institución, a los tiempos que corren y al mercado (nuestro Dios), tachando de pecado y castigando cualquier crítica a este orden que viene no tanto razonado, sino impuesto (o con razones que se imponen). Sospecho que la vieja estructura dogmática de una razón que acaba deviniendo en control burocrático, que fue el espíritu de la Inquisición (regular una fe para convertirla en creencia o transformar la pregunta en respuestas) persiste con una fuerza desmesurada aun en contextos y personas, o instituciones, que dicen haber asumido un modo de vida laico.
¿Es que no soportamos vivir sin Dios o, mejor dicho, sin creencias? Las consecuencias de asumir una razón que opera contra cualquier creencia son terribles y muy duras de sobrellevar para bastantes de los autoproclamados ateos, agnósticos o laicos en la escuela. Nos priva de la ansiada seguridad que necesitamos, tanto para vivir a gusto y sin pensar, como para instalarnos en el poder con buena conciencia. Justo lo que la religión ha hecho en tiempos anteriores. No soportan, sencillamente, ni una escuela ni mucho menos un mundo sin tener que recurrir a una creencia, a la seguridad de llenar el vacío y la nada con sus respuestas, poniendo ciencia y pensamiento al servicio de las mismas y cimentando desde ellas todo un aparato de poder que finalmente, como todo poder, acaba constituyéndose en un fin en sí mismo. Y entonces se da la paradoja de un laicismo que se constituye en nueva Iglesia.
Esta situación es la que refleja en España, por ejemplo, la sustitución que se ha dado de las materias de filosofía en los institutos por las del tipo “Educación para la ciudadanía” que ofrecen respuestas ya dadas antes que inteligencia para defenderse de cualquier respuesta que pretenda darse de antemano, que es la verdadera competencia que requiere una ciudadanía madura. Las respuestas, aunque sean ciertas y estemos muy de acuerdo con ellas, no deben imponerse jamás. Y se imponen cuando se ofrecen como algo que se da por hecho, sin aportar el necesario espacio de una crítica, por muy de acuerdo que estemos con ellas. Es lo que querían decir Sócrates o Platón con que deben gobernarnos personas inteligentes, sabios, que no mediocres. Falta filosofía en todo esto y sobra mucha creencia y dogmatismo.
Se precisa, pues, una ciudadanía que impugne dinámicas de poder disfrazadas de democracia, cuando no lo son. Hay que reconocer qué hay detrás de los discursos, como decía Nietzsche, ese gran desvelador de la función ideológica que suelen adoptar los discursos sistemáticos. Una ciudadanía que denuncie y no siga el juego a la seducción de quienes puedan decir que quieren democratizar la escuela, pero cuyas prácticas no son las propias de un modo de ser auténticamente democrático. Una ciudadanía, en definitiva, capaz de tornar pregunta lo que se da en la forma de respuesta acabada que llena con la ilusión de un sentido a la realidad y que ha renunciado a los credos en la política a los que encima contradicen las prácticas de los sujetos que los predican. Una ciudadanía que se fije muy bien en el discurso de los hechos y de los comportamientos. Porque si la razón no rige también el comportamiento, en la pedagogía, no es razón lo que se esgrime, sino creencia.
Es esto último lo que demanda toda auténtica búsqueda del conocimiento, que antes que emotiva amalgama de saberes ya definidos y de contenidos preestablecidos en función del ídolo o la imagen prestigiosa de turno, es un aprender a filosofar, o sea, a pensar, lo que, hasta cierto punto, también logra la ciencia cuando no es dogmática. Lo que quiero decir es que las razones se den, pero como razones, es decir, expuestas a su juicio e impugnación. Para un buen ciudadano es esto, básicamente, lo que hay que promover, igual que para un buen científico. Si no incorporamos esta capacidad para demoler, si es preciso, el propio punto de vista o el del otro, en caso de que lo demande la fatigosa e incesante búsqueda de la verdad, no puede haber una ciudadanía madura. Actuar de otro modo es imponer las cosas como antes se imponía el catecismo.
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Educación y filosofía
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Ética universitariaMarcos Santos Gómez
Creo que en lo académico e incluso en el propio ejercicio de la ciencia y de la filosofía hay patrones propios de un mundo aristocrático que, situado en la Grecia arcaica, continuó transfigurado y vivo en todos los movimientos culturales y en el propio logos que se desarrollara en la Grecia clásica y que, como es evidente, constituye nuestro basamento espiritual. De este modo, en la medida en que somos griegos, hay ecos de esta añeja sociedad que antecedió a la civilización que iniciara la razón helénica, incluida la racionalidad científica muy posterior y los modos de ser propios de las instituciones dedicadas al cultivo de la razón, o sea, el universo de lo universitario en la actualidad. Toda comprensión, pues, de lo que somos ha de partir de este origen helénico sin el cual yo no estaría escribiendo estas líneas en estos momentos, argumentando y expresándome del modo que lo hago. Todo, desde lo académico hasta lo menos formal, refleja y presupone lo griego, de manera que somos quienes somos porque en gran medida los griegos nos pensaron y nos “fabricaron” en lo que, básicamente, seguimos siendo hoy.
Este halo antiguo es la explicación más remota pero también más próxima de lo que hemos denominado “educación” y de la forma profesional de entender la enseñanza, que inventaron los sofistas del siglo V a. C., como explica Paideia de Jaeger. Se da la circunstancia, que no todo el mundo capta ni comprende desde la concepción estrictamente instrumental que, como herencia de una modernidad degenerada, también nos rige, de que para hablar de lo más inmediato en pedagogía, haya que ir a esta vieja raíz sin cuya confrontación, insisto, nunca habrá una comprensión cabal del presente. Algunos tratamos de hacerlo, para el gremio de los educadores y de los estudiosos de la educación, con independencia de las modas e intereses al uso y atendiendo sólo a la validez de este enfoque y esta metodología, que puede fácilmente demostrarse, para enriquecer el conocimiento pedagógico. Evocar y estudiar el mundo, civilización y pensamiento griego de la Antigüedad no es, en absoluto, una tarea de vana erudición sin valor práctico, sino que, y una buena clase podría consistir en vivirlo, estriba en hablar de quiénes somos y de qué hacemos realmente cuando educamos.
Pues bien, una tesis que, como he comenzado diciendo, desde esta perspectiva defiendo, es que lo aristocrático de la Grecia arcaica no murió del todo ni siquiera en el periodo de máximo esplendor de la democracia ateniense. Tanto es así que la filosofía, hablaba ayer con un amigo filósofo, mantiene como nervio íntimo que moviliza su proceder y la actitud intelectual de quien filosofa, este viejo sesgo nobiliario, de distanciamiento y de desvinculación de otro interés que no sea el puro interés de la búsqueda filosófica en sí o, dicho sin que ahora maticemos el término, la búsqueda fatal, peligrosa y exclusiva de la verdad caiga quien caiga. Es esta fidelidad de la filosofía a sí misma, a su pretensión, absolutamente tenaz, contra cualquier otro interés o peligro, lo que la caracteriza como hija de un mundo aristocrático y heroico en el que se podía pensar sin cobrar un sueldo ni deberse a nadie.
Además, creo que la ciencia mantiene también este antiguo sesgo y para funcionar, para que el científico haga bien su trabajo, ha de ser aristocráticamente valiente, es decir, sólo casarse con su método y su fin, sin interferencias de ningún tipo en una labor que se puede definir, por cierto, como la reducción de la búsqueda característica de la filosofía a pesquisa. Estamos hablando de un eros, un enamoramiento por la tarea en sí misma y lleno de un invulnerable deseo. Es esa mezcla de pobreza y amor o deseo que en el Banqueteplatónico se dice que caracteriza a la filosofía. La búsqueda, tanto en filosofía como en el campo más limitado y aparentemente preciso de la ciencia, es motivada por el conocimiento socrático de que en lo que sabemos se abre y presupone un amplio espacio, aun mayor, de no saber. Cuanto más sabemos, más parece agigantarse nuestra ignorancia, de manera que a la búsqueda filosófica y, quiero también resaltar y defender, a la pesquisa científica (que precisamente existe por el abandono de amplios espacios y dimensiones de lo real que no son consideradas) se les supone el reconocimiento de la propia ignorancia. Ver bien el camino que uno ha hecho y que queda por hacer requiere que también sepamos cuánto terreno hay y habrá siempre por explorar.
Es decir, o admitimos desde una humildad epistemológica cuánto no sabemos aún ni sabremos jamás, o no tendremos nunca los pies en el suelo. Así, el modo de ser que acompaña a la actividad del científico es un modo trágico, más aún en el caso de la filosofía donde la tragicidad es como una fatal compañera totalmente ineludible, intrínseca y propia del filosofar, un modo trágico de ser. Como una condena, ante la cual llorar y reír, tenemos que el eros de la búsqueda o de la pesquisa presuponen una pobreza, una carencia de partida, un destino de aciaga incertidumbre del que jamás nos desprenderemos. Ser buen científico o filósofo es cosa de asumir este trágico sino de la propia tarea, del deseo condenado a no ser nunca satisfecho, del hambre constante de absoluto, cierre y final que nunca llegarán, de respuestas que cuando llegan generan nuevas preguntas en un tenso infinito que nos cerca y recuerda la propia finitud y la presencia de la muerte como posibilidad de que nunca hayamos logrado lo que queremos en el postrer instante. Con esta sensación angustiosa te morirás y la sentirás siempre, hasta el último momento, me advertía risueño uno de mis mejores maestros.
Así pues, en lo que en la dimensión de la sociología Bourdieu podía denominar “habitus”, tenemos que en el habitus del universitario cabal, o sea, el que ha encarnado real y hondamente el ideal que cimenta y constituye a la universidad, existen dos elementos: tragedia y elitismo aristocrático. Todo ello torna la tarea del científico, en la que ahora vamos a detenernos, antes que en la del filósofo de la que hablaremos en otro momento, de una cualidad que yo he identificado y nombrado a menudo como “valentía”. La tan evocada en estos tiempos “excelencia”, si seguimos la perspectiva griega, en sus distintos momentos y matices, viene a subrayar que se ha encarnado íntegra y realmente el ideal como areté o virtus, proceso que los griegos llamaron paideia, es decir, nuestra actual educación. Así, un universitario excelente es quien se ha educado en los valores más pura y exclusivamente originarios de la universidad. Dicho en otras palabras, es quien se cree de verdad, con hondura, la institución a la que sirve, quien es fiel a la misma.
Esta fidelidad conlleva un peligro que nos vuelve a evocar el origen aristocrático del conocimiento, que es el generado por haberse puesto al estricto servicio del ideal universitario, que se refleja en que, para el científico, no hay otra fe que su método, ni otro interés, de manera que de tal modo se lo cree, que llena su vida y le conduce a lo que desde fuera de la institución parece locura o exceso, a una suerte de hybris, la de quien no conoce descanso en la pesquisa y prefiere ir a la facultad un domingo a seguir trabajando en ella y no dedicar su tiempo al ocio u otras labores. La universidad depende de este tipo de personas, de este modo de ser, que marca el valor genuino en el que toda ella se vertebra axiológica e ideológicamente. La universidad es no sólo la institución, sino el modo de vida y de ser que produce y que necesitan ella y la ciencia. Sin este enamoramiento del científico por la ciencia en sí, por su camino y metas, no habría ciencia ni, por tanto, excelencia.
