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La lección de Camarón.Marcos Santos Gómez
Creo que la clase que se imparte en un aula sigue teniendo relevancia, a pesar de que se han probado otros modelos de “encuentro educativo” que las pedagogías más alternativas, en su libre y encomiable creatividad, han buscado. Se ha querido ver en el modelo “taller” aportaciones que la “clase” no era capaz de desarrollar, sobre todo en lo que se refiere a un enfoque práctico y experiencial del saber que contrasta con lo teórico y pasivo de la clase tradicional y de la lección magistral. Pero esto debe ser repensado si retomamos la pregunta por lo que es práctico en la pedagogía. Mi intuición es que una clase, pero también un taller, son prácticos no porque en ellos se imite a la vida corriente o incluso se la “traiga” de la calle, sino cuando lo que ocurre en ellos desborda, invisible y misteriosamente, las paredes del aula, pero también las de la vida corriente. Es decir, una clase tiene que superarse a sí misma, igual que un taller, que no deja de ser una situación artificial y, también, “pedagógica”. De la misma manera, la “vida corriente” debe aspirar a navegar más allá de sí.
Superar las paredes del aula no significa sólo, y aquí ocurre un error muy habitual, superar a la escuela como institución, sino superar lo escolar que existe fuera de la escuela, como modo técnico y "sapiencial” de estar en el mundo. Esto es lo que tanto señalara Iván Illich en sus libros y, sobre todo, lo que realizó en el CIDOC, ejemplo de auténtica innovación que consistía en este desbordar el cauce de lo académico para llegar más allá de lo académico en la sociedad. La clave es que sepamos hasta qué punto lo académico, por lo que ahora estamos entendiendo la forma técnica, doctrinal o moralizante que hemos llamado “sapiencial” del saber, rige los discursos y las miradas que en nuestro mundo el hombre lanza a su alrededor. Illich entendía por “mentalidad escolar” un sesgo específico de nuestro tiempo que se manifiesta en la escuela pero no sólo en ella, lo que en la filosofía se ha destacado desde perspectivas como la de Foucault. Se trata de un modo de mirar y de ser que, y aquí radica el peligro, ciega numerosos “puntos” de lo real, pues mira a costa de no poder ver ciertas realidades que están, de un modo impresente, pero están, y que, decíamos en posts anteriores, requieren formas de la razón que, rigurosas y metódicas, puedan serlo de un modo no necesariamente próximo al ideal positivista de la ciencia (que es muy válido, pero en el ámbito particular o sector de lo real que él mismo define).
Es lo que ocurre, dentro de una clase, cuando se da un proceso educativo o anti-educativo (manipulador, etc.): que existen realidades operantes y presentes que, sin embargo, no se perciben; como una especie de universo o conmoción que rodea y compone el proceso y a los sujetos implicados, que los engarza de una manera silenciosa con otras situaciones educativas o anti-educativas que han ocurrido y que pueden ocurrir. Nuestra inserción en el tiempo, que es inserción en la historia, pero esa historia profunda que desborda la mirada de la modernidad, que está antes de la historiografía al uso y que la produce, como destacan los estudios de Foucault, es lo que podemos llamar “misterio” en torno a lo educativo. Un “misterio” que apunta a la religación esencial de quienes se educan con lo otro que no está ni puede estar visible ni positivamente incluido en la mirada.
En una misma clase puede invocarse este halo de lo educativo que tiene el poder de desbordar la estructura y el cauce institucional en que se está dando el propio proceso educativo. La buena pedagogía, como la de Paulo Freire, es la que tiende a ello. Esto es lo que quiero decir con que hay una innovación de verdad, seria y comprometida que no tiene que ver con la búsqueda frenética de metodologías y técnicas didácticas que resuelven problemas en la trama más superficial y plana de la realidad, sino con algo que sólo en momentos de gracia se puede realizar. Esto sí es auténticamente nuevo en una clase y la ironía es que puede darse tanto en contextos muy prácticos como pueden ser los “talleres”, como en el contexto más académico de una clase y, para más ironía aún, empleando metodologías didácticas tradicionales al estilo de la lección magistral. Entonces ocurre que se supera lo “visible” y se invoca, de algún modo, lo “invisible”. Todo lo cual no remite a una irracionalidad o ausencia de método o magia mitológica, sino que hay un método, un rigor, una seriedad como las requeridas en general por el conocimiento científico (¡y una libertad!), sólo que todo ello emana honda y sensiblemente de lo real, de una escucha paciente y llena de respeto a la dignidad que acompaña, nutre y constituye todo lo humano. Aún más, mi tesis también implica que o se ha dado esto, esta suerte de sensibilidad profunda y llena de gratitud por lo que hay, por lo que se revela siendo, o entonces no puede darse verdadera ciencia ni buen científico. Es como un interés previo que ha de tener quien se dedique a escuchar con devoción la realidad ejerciendo la vía científica de conocimiento. La ciencia parte de esta motivación y del amor, valiente, por la propia ciencia.
