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Educación y filosofía
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La muerte que vivifica
Marcos Santos Gómez
Se dice que Basho, el vagabundo poeta japonés del siglo XVII, el gran Matsúo Basho, que compuso los haikus más hermosos que se hayan escrito nunca, aseguró que escribía cada haiku como si fuera el último. De hecho, escribió uno de los más bellos un día antes de morir, como relata Octavio Paz en su edición de Sendas de Oku, citando además el poema:
Caído en el viaje:Mis sueños en el llanodan vueltas y vueltas
Se trata de uno de sus haikus más logrados. Es preciso, pero al estilo que lo es un haiku: de manera imprecisa. Apenas sugiere lo que desea mostrar, pues esto no se agota en ninguna imagen o significado. No se trata, en realidad, de adivinar ninguna idea, argumento o trama conceptual, pues justamente trata de situarse en un plano más básico, incluso anterior al Yo, el de la pura afirmación latente ya en la sencilla existencia “natural”. Despliega en el llano el sueño que somos... pues somos a la manera del río de Heráclito. Curiosamente, el texto que tratamos ayer, de Chomei, comienza casi parafraseando a Heráclito, a quien no pienso que hubiera leído nunca o ni siquiera sabido de él. La coincidencia se puede explicar porque nos hallamos, en la metáfora del río, ante una de las intuiciones básicas de cualquier persona que trate de explicarse su existencia. Concretamente dice: “El fluir del río es incesante, pero su agua nunca es la misma”.
El haiku de Basho que hemos citado intenta evocar en medio de la bruma un sabio “mareo” existencial, el carrusel de las ilusiones que girando dibujan nuestra común sensación de la realidad, aun en el precario evento de un viaje, y aún dudándose de la propia realidad. En viajar estamos todos embarcados, solo que este haiku, aun en el cierre del círculo, la vorágine de sueños, como un divertido delirio, parece transmitir una desconcertante lucidez de Buda sonriente. Pero mal se ha entendido su tono si se desprendiera del mismo una conclusión moralista al estilo barroco o en el espíritu de la obra de Calderón La vida es sueño en alguno de sus conocidos monólogos. Antes bien, todo queda nada más que como la sustancia de un juego intrascendente que no va más allá, ni lo pretende, de sí mismo. Hay una aceptación implícita y casi socarrona de este juego de las ilusiones. En el llano, tumbados bocarriba, si tomamos literalmente la imagen sugerida por Basho, en una cierta quietud de la conciencia, vemos danzar lo que ha sido nuestra vida pero, como ya adivinamos, de un modo semejante al eterno retorno nietzscheano o la rueda de reencarnaciones de la mayor parte de las espiritualidades orientales. Todo exento de tragedia. Antes mansa afirmación total, que angustiosa tragedia griega. La lección del haiku, si es que la hay, es que debemos tomar las cosas un tanto a broma y que en ello estriba la seriedad metafísica.
Si el lector del poema ha llegado a vislumbrar lo que el haiku invoca, si se deja impresionar de veras por él como por un vívido sueño, entonces la vida y también la muerte pierden su aire trágico. Es decir, la presencia de la muerte no produce grandes conmociones, conflictos ni penas, sino, maravillosamente, todo lo contrario: una efervescente beatitud que se eleva sobre nuestros viejos amos los deseos. No es que en sí el deseo sea pernicioso, pero sí lo es su absolutización. Idea en la que el budismo se distancia diametralmente del cristianismo que, en principio, salvo desviaciones gnostizantes, parte del mundo como don real, así como de una potestad poética (creadora) propia del deseo. En cualquier caso, es preciso distinguir ambas fes, en ambas religiones, la fe en que el mundo existe y la fe en que el mundo y hasta la propia fe son un brumoso sueño. Y uno puede en ambos casos, incluir a la muerte en su existencia, la muerte que hace resplandecer nuestra ánima precaria como un efímero fulgor, y torna lúcida la existencia del hombre; o la muerte que se lo traga, como un irrefrenable ácido, y lo disuelve en la nada. El dilema de si absurdo o nihilismo, en los términos de Albert Camus.