Pero esto es explosivo, ya que la exclusividad del interés por parte del científico que se vuelca en la ciencia, y nada más, puede contrastar con otros intereses e incluso oponerse a los mismos. Es, muchas veces, un ir contra corriente que llega a recordar los excesos de la escuela cínica de la Antigüedad. O también un estoico ponerse en sintonía con un logos, que es razón y camino, que vertebra tanto a la institución como al mundo, dando sentido, un precario sentido, a este modo de vida. El científico ordena su vida del mismo modo que pone o presupone un orden en la realidad. Así, persiste una forma actual de intelectualismo socrático por el que saber y querer saber realmente implican una ética, un comportamiento, un modo de actuar que será la forma visible de la excelencia. Así, la excelencia no tiene tanto que ver con la inteligencia, mucha o poca que se tenga ni solamente con las competencias logradas, sino con haber puesto todo ello al servicio de la ciencia y, por tanto, de la institución donde ésta se cultiva en nuestro tiempo: la universidad.
Este amor puro por el conocimiento tiene numerosas implicaciones, pues, de tipo ético, visibles en el comportamiento de personas y equipos de investigación. Por ejemplo, si se ama incondicionalmente a la ciencia, sin anteponer otros intereses a ella (condición sine qua nom de la excelencia universitaria, hemos dicho) se adopta una humildad epistemológica que tiene que ver con haberse creído la tragicidad de la tarea de que hablábamos en líneas anteriores. No valen para la excelencia personas llenas de respuestas y con la verdad ya sabida que no necesiten, por tanto, buscar más. Se necesita, en cambio, personas trágicas y conscientes de su no saber, así como hambrientos de conocimiento. Ambos tipos se oponen, siendo el primero el que marca la mediocridad, por muy inteligente que se sea, y siendo el segundo el lugar de la excelencia. El mediocre no cree en la ciencia, no la ama como es debido y, por tanto, es un infiltrado en la institución que la torna peligrosamente en mera ideología o, aún peor, campo para sus intereses particulares más espurios. Y además, en su ceguera, porque lleno de respuestas no puede ver ni valorar otra cosa, impone una asfixiante plenitud que ciega lo trágico y que combate afanosamente toda libertad y el tanteo tanto metodológico como temático que hace grande a la ciencia. Es un nihilista, en el fondo, un cáncer en la institución y, a menudo, un obstáculo para quienes siguen creyendo en ella, en la institución y en la ciencia. Por eso, categoriza y limita la investigación en función de fines externos a la propia ciencia, desde su profunda falta de fe y carencia de religación con la verdad.
Frente a esta actitud mucho más ignorante que la sabia ignorancia socrática, justamente el modo de exultante negación a saber que el filósofo denunciaba en los “sabios” más reconocidos, demanda el buen quehacer universitario una valoración y protección extrema de la libertad. Esto quiere decir que han de afrontarse valientemente las consecuencias de que el otro que tenemos delante siga distintos caminos epistemológicos y temáticos para, en el fondo, ahondar en lo que a todos nos debe interesar por igual. No pueden, por tanto, imponerse caminos, sino que todo camino ha de emanar de la realidad que, se supone, todos investigamos. Dicho en otras palabras, o hay libertad para que cada cual, en solitario o en grupo, investigue, o no hay ciencia. Y en esto consiste, paradójicamente, el elitismo aristocrático del universitario que lo es de verdad: en que sólo se debe a la ciencia y no se ciñe a caminos impuestos a veces desde intereses ajenos al conocimiento o desde la más soberbia de las cegueras.
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Educación y filosofía
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La lección de Camarón.Marcos Santos Gómez
Creo que la clase que se imparte en un aula sigue teniendo relevancia, a pesar de que se han probado otros modelos de “encuentro educativo” que las pedagogías más alternativas, en su libre y encomiable creatividad, han buscado. Se ha querido ver en el modelo “taller” aportaciones que la “clase” no era capaz de desarrollar, sobre todo en lo que se refiere a un enfoque práctico y experiencial del saber que contrasta con lo teórico y pasivo de la clase tradicional y de la lección magistral. Pero esto debe ser repensado si retomamos la pregunta por lo que es práctico en la pedagogía. Mi intuición es que una clase, pero también un taller, son prácticos no porque en ellos se imite a la vida corriente o incluso se la “traiga” de la calle, sino cuando lo que ocurre en ellos desborda, invisible y misteriosamente, las paredes del aula, pero también las de la vida corriente. Es decir, una clase tiene que superarse a sí misma, igual que un taller, que no deja de ser una situación artificial y, también, “pedagógica”. De la misma manera, la “vida corriente” debe aspirar a navegar más allá de sí.
Superar las paredes del aula no significa sólo, y aquí ocurre un error muy habitual, superar a la escuela como institución, sino superar lo escolar que existe fuera de la escuela, como modo técnico y "sapiencial” de estar en el mundo. Esto es lo que tanto señalara Iván Illich en sus libros y, sobre todo, lo que realizó en el CIDOC, ejemplo de auténtica innovación que consistía en este desbordar el cauce de lo académico para llegar más allá de lo académico en la sociedad. La clave es que sepamos hasta qué punto lo académico, por lo que ahora estamos entendiendo la forma técnica, doctrinal o moralizante que hemos llamado “sapiencial” del saber, rige los discursos y las miradas que en nuestro mundo el hombre lanza a su alrededor. Illich entendía por “mentalidad escolar” un sesgo específico de nuestro tiempo que se manifiesta en la escuela pero no sólo en ella, lo que en la filosofía se ha destacado desde perspectivas como la de Foucault. Se trata de un modo de mirar y de ser que, y aquí radica el peligro, ciega numerosos “puntos” de lo real, pues mira a costa de no poder ver ciertas realidades que están, de un modo impresente, pero están, y que, decíamos en posts anteriores, requieren formas de la razón que, rigurosas y metódicas, puedan serlo de un modo no necesariamente próximo al ideal positivista de la ciencia (que es muy válido, pero en el ámbito particular o sector de lo real que él mismo define).
Es lo que ocurre, dentro de una clase, cuando se da un proceso educativo o anti-educativo (manipulador, etc.): que existen realidades operantes y presentes que, sin embargo, no se perciben; como una especie de universo o conmoción que rodea y compone el proceso y a los sujetos implicados, que los engarza de una manera silenciosa con otras situaciones educativas o anti-educativas que han ocurrido y que pueden ocurrir. Nuestra inserción en el tiempo, que es inserción en la historia, pero esa historia profunda que desborda la mirada de la modernidad, que está antes de la historiografía al uso y que la produce, como destacan los estudios de Foucault, es lo que podemos llamar “misterio” en torno a lo educativo. Un “misterio” que apunta a la religación esencial de quienes se educan con lo otro que no está ni puede estar visible ni positivamente incluido en la mirada.
En una misma clase puede invocarse este halo de lo educativo que tiene el poder de desbordar la estructura y el cauce institucional en que se está dando el propio proceso educativo. La buena pedagogía, como la de Paulo Freire, es la que tiende a ello. Esto es lo que quiero decir con que hay una innovación de verdad, seria y comprometida que no tiene que ver con la búsqueda frenética de metodologías y técnicas didácticas que resuelven problemas en la trama más superficial y plana de la realidad, sino con algo que sólo en momentos de gracia se puede realizar. Esto sí es auténticamente nuevo en una clase y la ironía es que puede darse tanto en contextos muy prácticos como pueden ser los “talleres”, como en el contexto más académico de una clase y, para más ironía aún, empleando metodologías didácticas tradicionales al estilo de la lección magistral. Entonces ocurre que se supera lo “visible” y se invoca, de algún modo, lo “invisible”. Todo lo cual no remite a una irracionalidad o ausencia de método o magia mitológica, sino que hay un método, un rigor, una seriedad como las requeridas en general por el conocimiento científico (¡y una libertad!), sólo que todo ello emana honda y sensiblemente de lo real, de una escucha paciente y llena de respeto a la dignidad que acompaña, nutre y constituye todo lo humano. Aún más, mi tesis también implica que o se ha dado esto, esta suerte de sensibilidad profunda y llena de gratitud por lo que hay, por lo que se revela siendo, o entonces no puede darse verdadera ciencia ni buen científico. Es como un interés previo que ha de tener quien se dedique a escuchar con devoción la realidad ejerciendo la vía científica de conocimiento. La ciencia parte de esta motivación y del amor, valiente, por la propia ciencia.
Pues bien, dentro de esta escucha devota que es, no ya la estricta y mera labor de un científico, sino toda la vida de uno si es auténtica, si se vincula con la “verdad”, si se llena e impregna del coraje que precisa esta conexión del propio ser con la “verdad”, que ha requerido constancia, paciencia, sistematicidad, memoria y esfuerzo, surge algo que irrumpe derrumbando lo previo, los caminos que uno ha tomado para llegar a ello. Es el momento de la creación, que sólo llega tras la larga y ardua asimilación de los contenidos de la “cultura” pero que cuando llega, va mucho más allá de lo previsto y conmociona hondamente nuestro ser. Por eso, hay un malentendido en la pedagogía que bienintencionadamente busca la creatividad a toda costa y un aprender a aprender o el logro de competencias que no arraigan en lo concreto de unos contenidos. En realidad, creo que sólo de esta manera sistemática que acaba superando la sistematicidad irrumpe en la educación de uno lo que Bacon llamó “gigantes”, sobre cuyos hombros puede caminar una vida. Y eso es educarse. Llegar más lejos partiendo de lo que hay.
De este modo, y pongamos un ejemplo ahora de clase que logra desbordarse a sí misma, Camarón de la Isla puede abrir simas en la realidad del aula que relativicen dicha realidad. Estos son los momentos que suenan a magia y misterio de una buena clase, pero que se invocarían, metódicamente, con Camarón (en este ejemplo que estamos desarrollando), tras haber escuchado aquello que en Camarón vive y se hace presente. Es decir, aquí la tecnología didáctica comienza y acaba en Camarón, lo que no debe entenderse como que no haya sido precisa una larga interacción dialógica, que extraiga saberes no técnicos de quienes protagonizan su proceso educativo. Es verdad que aquí es preciso que el profesor conozca los contenidos que pueden activar estas realidades en la clase, o sea, un cierto amor y dominio previo del flamenco, lo que no siempre se da, por supuesto. Pero además, de algún modo, las clases previas han podido ir visualizando o prefigurando las simas que el cante de Camarón puede expandir en la clase. Que esto haya sido en forma de talleres o de clases más teóricas o convencionales no creo que tenga una importancia última y fundamental en lo que se pretende. Como decía A. S. Neill, el creador de la escuela Summerhill, lo esencial en la enseñanza no es la técnica con la que enseñamos, sino el saber hacer presente, como vivencia o experiencia integral y conmovedora, la belleza y la salud del mundo libre al que invocaba su escuela. Y hay un camino, es decir, un método para llegar a esto que, en su caso, se confunde con la propia vida y, por tanto, también iba más allá de lo escolar.