Pues bien, dentro de esta escucha devota que es, no ya la estricta y mera labor de un científico, sino toda la vida de uno si es auténtica, si se vincula con la “verdad”, si se llena e impregna del coraje que precisa esta conexión del propio ser con la “verdad”, que ha requerido constancia, paciencia, sistematicidad, memoria y esfuerzo, surge algo que irrumpe derrumbando lo previo, los caminos que uno ha tomado para llegar a ello. Es el momento de la creación, que sólo llega tras la larga y ardua asimilación de los contenidos de la “cultura” pero que cuando llega, va mucho más allá de lo previsto y conmociona hondamente nuestro ser. Por eso, hay un malentendido en la pedagogía que bienintencionadamente busca la creatividad a toda costa y un aprender a aprender o el logro de competencias que no arraigan en lo concreto de unos contenidos. En realidad, creo que sólo de esta manera sistemática que acaba superando la sistematicidad irrumpe en la educación de uno lo que Bacon llamó “gigantes”, sobre cuyos hombros puede caminar una vida. Y eso es educarse. Llegar más lejos partiendo de lo que hay.
De este modo, y pongamos un ejemplo ahora de clase que logra desbordarse a sí misma, Camarón de la Isla puede abrir simas en la realidad del aula que relativicen dicha realidad. Estos son los momentos que suenan a magia y misterio de una buena clase, pero que se invocarían, metódicamente, con Camarón (en este ejemplo que estamos desarrollando), tras haber escuchado aquello que en Camarón vive y se hace presente. Es decir, aquí la tecnología didáctica comienza y acaba en Camarón, lo que no debe entenderse como que no haya sido precisa una larga interacción dialógica, que extraiga saberes no técnicos de quienes protagonizan su proceso educativo. Es verdad que aquí es preciso que el profesor conozca los contenidos que pueden activar estas realidades en la clase, o sea, un cierto amor y dominio previo del flamenco, lo que no siempre se da, por supuesto. Pero además, de algún modo, las clases previas han podido ir visualizando o prefigurando las simas que el cante de Camarón puede expandir en la clase. Que esto haya sido en forma de talleres o de clases más teóricas o convencionales no creo que tenga una importancia última y fundamental en lo que se pretende. Como decía A. S. Neill, el creador de la escuela Summerhill, lo esencial en la enseñanza no es la técnica con la que enseñamos, sino el saber hacer presente, como vivencia o experiencia integral y conmovedora, la belleza y la salud del mundo libre al que invocaba su escuela. Y hay un camino, es decir, un método para llegar a esto que, en su caso, se confunde con la propia vida y, por tanto, también iba más allá de lo escolar.
Camarón enseña, o sea, muestra, expresa, contagia, la vida como agonía o constante fuga. En este sentido, incluso la tensión intrínseca a lo escolar puede ayudar. Un presentimiento de lo otro que en el flamenco, como es obvio, no sólo expresan las letras (que en Camarón son magníficas y subrayan la vanitasde muchas aspiraciones humanas cuando es el poeta persa Omar Hayyam quien las aporta desde la lejanía de los tiempos), sino el cante cavernoso, de ecos profundos y oscuras resonancias de una seguiriya de Enrique Morente, por ejemplo, o la voz rasgada del propio cantaor gaditano. Hay algo que se roba al hombre, que se le está robando continuamente, cuando se precisa de más vida, o de una vida mejor o más digna, para vivir de verdad. Es esta conexión entre lo histórico-político, es decir, lo que proviene de un mundo duro y desgarrado que niega a unos lo que injustamente da a otros, con lo existencial del modo de encarnarse en uno del ideal que está condenado a no alcanzar, lo que da su fuerza y elocuencia vivida a este cante.
Por eso, el flamenco no puede ser ni arte de masas ni, aún menos todavía, folclore, pues el folclore, si está presente en él, es en la forma de triste protesta contra el folclore. No es arte superficial, en absoluto, y decorativo como lo es cualquier folclore, sino arte marginal y, en su origen remoto (ha acabado siendo, como sabemos, hasta cierto punto aceptado), vilipendiado, mejor comprendido fuera de España que en la propia España en su primer desarrollo durante el siglo XIX. Es la protesta viva contra la banalización de quienes tuvieron como imposibles las vías cultas de acceso a lo “sagrado” y no tenían otra salida o recurso que los tópicos y banalidades de lo popular. El flamenco, los retuerce para fugarse de esa condena. Así, donde hay flamenco, se hace presente un mundo de silencios y desgarros que comenzando en lo social, culminan en el alma y que además, propician la lectura desgarrada de la realidad. Es la búsqueda de lo culto en lo popular, la presencia de una sima intelectual entre quienes ni siquiera eran capaces de expresarse con un lenguaje mínimamente elaborado. Y, por tanto, la constante presencia de lo malogrado en la forma obsesiva y amenazante de una muerte como despojo total, cruel e injusto.
Si se ha preparado bien, en una clase, basta el quejío de Camarón por saeta, soleares o seguiriya, pero también presente, obsesivamente, en la fiesta por bulerías, en las melancólicas alegrías o incluso en los elaborados tangos y rumbas del flamenco más innovador de su etapa postrera, para que la clase deje de ser clase, es decir, para que el “saber”, el conocimiento como “saber algo” o como técnica o instrumento para algo, dejen de tener ni por asomo el menor sentido. Hay en Camarón una elocuencia de lo invisible y de lo mudo que sugiere que no basta la lectura más plana de la realidad que realiza el conocimiento en su forma escolar de “saber”. Sólo entonces es cuando irrumpe, y es lo que he querido explicar todo el rato, el verdadero tiempo de la educación, que culmina y da sentido a todo el proceso, por muy fatigoso que haya sido. Se aprende mucho más que “algo”, lo que ninguna lección “sapiencial” podía enseñar, más allá de cualquier “saber” y que evidentemente no puede jamás comprenderse si lo interpretamos reduciéndolo a una “competencia”.