En el caso del japonés Basho la postulada (y real) presencia de la muerte a la vuelta de la esquina produjo una sintonía con el núcleo mismo del ser, que solo puede captarse, paradójicamente, cuando uno se siente morir. Un asunto bellamente tratado por Jaspers (y por Heidegger) que se convierte en su intuición filosófica central. El peligro aguza los sentidos “interiores” y sobre todo induce a ser sincero. Si hay algo que decir, se dice. Y además, se dice con pocas palabras, con pocas palabras preñadas de significaciones, como el haiku de Basho. Su poesía era siempre escrita como cosa última, porque el esfuerzo por palpar y expresar lo esencial en pocas palabras se pulía in extremis. Pero no con la violencia del conceptismo barroco, sino con la templada sencillez de concretos amaneceres y crepúsculos.
Si se ha buscado toda la vida el código, el alfabeto, la clave que rige la existencia humana, con la sombra de la nada en ciernes se llega a mirarlo de cerca. Aunque esto no quiere decir que haya un mensaje explícito, como en el modo medieval de morir entre los seres queridos, asistido hasta el último momento por ellos, y profiriendo unas últimas palabras y recomendaciones a quienes velan. Más allá de las recomendaciones particulares, las últimas palabras cuentan lo esencial por encima de las palabras, que se traduce en haber vivido rodeado de esas mismas personas y considerar que esto, aun constituyendo la muerte un infinito abismo, es ya una respuesta. Sí habría una respuesta humana y cordial en este abismo de soledad en que cosiste morirse: los seres amados son el sentido de la vida. Lo que se haya podido amar o ser amado. Si a partir de aquí pretendemos moralizar innoblemente, diríamos que ese núcleo de personas buenas que asisten en los últimos momentos da la clave de lo que es verdaderamente el mundo teñido por lo humano. Ante las batallas de la vida, es esta humanidad sincera y bondadosa la clave de lo que debería haber regido para toda la humanidad.
Pero la muerte es demasiado seria como para que nos dediquemos a moralizar buscándole sentidos. Porque es el sinsentido básico que hay que arrostrar. Así que, desde otra perspectiva, buscamos una repercusión estética de la misma, es decir, su presencia vivificante en la poesía.
Como en un alambique se destila el alma del poema y se dice, de una vez por todas, lo que se ha querido decir siempre. Pensemos en la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández, que forma parte de El rayo que no cesa, libro compuesto en su mayor parte de sonetos al estilo clásico, pero con la voz más personal del poeta. Aquí la presencia del duelo y la muerte ha acristalado el verso, lo ha dotado de precisiónpara hablar de ella. Sin mucho tiempo para él o para el amigo, o incluso en el duelo, ya fatalmente fuera del tiempo, la voz del poeta capta lo esencial, porque le va la vida en ello, porque se juega todo, porque debe expresar su verdad en la conmoción de la muerte. Aquí, no obstante, nos deslizamos hacia una grave tragedia, en los sonetos sobre toros y tauromaquia y, como hemos indicado, en la Elegía. Las últimas palabras siempre resuenan como un eco largo y veraz. Apremia decir lo que ha tratado de decirse toda la vida, pero con una condensación y autenticidad casi insufribles.
La tesis que esgrimimos es que el poeta siempre debe escribir como si estuviera escribiendo sus últimas palabras, como Basho, sin que medien los objetivos de la vida corriente. Claro que después el poeta o los lectores pueden utilizar la obra en un sentido muy poco “definitivo” o grave. Pero tanto el momento de la creación como el de la lectura deben conquistar un enclave en el territorio de la verdad.