Camarón enseña, o sea, muestra, expresa, contagia, la vida como agonía o constante fuga. En este sentido, incluso la tensión intrínseca a lo escolar puede ayudar. Un presentimiento de lo otro que en el flamenco, como es obvio, no sólo expresan las letras (que en Camarón son magníficas y subrayan la vanitasde muchas aspiraciones humanas cuando es el poeta persa Omar Hayyam quien las aporta desde la lejanía de los tiempos), sino el cante cavernoso, de ecos profundos y oscuras resonancias de una seguiriya de Enrique Morente, por ejemplo, o la voz rasgada del propio cantaor gaditano. Hay algo que se roba al hombre, que se le está robando continuamente, cuando se precisa de más vida, o de una vida mejor o más digna, para vivir de verdad. Es esta conexión entre lo histórico-político, es decir, lo que proviene de un mundo duro y desgarrado que niega a unos lo que injustamente da a otros, con lo existencial del modo de encarnarse en uno del ideal que está condenado a no alcanzar, lo que da su fuerza y elocuencia vivida a este cante.
Por eso, el flamenco no puede ser ni arte de masas ni, aún menos todavía, folclore, pues el folclore, si está presente en él, es en la forma de triste protesta contra el folclore. No es arte superficial, en absoluto, y decorativo como lo es cualquier folclore, sino arte marginal y, en su origen remoto (ha acabado siendo, como sabemos, hasta cierto punto aceptado), vilipendiado, mejor comprendido fuera de España que en la propia España en su primer desarrollo durante el siglo XIX. Es la protesta viva contra la banalización de quienes tuvieron como imposibles las vías cultas de acceso a lo “sagrado” y no tenían otra salida o recurso que los tópicos y banalidades de lo popular. El flamenco, los retuerce para fugarse de esa condena. Así, donde hay flamenco, se hace presente un mundo de silencios y desgarros que comenzando en lo social, culminan en el alma y que además, propician la lectura desgarrada de la realidad. Es la búsqueda de lo culto en lo popular, la presencia de una sima intelectual entre quienes ni siquiera eran capaces de expresarse con un lenguaje mínimamente elaborado. Y, por tanto, la constante presencia de lo malogrado en la forma obsesiva y amenazante de una muerte como despojo total, cruel e injusto.
Si se ha preparado bien, en una clase, basta el quejío de Camarón por saeta, soleares o seguiriya, pero también presente, obsesivamente, en la fiesta por bulerías, en las melancólicas alegrías o incluso en los elaborados tangos y rumbas del flamenco más innovador de su etapa postrera, para que la clase deje de ser clase, es decir, para que el “saber”, el conocimiento como “saber algo” o como técnica o instrumento para algo, dejen de tener ni por asomo el menor sentido. Hay en Camarón una elocuencia de lo invisible y de lo mudo que sugiere que no basta la lectura más plana de la realidad que realiza el conocimiento en su forma escolar de “saber”. Sólo entonces es cuando irrumpe, y es lo que he querido explicar todo el rato, el verdadero tiempo de la educación, que culmina y da sentido a todo el proceso, por muy fatigoso que haya sido. Se aprende mucho más que “algo”, lo que ninguna lección “sapiencial” podía enseñar, más allá de cualquier “saber” y que evidentemente no puede jamás comprenderse si lo interpretamos reduciéndolo a una “competencia”.
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Educación y filosofía
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Contra el frenesí de la innovación educativa, melancolía.Marcos Santos Gómez
Lleva mucho tiempo oliéndome mal esta pulsión desmedida por la innovación en la educación, tanto en la escuela como en la universidad. Ha sido así mucho antes de que confrontándola con la serenidad de la vieja universidad, en calma, para pensarla, me diera cuenta de dónde puede acaso emanar su desmesura. La impresión de que en todo esto hay algo profundamente equivocado es lo que ya reflejan numerosas quejas (la queja que vislumbra fisuras en lo total, puede ser el primer paso de la sabiduría) en forma de protesta acerca de lo que, en efecto, se vive en la forma de una pulsión o, mejor dicho, compulsión, es decir, obligación que nos arrastra, que sucede invadiendo nuestra voluntad y, como en ciertas patologías psicológicas, se apodera de nosotros. La compulsión se torna lo primero, ocupando todo el centro del comportamiento y de los pensamientos, como un problema perentorio que hay que resolver casi a vida o muerte, pero que no atiende a razones ni tiene un fundamento real. Creo que así se vive, de un modo irreflexivo, esta vorágine que nos saca de quicio en un sentido fundamental, pues, literalmente, nos despoja del fundamento. Es antes, creo, la necesidad, que se promueve por ley y costumbre, con la furia de un torbellino, que la apropiada visualización de las causas que la generan. Aunque oficialmente, desde ciertas Pedagogía o Didáctica cómplices de esta situación, se justifica de manera falaz, es decir, aludiendo a un valor que, sin que la conexión esté clara, requiere esta velocidad en el tanteo y propuesta de nuevos “instrumentos didácticos”. Este valor es, como hemos señalado en varias ocasiones en este mismo blog, la calidad, una calidad que si se define se hace acorde con la flexibilidad y velocidad de los tiempos actuales. Por esto mismo, y ante la mala espina que previamente a las reflexiones que voy a detallar me ha dado todo esto, es necesario que analicemos por qué estos tiempos actuales son tiempos veloces, de cambio constante, en lo cual, además, se cifra toda calidad.
Me parece que hay un error, que podríamos denominar “ontológico”, de partida. Digamos que la escuela, como es lógico, responde a su tiempo, en el que se halla ella y sus vínculos con lo real. Habría, por tanto, que pensar si su “sesgo” proviene de un pathos específico de la Modernidad o se trata de una dinámica reciente y estrictamente contemporánea, quizás relacionada también con un modo de capitalismo. Pues bien, moderna o no, una de las principales características, muy evidentes, de nuestra época actual es el olvido de la muerte. Nuestro mundo está muerto, irónicamente, en la medida en que se ha olvidado de la muerte. Es lo que quiero decir con la idea de que a tanta furia innovadora hay que oponer, valientemente (porque decir esto puede ser muy mal entendido y, de manera acorde con los tiempos, frivolizado), la melancolía. La melancolía, entiendo, es la captación de la mortalidad de las cosas, de, precisamente, este carácter de cultura de la muerte, que padecemos, a, aún más, la captación de que todas las cosas se hallan impregnadas por la muerte en su más íntima esencia. Se trata de un sentimiento que es, también, inteligencia (aprehensión), y que nos expresa algo verdaderamente real, una verdad inscrita en todo lo que vemos, pensamos, experimentamos y somos. Otra cosa es cómo se interprete esta “verdad”. El modo barroco, por ejemplo, ve en esto una tensión, es decir, como si esa muerte constante que, junto con la existencia, somos, tendiera hacia un exterior o trascender desde el cual, además, proyectar una suerte de nostalgia. Algo así como el recuerdo de un origen, a veces ha interpretado el hombre, y todas las maneras de entender o vivenciar el platonismo de nuestra tradición occidental.
La muerte, así, nos traería la posibilidad de otro mundo soñado que ampliara éste o del que éste fuera una mera sombra. Aquí hay que tener cuidado, porque la muerte puede nihilizar, también, la vida, si se la toma en este sentido, subrayando un carácter irreal y perverso en lo que llamamos mundo. ¿Hay en la esperanza utópica por un mundo mejor este peligro que disuelve en el fondo toda posibilidad de mundo? ¿Es este mundo de la calidad educativa un mundo soñado que tapa y pervierte las auténticas y reales posibilidades de mejora? ¿Nos poblamos de sombra en medio de la avalancha de la compulsión por ir un poco más allá de lo dado sin cuestionarnos qué nos impulsa? Porque todo parece basarse en el olvido, precisamente, de la muerte en cuanto finitud, en cuanto límite que, en una aparente paradoja, hace relucir las lágrimas en la lluvia.
Si, en cambio, la melancolía se despoja de toda la carga pesimista que disuelve el lugar en el que estamos, puede reconciliarnos con la vida. Puede obrar como una callada percepción de un orden que no es teodicea o justificación racional de nada, ni metafísica, sino pura congratulación por un ser que o es en el mundo finitamente, o no es. Este es, creo, el presentimiento de Séneca en cuanto a un orden desconcertante en la realidad que sólo se capta cuando captamos el carácter mortal de todo lo que es. Me parece que la interpretación de María Zambrano en el bello librito que dedicó al autor hispanorromano apunta a ello. Una suerte de comprensión de que la vida humana existe y puede ser vivida sólo en la medida en que “encajamos” que moriremos como todo muere y porque ser es morir. Desde esta perspectiva, resulta bestialmente irrisorio todo el movimiento de una civilización por el despliegue sin fin de sí misma, entendiéndose mejor en un sentido cualitativo (calidad) siendo más, es decir, en la cantidad. Esta es la confusión, de honda raigambre, vivida en la escuela que pervierte todo lo que toca, o sea, el conocimiento y la cultura. Ambos se cuantitivizan(de ahí los rankings, por citar un caso, que miden la innovación y la calidad según, como decía Illich, “paquetes mensurables de conocimiento”). Por tanto, a la innovación constante hay que oponer, de un modo sabio y curativo, y además en la pretensión de que del mismo resulta una auténtica educación, la melancolía que des trivialice este movimiento sin fin.
En clase se pueden confrontar modos de esta melancolía, como aquí hemos nombrado dos. Escuchando a Camarón, cuyo hedonismo se vive en el espejismo perfilado por la constante y terrible amenaza de una mortalidad nihilizante, propia de vidas deshechas, podemos preguntar qué simas y terremotos abre su cante. Hay algo horrible en él que se me resiste a catalogarlo en el cajón de esas melancolías estoicas, aunque, según el palo flamenco que toque, es cierto que puede haber más o menos estoicismo en él. De hecho, en el flamenco ha habido estoicismo, mucho, pero más aún, como dice el tópico que es totalmente cierto, “desgarro”, “arrancarse”, partirse el alma. El frenesí de mundos desdoblados, la tensión que salva matando, lo brutal y la imposibilidad de llegar a ningún fondo cuando se parte de un fondo y se lo busca… saetas, seguiriyas. En Camarón se encuentra incluso, y sobre todo, en la bulería. Terrible.
