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El optimismo de Dickens y ChestertonMarcos Santos Gómez
Lo más cercano a una representación de la eternidad, esa suerte de inconcebible suspensión del tiempo que constituye un antiguo anhelo de los seres humanos, es el ámbito "sagrado" del arte. Sólo en las imágenes, historias y personajes arquetípicos de la épica, la más universal y vieja forma de literatura, se puede intuir una cierta noción de lo eterno. Esta intuición y aspiración es una constante en el escritor inglés de entresiglos G. W. Chesterton, quien la expresa muy bellamente en su ensayo “Dickens, el creador de mitos”, publicado recientemente en español en el libro Ensayos escogidos. Seleccionados por W. H. Auden, por la editorial Acantilado. A continuación nos referiremos a él, pero además quiero recordar que es esta intuición también una de las que vertebran (no la única) el Quijote. Por eso, he denominado a mi reciente serie de posts dedicados al mismo “El Quijote y la poesía”. Quería resaltar en ellos, entre otros asuntos, que la reflexión o puesta en marcha “realista” de los mitos (de la poesía) supone para Cervantes la inserción de la literatura en la realidad, trayendo a nuestro mundo ese otro mundo ideal, para mostrar tanto su fricción con lo real como su necesidad. Don Quijote trata con seres arquetípicos que pueblan el ámbito propio de lo arquetípico: el arte. Y decir arte y arquetipo es, también, decir mito, como supo considerar Borges. Se trata de una representación de lo excelso, de lo que prolonga y culmina un ideal, que en el Quijote vuelve a pisar tierra.
Puede argüirse que no todo el arte, no toda la literatura, presenta este ultramundo idealizado y atrayente, que irradia un potente magnetismo en el lector y que ha fascinado universalmente a los hombres. De hecho, la aspiración de gran parte de la novela moderna, salvo el muy autoconsciente Quijote, es la curiosa pretensión de aparecer como si retratara fielmente la realidad del lector viviente, pero, ya digo, no al modo maduro y reflexivo del Quijote (o también el Ulises de Joyce), sino de una manera incauta, como si la realidad corriente pudiera aprehenderse por la literatura. Estas reflexiones, centradas en Dickens, que compuso Los papeles del club Pickwick, llamado el Quijote de Dickens precisamente, son las que desarrolla el chispeante ensayo de Chesterton.
Chesterton parte de una simpleza que, señala, de manera inaudita nadie parece hoy ver. Se trata de que lo universalmente artístico y lo que quieren todos los hombres, consciente o inconscientemente, es la literatura confundida con el mito. Esto quiere decir que todo el mundo, sobre todo los niños que para Chesterton son los guardianes del sentido común, del realismo (filosófico) que los adultos han perdido, pide disfrutar y admirar personajes arquetípicos en historias que no suponen un crecimiento ni desarrollo de este personaje, por muy principal que sea. Si tomamos a Pickwick, vemos que es una perpetua caricatura de sí mismo, unos cuantos rasgos encantadores que nos encandilan, y que es lo que de algún modo, se salva en la literatura, o sea, ingresa en esa especie de remedo de la eternidad que son los libros, pero que en ningún caso debe confundirse con la complejísima y caótica red de la realidad, que nunca sigue un curso, ni un desarrollo, ni una trama.
En Pickwick, el protagonista es exactamente igual al principio que al final. Pero esto, lejos de ser lo aburrido que alguien puede pensar, es lo que queremos leer, verdaderamente, los seres humanos, es decir, un tipo que encarne una especie de rasgo barnizado por la virtud, por lo excelso, que se repite y que, contra lo que parece, nunca aburre. Es como los niños que piden a los adultos que les lean la misma historia muchas veces, siempre la misma. Porque lo que se quiere no es emular el tránsito incierto y turbio de lo real, sino extraer de lo real un elemento para contemplarlo, que se eleva y sitúa dentro de un ámbito de eternidad.
Para Chesterton, y lo dice muy bellamente, con palabras que me llevan rondando años (¿palabras eternas?), la eternidad es como una noche de cena y copas con buenos amigos, amigos de verdad, en la que se hablan de temas profundos en una conversación intensa y amena, en la que los contertulios se entregan y llegan a ser, más que nunca, ellos mismos, como si sacaran de sí una cierta bondad, algo precioso como un diamante que brilla solamente en esas ocasiones. Esas noches que querríamos que no acabaran nunca, son, según Chesterton, el remedo de lo que pasa en el “Cielo”. El Cielo, según él, es como una de esas tertulias amistosas en las que ni las viandas ni el vino se acaban nunca y que ellas mismas, nunca terminan. Ese sentimiento de profundo agrado y placer, que genera gratitud ante la existencia, que arraiga en el mundo y las sensaciones, pero se continúa en un ámbito que es un para siempre, el para siempre de los cuentos infantiles, es la vida eterna. Pero no me resisto a citar al propio Chesterton, que es quien dice esto eternamente:
“Dickens está ahí, como las personas corrientes de todas las épocas, para crear deidades; está ahí, como he dicho, para exagerar la vida en la dirección de la vida. En el fondo, el espíritu que celebra es el de dos amigos que comparten una botella de vino y se pasan la noche hablando. Aunque, en su caso, se trate de dos amigos inmortales que hablan en una noche interminable y se sirven vino de una botella inagotable” (p. 71).