En Basho lo que consiguió la muerte fue que sus haikus señalaran el meollo del ser en su transitoriedad y mundaneidad, como aura intangible de las palabras sin asomo de retórica. Tocar este nervio de lo real implica que se esté teniendo presente la mortalidad, que esta aceche, para que el poema no recurra a la mentira de una palabra retórica o académica, o el sopor de una floritura que cubra y vele antes que mostrar.
Señalar la esencia es señalar lo que no podemos tocar, lo que nunca se agotará en la palabra o el poema. Este es el espíritu del haiku. Lo intangible en cuanto intangible. Así, poesía y religión se entrecruzan como actos in extremis, en los que lo trascendente tira de todo, aún no pudiéndose ir más lejos de la propia pregunta. Se despliegan las imágenes en el haiku para finalmente vaciarse de ellas. Da igual que el poeta no quiera hablar de ello ni sienta la cercanía del final; si su poema es bueno, este, que siempre vivirá mejor que el autor, vagará por la eterna frontera.
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Educación y filosofía
Kamo no Chomei, el ermitaño poeta
Marcos Santos Gómez
Jorge Luis Borges retrata en su relato “La escritura de Dios”, con su exacta perfección en el lenguaje, una actitud que podemos considerar de un modo general estoica, pero que también vamos aquí a asociar con la “pasividad” del asceta budista. En su cuento, esta “pasividad” es la de quien permaneciendo en el mundo y aún ocupado con él, habría de admitir que no merecen la pena en última instancia los esfuerzos que se le dedique, porque nada importa en el vaporoso sueño en que consiste el “universo”. Así, el “sencillo” argumento del relato cuenta cómo un chamán o cacique azteca, prisionero de los españoles y arrojado a una lóbrega mazmorra, descifra el universo en la escritura secreta que son las manchas de un tigre que se halla cerca de él también encadenado. Se le abren las puertas invisibles de la realidad, ni siquiera vislumbradas por el resto de los sabios, y llega a conocer un modo cabalístico y secreto de escapar, echando por tierra espejismo tras espejismo, como son su cárcel y sus cadenas. Pero descubre que él también, y su ansia de libertad, son otro espejismo, como las rejas de su cárcel. Por esto, decide dejarse morir mansamente, abandonar el sueño de la vida y no mover un dedo para escapar ni para quejarse siquiera, todo lo cual ya es para él irrelevante. La clave, parece haber descubierto, no es escapar de la prisión, sino escapar del mundo. Si uno se ha retirado del sueño de la existencia, si se ha vencido, si se ha tornado “apático” sabe que no importa la prisión o la libertad.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
J. L. Borges, La escritura de Dios
Es esta filosofía la que subyace en muchos “ermitaños”, la de no tomarse en serio las triviales vicisitudes de la vida y exiliarse de ellas, porque se han percatado de que todo en los deseos y voluntades de los hombres en el mundo es un puro sueño, como expresa el viejo tópico literario de la fuga mundi. Por esto se escoge el ideal de una vida sencilla, sin ataduras, sin nada que perseguir, lo más vacía posible, pero para llenarse de ser y existir de un modo lúcido y libre. Quien no se fatiga y desvela, ni siquiera por la verdad, es quien se encuentra ya en la verdad.
El ermitaño funda un reducto en el mundo que en su precariedad y temporalidad resiste los deseos y voluntades que en la vida común nos llenan de angustia y temor. Es el ámbito austero de una libertad que vive concentrada en el puro ser, en la naturaleza, que interactúa sin distorsiones y de manera pura con ella, que se torna consciente de que se halla inmersa en el río de la existencia. Esto que defendió el curioso intelectual Iván Illich, en su preciosa obrita H2O y las aguas del olvido. Esto es sobre todo lo que se persigue, lo que podríamos considerar el ideal de una vida cabal, auténtica. Solo que la praxis del que llamamos, generalizando, “ermitaño” además implica una vida solitaria. Es preciso comprender y expresar en estas pocas líneas el elemento que le es esencial.