Pero tras la lectura de dos hermosos poemas de Goethe, de purísima y honda serenidad, la melancolía que creemos puede contrarrestar esta civilización de negación y de oculta pataleta por la finitud es la de una asunción serena, crepuscular, del carácter temporal y siempre a medio hacer de la vida humana (de manera que nos moriremos a medio hacer e incluso la humanidad terminará a medio hacer). Hay, por tanto, en esas pedagogías “acabadas”, de la escuela que imparte “saberes” (o competencias), que tiende a una plenitud que fracasará a todas luces, que se cimenta en la ilusión de lo infinito, un terrible pathos, acaso peor que la propia muerte real. El frenesí y el teatro que es la vida en el barroco calderoniano. El colmo de morir en vida, quiero decir, el de una vida muerta, hecha toda de muerte y negada desde la cuna a la sepultura. Quizás, en efecto, con la denuncia de esto corresponda el clamor barroco, su dramática protesta, su poesía plagada de espirales. Pero leyendo unos pocos y pobres versos de Goethe, que dedicó toda su vida al frenesí de saber pero que encuentra o intuye en su crepúsculo la única forma, noble y serena, de una verdad precaria, retomo que la melancolía sabia es la última. Es la que capta, en el momento de la propia agonía o en el de tantas agonías que se incluían en la memoria de los vivientes en otras épocas más proclives a saberse finitas, el otoño de lo real. El otoño que es lo real; el otoño que es siempre la vida. No la prolongación de la tormenta trágica del “luz más luz” que se le atribuye, quizás falsamente, como últimas palabras, sino la lucidez de saber que hay una posibilidad, hoy tan próxima como remota, de paz en la tormenta.
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Educación y filosofía
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Modernidad y cultura escolar. La escuela como metafísica (II)Marcos Santos Gómez
1. Derivaciones técnicas de la escuela y su currículo.Tras la lectura del primero de esta serie de posts, quizás no haya quedado claro el vínculo de la escuela con la modernidad y con la “mirada”, que he llamado “metafísica”, de la modernidad. Lo que quería indicar es que la escuela nace como propuesta cultural por la que la Ilustración burguesa trata de horadar o pasar por el tamiz de una racionalidad científica todo lo que podríamos denominar, con palabras de hoy, el viejo currículo de una educación concebida desde el modelo del clero. La educación, tanto la que preparaba a la universidad como la que los preceptores llevaban a cabo con los vástagos de la nobleza y, por supuesto, la propia universidad, se componían de un compendio humanístico más próximo a lo que hoy denominaríamos “letras” o “artes” o “humanidades” que heredaba el viejo modelo que desde la remota antigüedad (se puede decir que lo diseña Plutarco y que comenzó a forjarse mucho antes aún con la organización sofística de la paideia) había prevalecido en la Edad Media y durante el Antiguo Régimen. En esta cultura erudita que servía para el ascenso social o, mejor dicho, como sello de la pertenencia a una clase cultivada y elevada en la escala social, o como preparación para el estudio de la teología, tenía todo el poder, para propagarla, interpretarla y organizarla la Iglesia católica, en el caso de Francia o España. También en el mundo protestante la educación había sido un modo de perpetuación de su credo y estilo de vida, de su cultura e ideología, en el que se inició una corriente hermenéutica de los textos sagrados y el estudio científico de sus lenguas. Del mismo modo, el humanismo renacentista había retomado el cultivo de la Antigüedad que se quiso despojar del modo en que se había interpretado y utilizado por la Iglesia y a lo largo del periodo medieval.
La Ilustración del siglo XVIII también asume, como forma de tamizar lo que pertenecía al mundo que pretendían superar, una mirada diferente y propia. Se trataba del predominio en el currículo, en la época, verdaderamente revolucionario y avanzado, de lo que hoy llamaríamos “ciencias” y “tecnología”. La claridad cartesiana era lo que el nuevo mundo emergente necesitaba para limpiar e iluminar la retórica de la vieja educación humanística. Durante bastantes décadas, y a lo largo del siglo XIX, se fue, en efecto, incorporando la ciencia a la universidad heredera del antiguo planteamiento del trívium y el quadrivium. Hay que decir que, anteriormente a la Ilustración, existía en la universidad lo que hoy consideraríamos ciencias: astronomía, matemáticas, música y, constituyendo una licenciatura entera, nada menos, la medicina. Pero, sobre todo en el caso de ésta última, la medicina no era empírica, como hoy. Se basaba en el estudio de los textos médicos antiguos y se tenía un concepto teórico de las enfermedades y de las terapias. Eran más médicos, en nuestro sentido actual, los barberos (cuya preparación era más gremial que universitaria), que sí ejercían una especie de enfermería o medicina de corte mucho más empírico, actuando incluso a menudo como cirujanos o parteros. Se dice, por cierto, que éste era el oficio del padre de Cervantes.
Pues bien, la concepción que la Ilustración introduce en el currículo será eminentemente científica, pero ya con una perspectiva empírica y tecnológica, estudiando técnicas eficaces para la agricultura e inventando las modernas escuelas de ingeniería. Todo esto era francamente revolucionario y en la época supuso una auténtica innovación. Formaba parte de una suerte de guerra contra el dominio de la Iglesia en las instituciones educativas, que se consideraba contribuía al desarrollo de un conocimiento vago, oscuro, supersticioso, acrítico y muy embrollado. Pensar y ser crítico era emplear la ciencia como criba para trillar y separar la escoria que nos impide el acceso directo a la realidad, un acceso que era garantizado por la ciencia, como método y como forma profunda y básica de abordar el mundo, de aproximarse a lo real y explicarlo.
La escuela que diseñan los ilustrados, y aquí podemos estudiar los distintos planes educativos de los gobiernos despóticos como el de Carlos III en España o la ingeniería educativa del primer régimen totalitario de la historia, el periodo del Terror en la Revolución Francesa y los distintos planes de la Convención, antes y durante el auge de este perturbador gobierno que encabezara Robespierre en el Comité de Salud Nacional. Y aquí ya se comprueba un cierto pathos totalitario que ya estaba implícito en el modo técnico de aproximación a lo real y en la concepción del gobierno como una suerte de ingeniería social que por primera vez en la historia inventa un sistema público de educación, en Francia, cuyo único precedente remoto fue la educación estatal de la Esparta clásica, para cambiar mentalidades y costumbres, para construir el ciudadano a la medida del nuevo régimen de justicia que se estaba creando de un modo organizado y consciente. Este gobierno no pocas veces acude a la metáfora de la medicina que extirpa tumores para salvar el cuerpo e inventa, por ejemplo, la guillotina, como forma no vengativa de ejecución de quienes el nuevo mundo no puede salvar. Los tentáculos del Estado tienden a gobernar ya no sólo algunos hábitos y relaciones económicas o de vecindad entre los ciudadanos, sino que aspiran a regir todos los aspectos de la vida. La fuerza de la ley es tal que una persona es persona porque es ciudadano, o sea, que ser ciudadano, concepto que ya presupone una sesgada carga teórica, va antes que ser persona. Una ley que, no olvidemos, significa uno de los más primitivos desarrollos de la razón en occidente, una suerte de razón objetiva y visible, separada de los cuerpos pero con tendencia y obligación de regularlos.
Hablamos de algo que está suficientemente investigado hoy en las obras que emulando el procedimiento arqueológico de Foucault y su interpretación de la escuela trazada en Vigilar y castigar, han desarrollado precisamente el vínculo que el paradigma escolar como modo de guardar, presentar, aprender y conservar los saberes, tiene con el modo de ser específico y característico de lo que llamamos “Modernidad”.
En torno a los siglos XVII y XVIII se da, señala Foucault, una sustitución en el modo de mirar que, a su vez, produce instituciones regidas por dicho modo, al que perpetúan en la sociedad y desde el cual se regulan y redibujan las sociedades a sí mismas. Se alzan las condiciones propias para una ingeniería social. Hay un cambio en el "orden", un nuevo estilo y procedimiento en la gestión del poder por parte del Estado y del ejercicio del control y la vigilancia. Se funda la sociedad de la hipervigilancia, no tanto basada en el terror y los castigos aparatosos que servían de escarmiento y venganza contra el “cuerpo” del delito, que era absolutamente excluido de todo orden, sino que ahora, se introduce la vigilancia, la prevención y la higiene como formas de control, integrándose las formas del desorden en el propio orden y siendo, por tanto, subsumidas y desactivadas por él.
Se forman cuerpos y “almas” en función de ese orden que, en la concepción de la biopolítica, es encarnado, es decir, nada menos que “introducido” como ser de los sujetos. En ellos convergen las claras y rectas líneas de una malla social que tiende a autoperpetuarse y a regularse convirtiendo a las víctimas en la misma persona que sus verdugos y disolviendo el antiguo control externo y centralizado por una difusa gama de control que los propios individuos ejercen contra sí mismos. No se trataría tanto de crear espacios exteriores de exclusión, sino de un tipo de exclusión “interna” que en un futuro, podemos vaticinar e internet precisamente contribuirá a ello con las nuevas tecnologías, ni siquiera precisará de prisiones.
El orden moderno, su ideal de “claridad”, es un orden metafísico. Es decir, esta “malla” de micropoderes que presuponen y “utilizan” una higiene organizativa y la hipervigilancia, es la que cubriría con un velo técnico otras formas de “vida” posibles. Se parte de una ciencia que tornada técnica cosifica las relaciones humanas y a los propios protagonistas de las mismas. ¿Es esa la forma de nuestro mundo burocrático y fosilizado, la sociedad administrada de Horkheimer, o el mundo de la caída heideggeriana como absolutización del ideal metafísico de la presencia y lo captable, o el de la decadencia social que ha contradicho las profundas necesidades de la vida y la racionalidad humana en la especie de versión de la caída rousseauniana que representa el pensamiento de Erich Fromm? Porque de lo que trato de hablar es, ciertamente, de una caída. Una caída que se ha dado tanto en la Modernidad como en el micromundo de la institución que, a su imagen y semejanza, ella creara: la escuela.
Vuelvo aquí al tema, sin embargo, de no tomar las cosas a la ligera y comprender a ambas, Modernidad y escuela, en su grandeza. El espíritu de la claridad y la luz puede traducirse en el empeño por una fidelidad al conocimiento que acabe, desde el servicio desinteresado y tenaz al mismo, salvarlo de sus cosificaciones. Asimismo, servir a la razón es buscar afanosamente los métodos, sin desistir y en la amplia escucha de lo real, por intentar comprender, aunque se nos escape de las manos, el mundo que es y que somos. Ilustración sería, en este sentido, no desistir y persistir contra viento y marea, como el estoico resignado y gozoso por hallar una misteriosa razón en el mundo que lo salva. Si hay una ficción aun mayor que las que generaron toda suerte de caídas, es la del centro “sagrado” que se postula en lo real, que hay que desvelar y servir, dedicando cuerpo y vida a ello. Es, de nuevo, un viejo ideal ascético que fue, antes, aristocrático, y que, como un nervio, ha ido moviendo lo que llamamos “afán de conocimiento” y la filosofía en el occidente que desde esta perspectiva concibió las primeras universidades. Es este estigma positivo el que, dentro de sí, puede volver a hacer estallar un genio moderno cuyo interés por comprender supere al interés por captar, aprehender y poseer.