El relato realista refleja lo contrario, dice Chesterton. En la medida que se aleja de lo mítico, sus argumentos y personajes aparecen veteados de precariedad, de muerte, de cambio. Solo que eso, a la mayoría de las personas, ni les interesa ni se les ocurre relacionarlos con su vida, por muy naturalista o realista que sea la historia. De hecho, la vida corriente, su vida, no les interesa. En la literatura buscan, exactamente igual que los niños, participar de los eternos arquetipos que han hecho vibrar a la humanidad durante siglos. Toda la literatura infantil es así, dice nuestro autor inglés. No interesa regodearse en lo indigente y precario de la propia existencia.
Alguien puede replicar fácilmente a todo esto. Se puede contestar que parece latir un peligroso no ya conservadurismo, sino espíritu reaccionario en Chesterton y en estas ideas que defiende. Pero eso no es cierto, si se le entiende bien. En relación con Dickens, acusado precisamente de esto, lo señala:
“Esos optimistas más elevados, de los que Dickens formaba parte, no aprueban el universo, ni siquiera lo admiran: se enamoran de él. Abrazan la vida con demasiada fuerza para criticarla o verla siquiera. Para los hombres así, la existencia tienen la arrebatadora belleza de una mujer y quienes la aman con mayor intensidad son los que menos motivos tienen para amarla” (p. 63)
Es decir, se trata de activar la capacidad de gratitud, de extático maravillarse, de aceptar y gozar la existencia como un don que incondicionalmente, la persona “enamorada”, no cuestiona. Son vínculos primarios y antiguos como la humanidad que, aunque sean más o menos sofocados por las circunstancias, existen en todos los seres humanos y son la base de toda ética o política, si es que hay que pensar, al leer una novela o un poema, en ética o política. Es el apego mínimo al hecho de estar vivo, a la grotesca y divertida, pero también bellísima y mágica circunstancia de haber nacido. Y, insisto, esto opera a un nivel mínimo de la existencia, sin esto, no hay forma de justificar ningún proyecto de vida o de transformación social. Chesterton apunta a esta función primordial y amoral del arte, y yo cada vez estoy más convencido de que tiene razón. La dimensión estética, en la que reside lo mítico, es amoral. No quiere decir que no obedezca a un modelo concreto de sociedad y que hable de ella, pues ese es su material, sino que para que sea arte, para que hable artísticamente de esa misma sociedad, tiene que darse por debajo esa suerte de aprehensión primordial y maravillada del existir.
“[…] en mezquinas callejuelas y tienduchas lóbregas, vigilada y humillada por la policía, la humanidad prosigue con su oscuro tráfico de héroes. Mientras en todas partes, en todas las épocas, de forma más valerosa, bajo cielos más despejados, prosigue la misma narración eterna y el mundo de los mortales se convierte en la fragua de los inmortales” (p. 69).
El objetivo de Dickens, pues, no es mostrar los efectos del tiempo, sino intentar, imposiblemente, situarse fuera del tiempo. Y esto lo ha deseado el hombre siempre. En realidad, más bien diríamos que Dickens prolonga un rasgo, da igual si es virtuoso o no, de un personaje cruel, despiadado o de un verdadero santo, y lo eleva a esencia que en su narrada eternidad (¡!) se despliegue siempre igual a sí misma. Es como si la novela fuera para él una pantalla, la eternidad, donde el hombre es reducido a caricatura pero en dicha reducción es plenamente él. El hombre, para Dickens en sus novelas, es lo que con nuestros actos terrenales postulamos que habría de glorificarse, de sacralizarse, ya conseguido totalmente en “otro mundo”. Eleva los rasgos que merecen la pena elevarse para definirnos con nitidez. En esa suerte de tiempo más allá del tiempo, los personajes hacen cosas y sienten con agrado una temporalidad que logran aprovechar dando lo esencial, lo mejor de sí. Es tiempo eterno donde se plenifican, atándose los cabos sueltos, donde se terminan de hacer y de completar. Esta es la belleza de los textos de Dickens, el callado anhelo de eternidad que late en ellos.
“Su objetivo era mostrar a los personajes flotando en una especie de vacío feliz, en un mundo al margen del tiempo, sí, y en esencia apartado de las circunstancias, aunque la frase suene extraña aplicada a las divinas payasadas de Pickwick” (p. 69).