Un ideal ascético que se ha dado tanto en Occidente como en Oriente. Nos interesa, llamados por la obligada brevedad esperable para una entrada en un blog, centrarnos en un concreto nombre dentro del ideal ascético. En este caso, prosiguiendo nuestra senda oriental del presente verano, nos vamos de nuevo a un sabio y poeta japonés de inspiración budista. Un personaje bien conocido en la tradición de la literatura clásica japonesa, el cual, siguiendo una trayectoria común a muchos ermitaños, escoge perseguir lo que en nuestra tradición occidental se ha llamado, a partir de las Odas de Horacio y de su gran admirador Fray Luis de León, junto a la “fuga mundi”, el lema del “Beatus ille”, o sea, el “dichoso aquél”… que se refugia, diríamos, en la verdad de una vida sencilla lejos de los deseos y angustias de la existencia social humana cuando carece de reflexión, y por tanto se dispone fuera de la sociedad que perpetúa un modo de vida enajenado. Esto fue el camino de Kamo no Chômei, poeta y ermitaño en la Baja Edad Media, que hace unos ochocientos años escribió una obrita muy breve y bien conocida en Japón, en la que desarrolla las razones y la descripción de la ascética fuga mundi, pero inspirada en elementos budistas y otros propios que hay que comprender.
Habiéndola leído estos días, tanto el breve texto del ermitaño conocido como Pensamientos desde mi cabaña, como los excelentes estudios que acompañan a mi edición, que son también muy recomendables, ha tomado presencia un concreto modo de este tipo de vida. Lo primero que resalta es la extraordinaria sencillez de los Pensamientos, su fluidez expresiva, su huida de toda retórica, que ya en la forma están estableciendo el ideal. Es un buen exponente de este ideal de la vida sencilla y también de la literatura sencilla, sin florituras, que muestra este enfoque de la existencia.
Nos vamos a detener antes en su peculiaridad que en lo que lo conecta con la tradición “acostumbrada” del ermitaño de entonces y de hoy. La peculiaridad de Chomei, lo que hace interesante su caso, es que en su retiro no dejó de componer poesía ni de cultivar la música y las artes, contra el austero y recio ideal del monje budista retirado en absoluta “inactividad”. Esto se ha podido entender, en el mismo Japón, como una contradicción, pero, como apunta alguno de los estudios que acompañan a la edición que manejamos (traducida directamente del japonés) es precisamente lo que mejor ilustra el concreto ideal de vida retirada de Chomei, su modo de vivirlo. Para él, lo que persigue un ermitaño al irse a vivir solo en el bosque sin más cobijo ni propiedad que una austera y siempre provisional cabaña, coincide con lo que también se persigue en la poesía clásica, la de su tiempo, tanto china como japonesa. Ambas esferas (arte y retiro ascético) son dos caras de una misma moneda y ambas persiguen idéntico objetivo, el de procurar una cierta iluminación que logre escuchar el delicado latido del ser en la naturaleza. A poco que se lea los waka(poesía clásica en japonés que se diferenciaba de la muy apreciada poesía china o japonesa escrita en chino) en las antologías que ordenaron recopilar varios emperadores a lo largo del tiempo, se contagia uno del estado de ensueño (“satori”) que uno comienza a percibir en ellas, pero inmediatamente también en el mundo.
En su texto, Chomei desarrolla una curiosa estructura. Conceptualmente hay muy poco, apenas se dan razones o se argumenta. Pero hay mucho de poesía, de esa poesía sobria de su época y lengua, que intenta mostrar el fondo intangible que late en la naturaleza. Dedica dos terceras partes del texto a relatar acontecimientos recientes que han supuesto grandes cambios en la fortuna, a manera de conmociones, como incendios, terremotos, cambio de la corte a otra ciudad, pobreza, etc. Aquí Chomei es exhaustivo y se esmera en el relato de las oleadas de cambio y desgracias a los que se han visto sometido sus conciudadanos y coetáneos. Es incluso la parte principal del texto, la que mejor aborda, de manera indirecta, la tesis que quiere presentar. Leyéndolo uno va notando cómo en su alma se va instalando, desde las vivencias más próximas, un estado propicio a la comprensión del carácter perecedero de la vida y bienes de los seres humanos. Quiere contagiar esa suerte de desconcertante beatitud, de sana relativización de las preocupaciones humanas usuales cuando uno comprende que son sombras o ilusiones.