Esto implica que en la escuela puede haber gérmenes para lo uno y para lo otro. Nuestra crítica, hemos ya insistido, no equivale a una impugnación total de su esencia, que es, a pesar de todo, como un origen en el origen que puede volverlo todo patas arriba. En cuanto ha buscado una verdad, la escuela se rige por un horizonte, por un “espacio” siempre por caminar y siempre pendiente, que hasta cierto punto podemos considerar sanamente nihilizante, pues es capaz de disolver los presupuestos con los que se pretende erigir y agotar la verdad. La verdad y su pesquisa no constituyen, necesariamente, una metafísica. Es decir, si prevalece la búsqueda por encima de lo hallado, la escuela podrá emerger, ya en la forma que sea, de la caída en que se hallan ella y su tiempo.
Pero como hemos apuntado, hoy por hoy, la escuela ha nacido con un currículo técnico en su esencia (quizás la mera idea de “currículo” ya es una transformación técnica del conocimiento), que pretende captar y asirel mundo como datos y hechos. He llamado a esto metafísica a partir del supuesto de que lo técnico se origina en una perspectiva metafísica en cuanto a la concepción de la realidad y el trato con la misma. Este era el desafío que la escuela, como hija de la Ilustración, planteaba al Antiguo Régimen, pero también ha resultado convertirse en una cadena, en la medida en que no se prolongue la autocrítica y la crítica que también estaban en su base. Entiendo como crítica la introducción de un Socrático espacio de no saber en lo sabido.
Saber es situarnos en una perspectiva y en un horizonte que nihiliza para crear, superando el cierre de un mundo que se construye, que se conoce, y cuya amplitud y claridad cubre lo esencial, este espacio de la salutífera extensión y la tensión exteriorizante que remite al trascender que, aun en los términos de la inmanencia, actúa en lo real. Una persona educada conoce que su subjetividad remite a un abismo inasible, que es, como mucho, remolino y centro de inercias, y que hace o invoca el mundo que a su vez la hace e invoca a ella.
Metafísica de la escuela, espero que vaya quedando mejor expresado, sería la operación del entendimiento que convierte el saber en cosa cerrada. Es un saber que da por hecho que lo que hay es lo que tiene que haber, que la realidad es lo dado, lo meramente experimentado. Es el intento de definir y fundamentar lo inefable y lo no fundado. Esta es la tarea que, según propongo como línea de reflexión, la modernidad, la primera modernidad, la Ilustración del XVIII que en gran parte es todavía la nuestra, encomendara a su escuela. En ella está presente, por ejemplo, la Física, pero a la que se sustraen los abismos. Es decir, una Física sin el alma de la Física, cuando se convierte en componente de un currículo pero sobre todo, hoy, cuando es desintegrada en función del logro de competencias, máxima exaltación de lo técnico. Un currículo y una escuela sin espacio para otra cosa que lo técnico, es decir, una escuela concebida en función de lo útil, de lo profesional. Por eso, decía en un post anterior, la Pedagogía debe poner el dedo en esta llaga y no ceder a la tentación de constituirse en mera didáctica. Del mismo modo, la Didáctica, debe incorporar planteamientos que conduzcan al educando más allá de lo técnico convirtiéndose ella misma en sugerencia y vida antes que en método.
Más adelante, como una especie de ejemplificación de todo esto que estoy desarrollando en un nivel teórico, en próximos posts, lo iré señalando en situaciones educativas y docentes para indicar, pongamos por caso, cómo una clase puede desde disolverse como tal, al ser reducida a aprendizaje de destrezas técnicas (competencias), o al abrumar y confundir la enseñanza con ese mariposeante movimiento de la innovación constante que no arraiga en el núcleo de lo buscado, o la que utiliza como paradigma lo virtual tecnológico y no sitúa, por el contrario, lo tecnológico por debajo de sí.
“Razón” puede ser también la valiente confrontación con lo que somos, que comienza acaso al vaciarnos y despojarnos de imágenes fatales (¡Modernidad fue también el discernimiento que introdujo San Ignacio en los Ejercicios!), puede repintar el mundo, puede servir agradecidamente a la memoria, puede venerar esa larga agonía que llamamos “humanidad” o constituirse, quizás, en el canto del cisne anterior al cierre total de la escuela sobre sí misma. Puede entender, asimismo, que la grandeza y la poesía de la ciencia son su modestia. Porque la ciencia es la elección de un método que ya ha escogido lo que quiere ver y que requiere la modestia de no empeñarse en ver o considerar otras cuestiones que no quepan en su mirada y, por tanto, la ciencia es también hija del ascetismo y de la austeridad con la que Occidente se propuso abordar el mundo y sus propias mitologías. Parte de su modestia, que es el primer requisito de su metodología, implica reconocer que la razón no se agota en su modo de racionalidad y que hay otros espacios tanto en el mundo como en la propia razón.
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Educación y filosofía
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Modernidad y cultura escolar. La escuela como metafísica.Marcos Santos Gómez
1. Aproximación filosófica para abordar la paideiaescolar moderna.
Consideré en un post anterior la dificultad que la muerte, que es condición ontológica del hombre, es decir, engarzamiento en la temporalidad del ser de quienes somos-ahí, en la historicidad y en lo mundano, muestra a la hora de ser aprehendida desde lo empírico o lo conceptual. Esta captación de la muerte como dato, transforma lo que acontece en sus aspectos observables, en cosa que se presenta a la mirada y puede decirse referencialmente, que es el modo de la ciencia o, mejor dicho, al que aspira toda ciencia. Toda objetivación, o conversión en objeto captable por una mirada que lo abarca y subsumible en la identidad de un nombre, falsea, pues, ese carácter único e irreductible que en última instancia remite al ser, a que las cosas son, a que desbordan el modo en que aparecen en su propio aparecer, porque respiran en el acontecimiento insondable de que son. Recordemos que “acontecimiento”, en filosofía, aunque depende de su interpretación según uno u otro filósofo, remite a lo que existe de un modo singularísimo, como combinación única e irrepetible que sin causa sucede, mana o florece en la más escandalosa gratuidad y en la incierta proximidad de su ser. La muerte, por ejemplo, tiene cierto rango de acontecimiento para el hombre, único “animal” capaz de captar la muerte como acontecer y, por ello mismo, capaz de ser despertado por ella a una existencia auténtica, como formulara Heidegger en Ser y tiempo.
El carácter de callejón sin salida o camino imposible, tanto en la captación de lo real como en la compresión de qué somos, de la reducción de la razón a ciencia emprendida por la Modernidad, que buscaba oponer su luz al irracionalismo en que cualquier cosa vale y puede decirse, se ha tornado un arma de doble filo. En el fondo, creo y he sugerido en algunos posts anteriores que la Modernidad ya portaba en sí misma esta agonía y, como una semilla de autodestrucción, su planteamiento cartesiano tenía que reventar tarde o temprano. Todo lo cual no resta ni un ápice de mérito y heroísmo a la primitiva tarea de la Modernidad. Queda ahora una segunda Modernidad que reinventa el arte de pensar tras la caída de algunos postulados y dogmas modernos que deben replantearse en los términos de la diferencia o la intersubjetividad. Es decir, hoy nos confrontamos con un nuevo estilo de pensamiento en los términos del pensamiento post-nietzscheano que ha concebido ser y existir en cuanto tensión hacia lo otro.
La postmodernidad, en cualquier caso, no es un retorno a la primera irracionalidad, al mito, a la imposibilidad de propugnar una ética o una filosofía liberadora, a que vale cualquier cosa o cualquier relato. Vattimo, por ejemplo, que se considera de una cierta izquierda heideggeriana, extrayendo del maestro alemán los elementos liberadores de la superación de la metafísica, reinventa ética y liberación. Esta postmodernidad no es más que el intento más serio de abordar esta contradicción que ha manifestado el ser por la que cuanto más y mejor se lo aprehende al modo metafísico de la ciencia y la identidad, peor se lo comprende y menos cerca se está del mismo. No se quiere renunciar a que las cosas son, antes que ser cosas, y la dificultad estriba en cómo se comprende su orientación en el ser, es decir, el modo en que esencialmente son, y cómo la existencia tiene que venir dada a la captación de uno u otro modo de ser en la amplia corriente filosófica de la fenomenología o en función de determinados horizontes de comprensión en las filosofías hermenéuticas. Es decir, la cuestión es cómo “nombro” o capto esa tensión por la que lo que se me presenta, es más que lo que se me presenta e incorpora una suerte de muda afirmación, de callada música como la inaudible pero dulcísima melodía de las esferas del cielo platónico. Método fenomenológico, en todas sus variantes, o la aproximación hermenéutica, por la que el ser ha de explayarse en un mundo de sentido que nos dona la tradición apresada en sus textos, son dos intentos de la filosofía del siglo XX de afrontar este reto.
Yo, espero que sin confundir demasiado las cosas, seguiría llamando a todos estos loables intentos de llegar al fondo desfondado de lo real, “razón” o “racionalidad”. Pues, no al modo cartesiano, desde luego, o moderno subjetivista, pero hay un esfuerzo por, “saliéndose” de la perspectiva más empírica, ahondar en donde ésta no es que no llegue, sino que no puede ver nada. Si de este nivel ontológico, sobre el ser, nos elevamos al plano de la epistemología, que piensa los caminos del acceso a la malla empírica de la realidad, podríamos establecer el paralelismo con las metodologías más empíricas: sólo ven lo que pueden ver y en esa dimensión son válidas y bellas.
Así que hay una razón filosófica (insisto en hablar de razón para subrayar que nada de lo que estoy explicando tiene que ver con irracionalismos baratos) pues sigue intentándose aclarar un camino desde una mejor escucha de la realidad, que habiendo fracasado en su trazado recto, ahora lo traza oblicuo. Quizás, en este sentido, reste una Ilustración que parodie a la propia Ilustración, que examine irónicamente los caminos de la primera. Es cierto que ha habido vías irracionalistas, poéticas o místicas de abordaje de esta condición, pero lo que se ha llamado pensamiento postmoderno, que es amplísimo y jamás equivalente a una “cultura” o “civilización” postmoderna del espectáculo o la “innovación” vertiginosa que renuncia a pensar mariposeando de flor en flor, tan solo trata de pensar desde la diferencia antes que desde la identidad. El proyecto que llamamos pensar, pensar como camino, continúa vigente, aunque ahora se prueben formas no metafísicas de pensar.