El elemento absurdo, cómico e incluso grotesco de Pickwick es otro modo de apuntar a la eternidad. En él se da un chispeante florecer que me recuerda a la rosa de Silesius, que “florece porque florece”. Es decir, no hay una justificación, explicación o grandeza en los términos de los bienes y valores sociales en los personajes. De nuevo, estamos en el ámbito amoral, previo a toda metafísica, por el que lo que existe se da gratuitamente. Aunque se presente de un modo intemporal, el raro platonismo que estamos exponiendo, apunta a algo más hondo y serio, que es el darse por el darse, la gratuidad del ser y de la existencia de cualquiera de nosotros. Es como un divino absurdo que se capta desde esa nada teológica (teología negativa) del Maestro Eckhart, cuyas obras completas, sermones y tratados, en su momento, por cierto, devoré y quizás acabaron devorándome a mí también.
Con lo dicho me parece que quedan excusados Mr. Chesterton o Mr. Dickens de ser una suerte de horrendos reaccionarios o conservadores a los que no interesa el sufrimiento injusto de los pobres o los oprimidos. Yo digo, en cambio, que no puede haber amor ni revolución si no se vibra en esta dimensión mística del ser y la existencia como tales, como dones que recibimos sin merecerlo, pero tampoco no mereciéndolo, por la que el mundo resulta algo tan cómico y grotesco (elementos omnipresentes en Dickens y Chesterton) como trágico y doloroso. Por debajo hay una mansa e incondicional aceptación, por parte de estos autores, de la existencia y de la Creación, en la concepción católica de Chesterton. Así, en otra de sus aparentes bromas y paradojas, ¡¡¡lo arquetípico es lo que nos pone en contacto con lo real!!! Necesitamos la especulación con lo eterno, y ceder a su belleza, para entender bien el mundo terrenal en el tiempo. Por ejemplo, señala en otro ensayo Chesterton que Dickens trata el mal o los personajes malos con esa aureola de aparente complicidad o edulcoración, mejor dicho, que de algún modo los justifica. Pues no es así, aunque lo parezca. De nuevo Chesterton da en la clave. El mal ha de ser presentado de una manera heroica o mítica, o arquetípica, para que los hombres lo veamos y podamos detectarlo y combatirlo si es preciso en la vida “real”. Un mal eterno, claro, que muestre las cualidades personales del mismo, lo que supone de voluntad y de razón demoníaca. De hecho, Chesterton cree que es lo que para el católico significa el demonio, una personificación de lo maligno que señale su naturaleza personal, concreta, aun bajo la aparente imagen de un mito, el diablo. Si se hace de un modo “realista”, con figuras “reales” no se capta bien nada de esto y no se percibe su presencia real, paradójicamente. Pues bien, esto es lo que hace el arte arquetípico con la realidad y el modo en que sí está más en el mundo, y lo mueve más, que cualquier obra realista comprometida, a juicio de Chesterton.
La vida, en estos dos autores ingleses a los que nos estamos refiriendo, no es, no puede ser, en su esencia, un valle de lágrimas, sino una alegría que se afirma en la repetición y caricatura que ellos hacen de sus elementos más bellos. No creo que, después de los últimos posts en este blog, haya que esforzarse mucho para relacionar todo este movimiento intelectual y artístico con el Quijote. De hecho, la gran obra que, como nunca se ha hecho, logra este ideal artístico con la mayor excelencia, es el Quijote. Aunque, pensándolo bien, el Quijote amplía la visión cómica de los dos ingleses, siglos antes de que nacieran, con lo trágico, con la dimensión no lograda y el fracaso de los rasgos eternos o arquetípicos cuando han de realizarse en el tiempo y en el tiempo del hombre que es la historia. En cualquiera de ellos, sin embargo, la rigidez arquetípica, platónica, existe para, irónicamente, provocar auténticos estallidos vitales, festines y florecimientos en la existencia “real”.
“Cualquiera tiene un día u otro la ocasión –es de esperar- de reunirse con sus amigos más fascinantes en torno a una mesa una noche en la que la singular personalidad de cada uno se abre como una gran flor tropical. Entonces interpretan su papel como en una obra teatral deliciosa e improvisada en la que cada cual es más él mismo de lo que lo ha sido nunca en este valle de lágrimas y en la que todos son una maravillosa caricatura de sí mismos. Cualquiera que haya vivido una noche así entenderá las exageraciones de Pickwick. Quien no las haya conocido no disfrutará de Pickwick ni (supongo) del cielo” (p. 70).
Bibliografía citada:Chesterton, G. K. (2017) Ensayos escogidos. Seleccionados por W. H. Auden. Barcelona: Acantilado.