Al poco, este flujo de desgracias frena su impulso y las aguas del texto de Chomei prosiguen casi sin notarse. Es el tono de serenidad al que el autor quiere llevarnos. Cuenta los rasgos de su retiro, desde la construcción de su casa a la forma independiente y solitaria de vida que ha escogido. Se centra de manera pormenorizada en describir su morada y los objetos que le acompañan, todo preparado para desmontarlo en cualquier momento y marcharse. En esto, sigue la tradición de escritos ascéticos de la época en Japón o China, explica uno de los comentaristas de mi edición. Se esmera en ayudarnos a captar este ideal de la vida frugal, a persuadirnos de la verdad que resplandece en esta vida de renuncia.
Sin embargo llama la atención que casi al final, manifiesta sus dudas y relativiza también su propio esfuerzo ascético. Hasta del mismo ideal en sí hay que dudar y también debe independizarse de él el ermitaño (!!!!), que tampoco debe ser creído en demasía. Es decir, Chomei echa mano de una ironía inesperada, porque en su exceso de pureza y frugalidad llega también a cuestionar la desmesura existente en este sueño del ermitaño, el carácter no menos ilusorio que el mundo, de su espíritu e intenciones como ermitaño. Pero sobre todo, llama la atención, contra la costumbre de los monjes budistas, su no renuncia a las actividades en apariencia tramposas y seductoras de la música y la poesía.
Termina su breve escrito con una duda casi aparatosa. Poco a poco, en medio de la quietud, se ha ido deslizando esta soterrada inquietud. Porque no considera logrado ningún modo humano de existencia, y el hombre no debe dejar de considerar la precariedad e imperfección de su sino, incluida la vida ermitaña. En este sentido, da la impresión al final y en algún otro momento puntual de un cierto desequilibrio, de una falta de auténtica paz que se supone que el ermitaño no debía ya padecer en su austero y solitario proyecto de existencia. Pero para mayor desconcierto del lector japonés coetáneo y del lector español que escribe estas líneas fatales, añade este ermitaño su amor a la poesía. Porque la poesía, aun proviniendo de otro modo de existencia supuestamente superado, persigue en él el mismo fin que el de una vida ascética y pura.
Este elemento de la poesía, que la convierte en otra forma de lucidez y existencia pura, como el retiro del ermitaño, es la peculiaridad, en su modo y en su fin, de la poética clásica japonesa. Aunque en Occidente exista por supuesto, como es bien sabido, el ascetismo y el ideal horaciano de una vida retirada, la sencillez, el sutil refinamiento de matices en el lenguaje fluido propios de la poesía waka, imprime unos matices al ideal poético que apenas se traslucen con igual eficacia en la poesía de lenguas occidentales.
Nadie mejor que el propio Chomei para expresarlo, aunque sea en un texto presente en una obra distinta sobre teoría literaria (la letra negrilla es nuestra):
¿Por qué la waka es superior a la prosa? La waka, al abarcar diversos significados en una sola palabra, puede revelar un sentimiento profundo sin hacer presunciones. Además, quienes son capaces de apreciar las waka pueden sentir y atisbar a través de su delicada expresividad algo invisible, intangible, incognoscible. De esta manera pueden expresarse verdades profundas como si fuesen cosas sin importancia. Por eso, cuando tu corazón está tan lleno que no sabes cómo actuar o qué decir, expresas lo que sientes a través de la waka. Entonces, toda la energía contenida mana en tan solo treinta y una sílabas, tan poderosas que pueden mover el cielo y la tierra o calmar la mente de dioses y demonios.