Desde esta faceta suicida de una razón que desde la identidad construye pero constata que reduciendo el ser a lo único no comprende bien el ser, desde la impotencia de toda sustancia y fundamento que llegan por sí solos a su bloqueante autoimpugnación, la razón busca otras vías. Ya no es posible afirmar sino que el pensamiento ha mostrado su debilidad como para ser capaz de ello y ha dado fe de su carácter antes disolvente que sumativo o hacedor de identidades o fabricante de cosas útiles. Esto último eran y son las ilusiones que necesitamos para hablar y referirnos al mundo en cuanto entidad referible, pero, como hemos dicho, se queda muy corto. Se busca no la risa banal de la sociedad de consumo que camina en la vorágine de sus propias ficciones sin fundamento en el ser o en la verdad, sino la seriedad de la risa que, alguien decía, es el humor, la ironía, el doble sentido de las palabras y una ambigüedad no referencial en las palabras que tratan de desvelar la naturaleza inaprensible de su fondo. Al tiempo que todo, incluidos nosotros mismos, los “sujetos” que piensan nos acabamos despojando del fondo metafísico que nos sustentaba, de las ilusiones pétreas de marco y de fundamento, se insinúa torcida y retorcidamente nuestro “fondo” verdadero de donde emana la remota y temblorosa posibilidad de volver a concebir tímidamente una verdad. Foucault, acusado por Habermas de presuponer aquello que disuelve, de contradicción performativa, ha intentado, ciertamente, la proeza de este pensar contradictorio y precario, en permanente amenaza de quebrarse a sí mismo, que ha extraído del pensar su potencia abisal, la capacidad de insinuar los abismos y la contingencia de toda construcción, el carácter de construcción que todo manifiesta, incluido el hombre que construye su mundo y que se construye a sí mismo. Un pensar, pues, que introduciendo fisuras en el todo peligra, pero que resulta el camino más adecuado para destacar que nunca hemos estado sobre terreno firme y que para llegar lejos, no se puede arraigar en suelo sólido. O mejor dicho, puede postularse lo sólido, la ficción de que hay suelo bajo nuestros pies, pero sin perder de vista jamás, en nombre de esta nueva forma de Ilustración, el carácter transitorio de lo que consideramos sólido porque ello a su vez proviene de la evanescente gratuidad de ser.
2. Metafísica de la escuela
Comencé mi andadura en la investigación pedagógica y en la Filosofía de la Educación, hace ya bastantes años, preguntándome por qué el currículo parece no impregnar, a menudo, las capas hondas de nuestra interioridad, por qué, lejos de constituirnos y de encarnarse en lo que somos, se añade como ornamento a lo que aparentamos y como mucho sólo adquiere la funciónde un bonito traje que ponerse y lucir. Me parecía un síntoma relevante de ello que la cultura aprendida en la escuela no cree realidad, como sería lo razonable, en una auténtica poética propia del animal realidades que según Zubiri somos los seres humanos. Por el contrario, la poética de la escuela es antes construcción reificada que poética de realidades, por lo que su discurso manifiesta una inconfesable tendencia a la cháchara banal. Con esto quiero decir que su palabra nace desprovista de su fuerza originaria, del poder creador que la palabra puede llegar a manifestar en el hombre. Del mismo modo, su ciencia, si no somos capaces de superar lo enseñado escolarmente, adquirirá un estilo paródico, constituyéndose antes en caricatura de ciencia que en ciencia. Me refiero, pues, a esta tendencia que suele existir en el currículo a impregnar a sus propios contenidos de un aire curricular que aunque pueda servir a corto plazo como iniciación didáctica en el trato con los contenidos y el ejercicio de la ciencia, a la larga asfixia y determina pobremente la libertad y la creatividad en la ciencia si no se supera. Pero la cuestión sigue siendo por qué el saber de la escuela ha perdido su sabor. Así pues, la escuela, como tal, no nos hace mejores, es decir, no produce un incremento cualitativo en la existencia si nos mantenemos en la ilusión de que la cultura se da al modo escolar.
Por supuesto, también ahora mi discurso generaliza y simplifica en extremo, tengo que advertir si no ha sido ya evidente para el lector. Esto es debido a que, contra lo que yo mismo defiendo aquí, estoy tratando de realidades muy complejas en poco espacio e intentando hacerlo con un lenguaje “claro” que, en definitiva, no es el más adecuado para mostrar la complejidad de lo educativo y de su conversión en lo escolar. La divulgación es parte de la traición y de la devastación que yo mismo estoy describiendo. Por eso mismo, no deseo que la crítica que establezco en términos generales se entienda como una impugnación total de la escuela, como si ella no fuera capaz, en los momentos casi milagrosos de su devenir, de superarse a sí misma y lograr que, dentro de sí, haya vida. De hecho, gran parte de la reflexión pedagógica y los intentos de vitalizar el currículo de distintos modos tienen, me parece, esta misma intuición acerca de la escuela como cementerio del saber que, sin embargo, podría superarse desde una nueva aproximación u enfoque en el trato con el saber.
Mi tesis parte de la idea de que el conocimiento escolar ha sufrido una esclerotización metafísica por la que los saberes se han convertido en una suerte de cosas u objetos (reificación del saber) que los torna esclavos de la utilidad y del manejo instrumental de la realidad. Asistimos pues en el puro núcleo y origen de la paideia escolar a una reducción de la razón semejante a la que hemos diagnosticado en líneas anteriores, a razón científica o, aún más grave, a razón técnica. Esto no es malo a priori, pero sí es peligroso cuando impregna y da su esencia a una institución encargada de perpetuar la cultura. El peligro que hemos advertido, pues, es que la escuela extienda una visión particular y sesgada del saber.
Esta interpretación de lo que ha sucedido para que hayamos tenido que constatar la mencionada impotencia de la escuela sugiere, además, la reducción tanto del proceso educativo como de los saberes que tratan de comprender este mismo proceso educativo, una de cuyas manifestaciones es la substitución de la palabra “Pedagogía” por “Ciencias de la Educación” y la desaparición de la Filosofía de la Educación en muchos planes de estudio de las facultades de Educación. Todo esto expresa que se entiende lo educativo como hecho o dato aprehensible sin que exista otra profundidad que la nuda presencia de lo que aparece, y, a su vez, se concibe el estudio de lo educativo como una aprehensión de esta realidad reducida a dato. Es, por tanto, el mismo movimiento de la razón que impregnara los inicios de la Modernidad y que se discute y cuestiona como única vía de acceso a lo real por parte de la filosofía, que no es sino el esfuerzo de la razón por pensar en las dimensiones del ser que no cubre la ciencia (lo ontológico).
Si en todas las dimensiones o parcelas del universo existe esa íntima conexión con su ser, de que hablábamos en el anterior parágrafo, en la educación, que es también una parcela que establecemos en la realidad para su estudio, es mucho más directa y obvia. Es decir, la pobreza de entender el complejísimo proceso por el que dos o más personas, aupadas en la esencial contingencia de que son histórica y mundanamente, es decir, temporalmente, en un tener que hacerse e impugnarse, construirse y destruirse, que llamamos “educación”, sea tan sólo comprendido como “funcionamiento”, “psicología”, creación de instituciones e incluso “comunicación”. La educación no es una cadena ni un vínculo medible que se da ostensiblemente entre dos personas. Es el brillo soterrado e invisible del ser en lo que se nos presenta y puede ser descrito empíricamente acerca de la relacionalidad humana. Es acto en que reluce la esencial gratuidad y contingencia que somos y la delicadeza de que para ser, un “sujeto” requiere del otro, con lo que es más básico lo heterónomo que lo autónomo en el “sujeto”.
Es decir, hay un aspecto de acontecimiento en lo inaprensiblemente único y singular de cualquier proceso educativo, que incluso cuando dicho proceso actúa como ciega y enceguecedora interacción reificada se presupone. Por eso, la paideia escolar que oculta, en el fondo afirma lo que niega, es decir, si sus saberes y conocimientos se vertebran desde lo útil y lo meramente profesional, si la educación o la paideia se tornan saberes técnicos, se dan anomalías como la que motivó mis primeras reflexiones acerca de la escisión existente entre lo escolar y lo vivido realmente.
Es natural que así no pueda haber un hondo convencimiento del valor de lo que uno aprende en la escuela. Tampoco así se capta en su amplia dimensión lo educativo, que reposa sobre lo más real pero al mismo tiempo menos observable de la realidad. Sería como una patología intrínseca, asociada al modo de ser que creó la escuela moderna y que lo sustenta. Una restricción y ceguera que reposa en la elección por un único modo, superficial, de asumir el mundo (o de subsumirse en el mundo), en una restricción de la razón, en definitiva, que arraiga en el olvido de la ontología y su sustitución por la metafísica. De este modo, la escuela es hija directa de la que hemos llamado primera Ilustración o de la Modernidad.
Insisto en que nada de esto implica un rechazo a formas racionales de acceso a la realidad ni la asunción postmoderna de diferentes modos de irracionalismos como “métodos”. Se sigue dando el rigor y el esfuerzo serio, que comenzara tras la caída de las explicaciones de la religión en Grecia. El método, por cierto, no es a priori, no viene antes de la realidad, sino que procede de ésta, que lo demanda, como decía Heidegger. Así, en el campo de la educación, sería posible, y me consta que se hace y se ha hecho aunque precisamente hoy no esté de moda, este intento. Esto quiere decir que lo educativo no se agote en lo escolar e incluso que la escuela no se agote en la escuela. O partimos de este principio o no creo que podamos entender en su complejidad la educación, ni siquiera científicamente. Para entender la escuela hay que “salir” de la escuela.
Autores como Levinas, cuyo pensamiento se ha incorporado a la Teoría de la Educación en España y en muchos otros países desde hace tiempo, me consta, pueden contribuir a esta misión; o el interesante engarzamiento de la historicidad nuclear y dialógica de la persona con la crítica marxista que se ha dado en Paulo Freire. Estos ejemplos, de entre otros muchos autores que existen tanto en el campo de la Pedagogía como de la Filosofía, superan el utilitarismo de los actuales enfoques educativos que ya Walter Benjamin denunciara como reduccionista y peligroso, como una negación del elemento poético que entraña toda educación y su substitución por lo meramente ornamental. En nuestro mundo, señalaba, el hombre y la educación están condenados a ser menos de lo que son.
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Educación y filosofía
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El teniente Colombo y los agentes del desorden.Marcos Santos Gómez
En un extremo en apariencia opuesto a lo que vengo prefiriendo como posicionamiento metodológico y epistemológico para la investigación universitaria en el campo de la educación, se halla el teniente Colombo, detective de la policía de Los Ángeles. Y lo malo es que me cae simpático. Su labor impugna todo lo que digo en esta torre de marfil desde la que, hemos apasionadamente razonado, argumentado y teorizado que es preciso situarse, en la lejanía de un noble horizonte, para precisamente razonar, argumentar y teorizar. Hay que llegar hondo, he señalado, y he difundido si bien no un aristocrático consejo de renunciar del todo al muy plano empirismo de algunas metodologías de investigación al referirnos a lo educativo, sí la sospecha de que éste apenas “sirve”. Pero Colombo ha profanado este templo y me ha demostrado que muchas torres con sus pulcros habitantes son gigantes con pies de barro.