Citado por Tamakura Kio (2018). “Retiro y poesía. Sobre la obra de Kamo no Chômei”, en Chomei, K. Pensamientos desde mi cabaña, Madrid: Errata naturae, p. 145.
Obra comentada:
Chomei, K. (2018). Pensamientos desde mi cabaña, Madrid: Errata naturae. Título original: Hôjôki. Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin;}
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Educación y filosofía
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Cuanto más vamos leyendo obras clásicas japonesas, más nos vamos asombrando. Por ejemplo, ante la existencia de una novela (!) extensísima del siglo X y escrita por una mujer: La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, publicada en español a partir de la versión en inglés por la editorial Atalanta. Aunque de ella solo sé directamente, a decir verdad, dos cosas y una promesa. Las cosas son que gustó enormemente a Borges, que la incluyó en su biblioteca ideal, y, en segundo lugar, el énfasis con que un amigo me ha hablado de ella. Me cuenta que Borges casi la equiparó con el Quijote, que pasa por ser la obra que inventó el género novelístico… en Occidente. La promesa estriba en la grata certeza de que voy a pasar muy buenos ratos de gozosa lectura con ella, para lo cual ya anda, a pesar de estar descatalogada, por mi biblioteca, en dos inmensos volúmenes. Acaso dos mil páginas o más. De la versión original en japonés solo sé que resulta ilegible para los japoneses actuales, ya que los kanji (ideogramas procedentes de China en la lengua japonesa) han cambiado su significado e interpretación drásticamente desde entonces. Es decir, como nos pasa a nosotros con el latín, el tiempo ha ido por un lado aislando y por otro sacralizando esta obra, como sucede con todas las obras clásicas que el hombre elige poner delante de sí, como señalara Borges. Que yo sepa no hay versión española directa del japonés, de este antiguo japonés ilegible, como digo, por los actuales hablantes del idioma. La versión que manejamos, repito, es una traducción al español desde la traducción al inglés del original japonés. No hay otra forma de leerla lo más directamente posible, salvo reencarnarme en la mujer que la escribió o hablar todas las lenguas del pasado, el presente y el futuro.
Así que, apenas con un primerísimo contacto con su literatura, se aprecia algo: que las ideas que nos hacemos de Japón son superadas por la realidad. Japón es más ficticio aún (no más real) que la especulación que llevamos a cabo sobre el mismo. Por ejemplo: ¿Cómo puede haber una novela escrita en aquella época? ¡Una novela en el siglo X! Hasta el momento, en nuestra aproximación, hemos calificado provisionalmente a la literatura clásica japonesa (anterior a la era Meiji, hasta la segunda mitad del siglo XIX) de sencilla, sobria, nada retórica ni recargada y naturalista. Y ahora tenemos, como ya sabíamos que estaban las gigantescas antologías de poemas con que su literatura durante casi mil años ha ido ordenándose, una novela descomunal. Digamos que una novela descomunal vertebrada por el prurito de lo breve y de la sencillez de la poética clásica japonesa.
Esta poética se basa en que el protagonista es la pura afirmación gratuita, efímera pero eternamente cíclica, que constituye el mundo natural. No puede, por tanto, traslucirse el fantasma de una subjetividad o de un autor que sea más que la naturaleza y sus ciclos. Tampoco hay argumentación ni logos, ni asuntos humanos (salvo para disolverlos), sino pura apertura receptiva de lo que existe. Un dejarse inundar por el mundo y, con suerte, terminar como gota disuelta en el océano del ser. Y por supuesto no se trata de la naturaleza objetivada, cosificada o tornada dato, presente en la Modernidad, sino del más puro sustrato intangible de todo lo que existe. Desde un punto de vista racional, y hablo sobre todo desde la poética de tankas y haikus, no se trata de echar mano de una razón lógica, de un logos, que abra camino en el mundo y lo piense. La poesía trata más bien de una cierta experiencia o vivencia de la gratuidad de la naturaleza que desde sí, como por un contagio, ya sitúa al hombre en la senda correcta del nirvana (o lo que en relación con el haiku se ha denominado, al sentimiento o vaporoso estado de calma, “satori”). Una naturaleza que, en su prioridad, es la fuente, dijimos, de la moral o el arte, antes que el hombre y menos aún antes que el sujeto individual que piensa. Un camino intermedio entre la razón y el mito, pero que tampoco es religión en el estilo occidental.