El error imperdonable ha sido haber creído que Colombo era un agente del orden y despreciar, por ello, sus muy modestas tácticas. Es cierto que se vale de tramas que descubre en el mundo, que lo interroga y que observa, anota y analiza lo que se le presenta, pero descubro que nunca ha sido agente del orden sino, como confiesa en cierta ocasión su primo Pepe Carvalho, y como subrayan Spade o Marlowe confundidos ya con la pose bogartiana del eterno cigarrillo en la boca, todos han sido, en realidad, agentes del desorden. Porque han de asumir que su mirada está manchada por las cosas, que su realismo sucio tiene que tratar con lo peor en los márgenes del heroísmo. Su veloz pensamiento que boxea en el barro, en la prisión de los hechos y en su cadena, apenas puede asomar la cabeza para tomar una rápida bocanada de aire fresco entre combate y combate. Son agentes, y por tanto sirven a un cierto orden que ya no recuerdan, pero cuyo resultado fatal es el desorden. Aunque no lo sepan, algunos son secretos funcionarios de la verdad. Ésa es su bendita condena.
Colombo tiene un perro al que llama Dog, a falta de otro nombre más interesante, conduce un coche destartalado al que en cierta ocasión, en un episodio televisivo memorable, se le cae una puerta al tratar de cerrarla, fuma un abominable cigarro puro que le hace aparecer eternamente envuelto en humo como un pequeño Lúcifer que no acabara de creer ya ni siquiera en sí mismo. Es un gigante del escepticismo desde la más férrea razón y un servidor de la verdad que, por eso mismo, sospecha de ciertas apariencias. De lógica tenaz y habitual, como su consumo de no sé qué receta mexicana que repite sin cesar en sucias tabernas grasientas y, como él, ahumadas. Es emigrante italoamericano, usa una gabardina llena de lamparones, tiene una voz cascada, un ojo de cristal y es, acaso por todo ello, vilmente despreciado por los “malos”. En muchos aspectos, Colombo es bastante vulgar y muy poco admirable.
Colombo habla siempre de su mujer, que nunca aparece en la serie, y que es la otra parte de un matrimonio muy convencional. Porque Colombo es convencional. Da por válida la verdad que le han contado y, por si fuera poco, confía a ciegas en el bien y en el mal, en un bien y en un mal absolutos, muy definibles y acotados, como si la realidad fuera la realidad de los héroes y los santos, curiosamente él tan antihéroe e inconsciente, hecha de blanco y de negro sin matices ni grises por en medio, forjada por el tipo de estructura mental que los sociólogos ubican en las clases bajas. “Simplemente, hago lo correcto”, acaso se justificaría. Quizás ahí sí tengamos un viejo componente aristocrático, que, en nuestro paradójico mundo, como un resquicio, perdura solamente entre el humo de puros baratos. De hecho, Colombo rechaza en cierto episodio el ofrecimiento de un carísimo habano que uno de sus investigados, siempre gente con clase, le hace, porque no le gusta su sabor.
Todo eso le hace ser, en parte, como Sócrates, un Sócrates empirista. Caza con las palabras, ciertamente, a quienes por su orgullo y vanidad se dejan cazar. Pero le van los hechos. Es más, Colombo trata de desaparecer, para dejarlos explayarse. Y entonces, los malos hacen, y al hacer, Colombo los mira y les pregunta. Su elegancia acaba delatándolos. Quiero decir, que tanto Colombo, como Carvalho como los demás agentes del desorden, se fijan en las prácticas. Su método de investigación, podíamos concretar, cuando se les ocurre asomar por la universidad, es un método demoledor, tenaz e infalible, que consiste en atender al discurso de las acciones para contrastarlo con el discurso de las palabras. Es decir, se sirven de un mundo que ha dividido acciones y palabras, para dar toda la importancia debida a las acciones, como clave para resolver si bien no grandes misterios, sí determinados problemas o contradicciones flagrantes. Aplican una hipótesis: el malo (o en versión más académica, el ignorante o el mediocre) son orgullosos. Una hipótesis que los asemeja a Sócrates, pero llevada al extremo de ese Sócrates enloquecido que fue Diógenes de Sínope, el cínico, o sea, el perroflauta. Son, quizás, la detestada e incomprendida autocrítica que la propia universidad en ocasiones hace de sí misma, en una milagrosa kenosis o autodespojo por el que se rebaja a ser pueblo.
Colombo pues, ha rizado el rizo de la ironía. Ha sabido salirse de la verdad para estar en la verdad. La perspectiva ha de ser una perspectiva manchada de realidad, sin aspiraciones ni abolengo. Esta es el arma de quienes cigarrillo en boca, desafiando la ley y el orden, maestros de una higiene a contrapelo, comandos de una academia al revés, para salir, han pensado y han mirado casi como todo hijo de vecino. Incluso de este modo se miran a sí mismos. Y así, sin aspirar a bucear en los abismos, se han topado con el abismo del mal. Postulando tramas, como en las novelas negras o de misterio y como en las novelas de terror, en los márgenes literarios, sociales, epistemológicos y ontológicos, se han limitado a partir de que tú eres lo que haces. Todo lo demás son excusas.
Eso es investigar. Eso es ser verdaderamente útil. Sólo desde un orden que es desorden se podría revertir el mundo. Vana esperanza que en su cinismo (ahora en nuestro sentido, no en el más académico de la palabra cinismo) los Bogart habidos y por haber no desean tampoco creer. Porque no son optimistas, ni grandilocuentes, ni profesan filosofías de la historia por encima de la misma historia, ni adoptan cielos en la tierra o teologías, salvo que llamemos todo eso a este modo modesto de empeñarse en no ver otra cosa que lo que uno tiene ante las narices y que pertenece al más elemental de los sentidos comunes. Son ateos prácticos que no creen en la ultratumba, que no creen en creencias, y por eso ven las cosas. Ésa es su táctica y su fuerza. Ellos siguen la corriente de las cosas, se visten de blanco y realizan sus terrenales pesquisas y observaciones. Siguen el hilo de Ariadna que les guía precariamente en este maremágnum.
Por mencionar a otro de estos detectives, tenemos al Dr. House que es, sin lugar a dudas, un llorón y un indigente, pero al menos goza de la fortuna de haber encontrado la modestia epistemológica que se precisa para mirar a donde hay que mirar, a donde hace falta, y sólo en sus peores borracheras, presentir o añorar el resto.
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Educación y filosofía
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La desafiante presencia de la muerte.Marcos Santos Gómez
He concluido la lectura del libro Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días, de Philippe Ariès, en la editorial Acantilado. Se trata de una obra escrita en 1975 y ya convertida en un clásico de la historiografía, que describe las formas de morir, desde la primera certeza de que viene la muerte (o el intento de eludir dicha certeza) a la actual agonía en soledad y su medicalización. También se refiere a los modos de entierro, funerales y sepulturas. Lo primero que destaca en el libro es que cada época enfoca cómo morir en función de su universo de creencias y del tipo de organización social que impera. Es decir, en la medida en que un modo social, productivo y cultural determinado, creo, constituye de hecho una respuesta concreta a lo que plantea la existencia como misterio, como enigma y como problema (son tres dimensiones que van desde una mayor profundidad ontológica a una cierta superficialidad óntica en la reducción a problema y a avatares de la existencia de lo que en último grado remite a un modo de ser), dichas formas sociales deben también abordar ese muro inexplicable que impugna toda complacencia y deseo. La muerte es ante todo un acontecimiento no objetivable que resiste una simple mirada descriptiva que lo rebaje a dato, porque es mucho más para el hombre, desbordando todo intento de encajarlo bien desde la lógica de sus deseos ni desde ninguna otra lógica. Quiero decir que este tipo de razones argumentativas con que a veces justificamos la realidad, no nos consuelan ni satisfacen cuando la muerte nos desafía a lo largo de una vida cuyo final inevitable será ella. Es extrañísimo, decía Borges, que alguien que estaba, ya no esté, y que el mundo siga su curso como si nada. Por otro lado, hay que comprender, nos cuenta en el relato El inmortal, que sin finitud, la existencia humana no sería tal, pues seríamos en todo caso una tediosa extensión acumulativa que se acabaría perdiendo en el conjunto de los hombres para ser todos, o sea, nadie individual. Conciencia de la muerte y cultura acumulativa parecen, en efecto, contradecirse, en el sentido de que la existencia que añade cosas, parece ciega a la verdad de que hay un final para nuestras listas de deseos. Con mayor sutileza, podemos entender en la acumulación una forma subrepticia de morir, de no vivir, y de no percatarse de ello. Es como si eliminando a la muerte, muriéramos en vida, doblemente.
Así que la lectura de este libro me ha planteado sobre todo la cuestión de cómo hablar de la muerte y, lo primero que resalta en este asunto, es que de la muerte, como ocurre con otros “sucesos” o aconteceres propios de la condición humana, no puede hablarse banalmente, con lugares comunes o un lenguaje superficial. Su apropiación por la inteligencia ha de ser una apropiación que aúne las distintas razones que ya Pascal señalaba que se necesitan para la captación de los problemas existenciales (la razón del corazón, decía él, que es razón amplia y generosa).
Hay que haber comprendido, pero también, experimentado, vivido, sentido la conmoción a la que nos retrotrae el frío y escueto dato de que alguien se ha muerto o de que vamos a morir. La descripción empírica queda muy lejos de la verdad del proceso que llamamos “muerte”. ¿Quiere esto decir que no se puede hablar de ella? No, quiere decir, eso sí, que estamos condenado a un dilema: o hablar en términos exactos y observables, para explorar los rasgos empíricos y las consecuencias de la muerte, pero sin que podamos comprenderla realmente (lo más lejos que desde aquí puede llegarse es a la tanatología, que deriva hacia soluciones que por muy afectivas que sean, son soluciones técnicas); o, emprender un discurso narrativo que exprese su experiencia, la vivencia de la misma como tono de la existencia, muy por debajo del miedo, de la pena o del duelo psicológicos. La mortalidad como un tono que modula nuestra forma de ser, para llegar a lo cual hay que bucear muy por debajo de lo empírico.
Quizás por este intento de captarla en su profundidad, se dé la paradoja de que para hablar de ella sea mejor callar y optar por distintas formas de silencio. Yo no excluiría este silencio de una racionalidad, desde luego no lógica ni argumentativa, pero que mantiene la dignidad, el esfuerzo e incluso el rigor como para ser incluidas en una comprensión cabal de la muerte. Esto es a lo que apunta una metodología de investigación que, siendo científica y tendiendo a lo empírico, aunque cualitativa, en su respeto por la narración con que el sujeto se explica a sí mismo y, sobre todo, en su “registro” de los silencios del mismo, apunta a lo que desborda lo científico. No es que se pueda decir cualquier cosa una vez que hemos desechado toda definición, sino que hay un acceso personal del sujeto que se ha enfrentado a la muerte de alguien querido o al anuncio de la suya, que el sujeto encadena en una suerte de malla de mitos, interpretaciones, terribles lugares comunes que explotan, increpaciones y lamentos y, en especial, preguntas. Todo ello tiene la “lógica” estrictamente individual e irrepetible del sufriente, pero, también, se expresa e interpreta en el horizonte de una tradición que, nunca es, solamente una tradición, sino un cúmulo de tradiciones a menudo incompatibles y contradictorias entre sí, pero que sirven para asir los aspectos inasibles propios del existir.