Quede claro que en ningún momento hemos expresado que el Japón actual y los japoneses sean esto. Debo reiterar que mi trato con la realidad japonesa es un trato con una estética clásica que pueda señalar hoy algo del japonés sin ser exactamente la sensibilidad propia del momento contemporáneo en la actual cultura japonesa. Una estética que expresa lo que acabamos de referir acerca de la naturaleza y su conexión con el arte. El disolvente predominio de lo que mueve a lo natural. Es esto lo que ha dado estilos artísticos tradicionales de una gran belleza y refinamiento. Verdaderamente asombrosos. Y es este hecho el que hemos convertido, en una especie de rara hipótesis, en uno de los extremos ideológicos que hemos puesto a comparar. Y lo hemos llamado, por su predominio en uno y otro lugar, los extremos occidental y oriental-japonés. Pensar obliga a estos sacrificios que dejan escapar, como bien señala la poética de los tanka y haiku, lo esencial. Así que el proyecto de esta serie “japonesa” de entradas en el presente blog, es tratar de pensar y “definir” imposiblemente una poética dentro del sustrato cultural e ideológico que, tomando como referente al cristianismo, más se aleja del mismo.
Respecto a esto hay que volver a matizar. Por mucho que se diga que en la experiencia mística y en la moral de la caridad y el amor, el budismo zen (y quizás el sintoísmo) y el cristianismo son equiparables, esto no significa que sean realmente lo mismo. Hay que enfatizar, para desasosiego de bienintencionados ecumenistas, que en la medida en que la religión es interpretación que se hace del ser, el mundo y la existencia, más allá de lo racional, desde la dimensión metafísica presupuesta, no estamos ante dos gemelos. Ni mucho menos. Hay una radical diferencia entre budismo y cristianismo o teología cristiana. Conozco los esfuerzos integradores en China, por ejemplo, de un Mateo Ricci, pero lamento disentir de ello. Ambos extremos no pueden casarse, hay una diferencia fundamental, de partida (¿es esto lo que opinaban quienes en el papel de “malos” de la película lo censuraron y vetaron en la Iglesia?). Un budista es distinto, hasta en como respira, de un cristiano.
Mi objetivo es explorar esta diferencia para comprender mejor a ambos. Y frente a Ricci (o Küng hoy día), no pretendo forzar las cosas en pro de una amistosa unidad teológica, porque no podemos casar estos extremos. No concibo una síntesis que los unifique sin que esta síntesis no suponga la victoria de uno y la derrota del otro. No se trata de cambios en el lenguaje del Credo y los salmos, en la liturgia o en las imágenes y metáforas de lo divino, cuando uno de los dos es religión SIN Dios y el otro es MONOTEÍSMO por muy trinitario que sea o que se historice hasta hacerse irreconocible. Dios no puede tener ninguna presencia ni sentido para un budista, y resulta muy significativo, que a diferencia del cristiano, apenas haya proselitismo del budismo que, hondamente, no se interesa en el nombre, concepto o imagen de la idea de un Dios que no hay que defender o profesar. Pueden vivir sin Dios y de hecho lo están haciendo ahora mismo varios miles de millones de personas que suponen más de la mitad del mundo. Ni siquiera se esfuerzan por convencer o evangelizar a nadie, porque es absolutamente irrelevante, porque la clave no está, para ellos, en que haya o no una divinidad en el centro de ningún laberinto. Acuerdo, pues, en lo moral y ético, pero nada más.