Ante la supuesta fortaleza del mundo en que vivimos los vivos, los que todavía y por ahora estamos aquí, nos encontramos con el sinsentido de que después de todo, tanto buenos como malos tengan un mismo destino, de que prevalezca una absurda justicia que es una terrible injusticia. El libro que nos da pie a este escrito constata también la única verdad que podemos imaginar acerca de algo que nadie ha contado ni contará jamás: que, seguramente, se muere en una abismal soledad, que uno se enfrenta a solas con su propia muerte.
Sin embargo, hay una diferencia importante en cuanto al modo de soledad experimentado según las épocas. En la primera Edad Media se moría de una manera diametralmente opuesta a la nuestra y que fue modulándose posteriormente en función del apego que socialmente se enseñaba que había que tener a las posesiones y riquezas que uno dejaba o a un sentido fuertemente hedonista de la vida, que por tanto dolía dejar y que produjo en el arte las representaciones terribles de cadáveres y las danzas de la muerte de la Baja Edad Media u Otoño de la Edad Media en palabras de la conocida obra de Huizinga. También la terrible peste negra pareció romper los esquemas a la gente. Antes de eso, la muerte estaba incorporada a la vida con una cierta naturalidad.
En la Alta Edad Media se moría bien, creo. Me parece que mejor que ahora. En primer lugar, les aterraba (había una petición en la misa para ello) morir de repente, sin preparación, de manera inconsciente. El “no se ha enterado” que nosotros deseamos para cualquier muerto, era una maldición para ellos y, por el contrario, se deseaba ser conscientes, saber que llegaba la muerte y que uno iba a morir, y comunicarlo, en público y en privado, todo lo cual además contaba con una reglamentación social, con unos pasos más o menos rituales que todo el mundo seguía. Así que lo primero que importaba era la sensación de que uno iba a morir, la honestidad consigo mismo, que no se basaba, como hoy, en diagnósticos ni enfermedades que importara definir, sino en una suerte de presentimiento. Ariès pone de ejemplo la muerte de Roland en su Chanson, que siente que va a morir y se sienta a esperar la muerte. Era como si se admitiera de otro modo al nuestro que la existencia era tal porque tenía un final y se supiera con autenticidad que la costumbre de vivir terminaba con la costumbre de morir.
Entonces, uno invocaba a sus seres queridos, que corrían a estar junto a él a lo largo de todo el proceso. Tanto era así que cuando en una ciudad o aldea se veía la comitiva del cura con el viático que acudía a casa de un enfermo, todos en la calle, conocidos o no, acudían tras él. Era normal asistir a la muerte y, con gran diferencia a lo que hacemos hoy, siempre había niños, es más, se quería que los niños estuvieran presentes, de manera que todo el mundo tenía, desde la más remota infancia, la experiencia de haber visto fallecer a alguien. En la habitación con las ventanas cerradas y velas encendidas constantemente, se apelotonaban parientes, vecinos, amigos. Se podía celebrar una misa dentro de ella y había un ritual de oraciones para los distintos momentos. El agonizante cumplía con el mismo, que incluía la redacción de un testamento, que primero solamente se decía ante testigos sin escribirlo, al cura, y constaba de las últimas voluntades. Lo importante no era el reparto de la herencia, como hoy, sino abundantes consejos, peticiones de perdón, deseos en cuanto a la sepultura y el lugar de la misma. No contaba, por cierto, la sepultura individual y bien definida como lugar de encuentro con el muerto, sino que estuviera en lugar sagrado y cerca de un santo o reliquia. La sepultura como lugar para perpetuar una memoria y grabar el nombre fue una costumbre que trajo el posterior individualismo con el deseo de perdurar. En general, el cristianismo había cambiado varios aspectos de la sepultura romana de tipo pagano, entre otros la importancia dada a la fama póstuma, que, como digo, retornaría con el modo burgués de vida y de muerte.
Había, por tanto, una preparación constante y exhaustiva en un proceso en el que a pesar de la soledad intrínseca del moribundo, representada en composiciones de la época donde se le ve rodeado de demonios y ángeles, siendo protagonista de su propio juicio y teniendo que afrontar él solo determinadas tentaciones, se le acompañaba. En todo momento se era consciente, se hablaba, se disponía y, tras la muerte, los testigos, a diferencia de hoy, podían derrumbarse. Existía un arte del buen morir, o Ars moriendi, que prescribía todos los pasos y que estaba detallado y escrito en libros.
En general, la Alta Edad Media me parece, tras algunas lecturas y habiendo meditado la perspectiva de Chesterton acerca de ella en otros libros, que fue un mundo con sentido en el que las principales necesidades profundas del hombre estaban cubiertas. Y la forma de morir refleja esto. El catolicismo, particularista y universalista, que nunca impregnara tanto las costumbres, de un modo real y densísimo, nunca volvió a tener la presencia efectiva en la historia que tuvo entonces. Era un mundo vertebrado por la creencia cristiana, plagado de “verdades” y con unos fines muy concretos que, paradójicamente y por ello, tenía mucho más los pies en la tierra que nuestro mundo capitalista, que resulta mucho más fantasmagórico e irreal que aquél. En sus ilusiones y verdades estaba presente la muerte, se la consideraba a diario. La aceptación de la muerte con naturalidad, por parte del moribundo y los seres queridos, nos habla de un mundo, como decía, diametralmente opuesto al nuestro. Un mundo cuyas ficciones hacía realista.
Y nosotros, los hijos de la Modernidad, parecemos vivir mucho más engañados por nuestras ilusiones. Es decir, nuestro modo de relación con la muerte es la negación, su exilio de la vida corriente que pasa por algunos elementos como su medicalización y la prohibición de derrumbarse por parte de los implicados. Son cambios que se han ido dando y que el libro de Ariès describe, que atañen a una mayor individualización, al modo burgués de vida, a la progresiva higienización del siglo XVIII, a la muerte romántica que exacerba el carácter monstruoso de la misma y lo que tiene de brusca ruptura del sentido (y que llenó de magníficos túmulos los cementerios donde ir a llorar y rendir culto a los muertos, cosa no vista anteriormente y que ha llegado hasta nosotros) y a la absoluta negación y destierro de la misma en la actualidad, marcado por la cremación y la ausencia de tumbas para que quede algo de los muertos, como si se buscara su completa desaparición y un pleno exilio de nuestra rutina.
Hoy se insta a morir sin grandes aspavientos en nombre de un decoro que han de respetar tanto los moribundos como los parientes, en todo momento, para no perturbar la serenidad propia de un hospital y del personal médico. Con la medicalización de nuestro tiempo, importa sobre todo nombrar la enfermedad, definirla, pautar el tratamiento y predecir el curso exacto que tendrá la muerte. Importa que los médicos puedan hacer bien su trabajo, sin la interferencia del dolor moral o psicológico que es lo que realmente se teme. Es como si la muerte desconcertara, ahora más que nunca, a una sociedad y a una medicina cuya tarea es mantener vivo al paciente a toda cosa y que ante su desconcierto prefiriera no mirar. Esto significa que, aunque la medicina ha logrado impresionantes avances en la prolongación de la vida, en los momentos finales se despoja al paciente de su propia muerte, de ser dueño de su tránsito, de poder decirlo, de hablar de él y disponer sus últimas voluntades, de perdonar y ser perdonado, de despedirse, de hacer recomendaciones a quienes quedan tras él. Se infantiliza al moribundo, se toman decisiones por él, se procura que no sea consciente de los últimos momentos. Lo que contrasta poderosamente con el modo medieval de morir en el que el moribundo era consciente en todo momento e incluso, tras haber realizado todos los rituales, esperaba con cierta tranquilidad a la muerte. Esta espera de ultimísima hora hoy es bloqueada por los esfuerzos del personal médico que convierten al enfermo en una cosa erizada de tubos a la que no se permite que desista en ningún momento, que cierre los ojos, que tire la toalla cuando lo razonable sea tirar la toalla.
Creo que estos cambios que constata un historiador de las mentalidades, escuela historiográfica en la que se ubica Ariès, aluden desde su carácter meramente descriptivo y empírico a algo muy profundo. Vincula la relación con su muerte, por parte del hombre, con sus distintos modos de ser que se reflejan en las costumbres de una civilización. Lo que señala esta actual invisibilización de la muerte es que en nuestra cultura se ha perdido por el camino algo esencial. Para entenderlo, hay que acudir precisamente a ello, a lo que consideramos esencial, que sería el nivel de lo ontológico que como una corriente moviliza y “funda” lo cultural y las ideas. Esto quiere decir que no somos algo en un sentido fuerte y definido, sino que es la indefinición que nos constituye lo que somos, o sea, pura indeterminación. Es aquí donde se explica, precisamente, por qué somos educables, a partir de lo más hondo, y por qué educarse mantiene un carácter inacabado, el de un proceso de reelaboraciones cuya “naturaleza” incierta las ideas más “constructivas” y metafísicas del mismo ocultan en realidad.
Se trata de que recordemos y de que nos oriente, para esto, la conocida diferencia ontológica que señalara Heidegger entre ser y ente. Las cristalizaciones ideológicas emanan y son pobre reflejo petrificado de un modo de entender el acceso, la conexión con el ser, que es ese gratuito acontecimiento por el que somos, por el que hay mundo en lugar de no haber nada.
La relación con la muerte “visible” cubierta por la metafísica está reflejando una relación más profunda con la muerte constante e invisible que también somos, con la realidad de que morir forma parte del ser o, dicho con mayor propiedad, de que somos contingentes, de que nuestra relación con el ser ha de darse temporal y circunstancialmente (lo que además de la educación, hace posible la historia). Por eso, olvidarnos de la muerte implica que hemos perdido nuestra conexión con el núcleo irradiante de la realidad, o, dicho de otra forma, con el misterio jamás aprehensible de que seamos, anterior a toda metafísica y a toda teología. Hemos dejado de percibir en nuestra época que en lo que hay, siempre hay algo más que ejerce una tensión, que parece trascender, que desborda y supera nuestra percepción y conceptualización de las cosas y de nosotros mismos. Una suerte de plus “cualitativo” en la realidad que aunque teólogos como Küng relacionan con Dios, no se reduce necesariamente a Dios, creo, pues llamarlo Dios puede empañar su misterio.
Tomar conciencia de la muerte es tomar conciencia del ser. Es como abrir los ojos al despliegue en el tiempo de lo que existe, para afirmarlo en la insólita negación de una barroca sucesión de muertes o, como dice Quevedo, saber que somos sucesión de difuntos, de nadas e impresencias que, sin embargo, son de esa manera. Sobre este fondo pantanoso o ciénaga reposa la verdad. O, mejor dicho, sobre esta carencia de fondo que introduce un trascender en el hombre, un nervio exteriorizante en lo real. El hombre es hombre cuando percibe de algún modo esto, cuando siente cómo la existencia parece tirar de él más allá de ella misma, de la necesaria e ineludible gravedad que la costumbre ha introducido, también, en nuestra vida.