Del mismo modo, y circulemos un momento a través del paréntesis sobre el ecumenismo que se nos acaba de abrir, tampoco es equiparable el ateísmo o agnosticismo con la creencia religiosa, aunque también existan acuerdos o incluso absoluta coincidencia en lo ético y lo moral a un nivel práctico. Lo del “cristianismo anónimo” de Rahner podría ser un equívoco que la voluntad inclusiva de la Iglesia trae a colación, acaso mitigando su otra naturaleza y voluntad: la excluyente.
La Iglesia, como no se cansan de decir los teólogos católicos, no es una simple ONG, pues mantiene un curioso y trascendente adjetivo sobre lo ético y sobre la caridad y el amor: “cristiano”. A “Jesús” le añaden “Cristo” (¡y de ahí la palabra “cristiano”!). El ateo hace el bien, cosa que puede hacerse, como nadie sensato discute, sin mediar Dios alguno. En la teoría y en la práctica. El cristiano también ostenta el ideal del bien, de la persona buena, del amor que erige en bello pilar de su fe. Lo hace, desde luego, pero añade un plus expresado por el mencionado adjetivo que introduce algo fundamental en la práctica y el concepto. Es este curioso plus el que no necesita el budismo para ser religioso. Buda no pasa de ser una idea cuya consistencia ontológica no es fundamental y que para colmo resulta ontológicamente irrelevante en la perspectiva budista. El propio Buda mismísimo no necesita ser algo más que un sueño porque de hecho “predica” la condición onírica de lo real.
La sobre-significación de “cristiano” o “Cristo” añadido a Jesús es lo que, de un modo hondamente divergente relativiza y evapora la “fe” budista y el Zen. Cristo es más real que Buda, y por tanto, más falso desde la perspectiva budista. Algo que ni siquiera Küng puede obviar en sus magníficas obras sobre el cristianismo y el ateísmo, o sobre las tres religiones del Libro. El budismo ostenta un presupuesto radical y ontológico antitético, diametralmente opuesto al Dios y la idea de Dios, cristiano. Si mi memoria no me falla, en su libro ¿Existe Dios?trata al budismo como la auténtica antítesis y alternativa al cristianismo.
Es precisamente esta diferencia con el occidente, digamos, “realista” la que trato de expresar que se da también en lo ideológico y lo estético. Curiosamente, la poesía japonesa clásica es más realista en el fondo pues es verdaderamente fiel a la naturaleza, llega más a ella y tiene más de ella. Tanto que con su detallismo acaba llegando a lo onírico, al componente ilusorio de lo que existe y vemos. La poética del haiku, por ejemplo, es radicalmente anti-romántica y cuestiona toda la tradición moderna occidental y el arte profundamente metafísico de Occidente. En este sentido Oriente es realista. Sus poemas no son vidrieras góticas.
Respecto al insufrible subjetivismo del arte occidental, tenemos la ironía de Borges para salirnos al paso y corroborarlo. Borges, en este sentido, escribió maravillosamente en El hacedor sobre aquel hombre que dedicó su vida a la tarea científica de crear un exhaustivo mapa de la realidad en el que los datos se equipararan con una descripción veraz del mundo, como la de la geografía física. Un mapa tal que en tamaño incluso coincidiría con el mundo. Solo al final de su vida, este hombre de ciencia se da cuenta de que lo que ha compuesto es un retrato de sí mismo. Ha pintado su propio rostro. Esto ocurre cuando se mantiene una fe absoluta en lo objetivo sin percatarse de que el binomio cartesiano, el dualismo entre el mundo externo y el mundo del sujeto que lo piensa, obliga a postular un sujeto y, casi inevitablemente, lo subjetivo. Una ilusión tras otra. La poética japonesa clásica no incorpora lo objetivo ni, menos aún, lo subjetivo e individualmente sentimental. Entiende que en el tratamiento estético e intelectual occidental se está dando una trampa. Pero no podemos dejar de reconocer que en Occidente ha habido tendencias pictóricas y artísticas que han aprendido de Oriente, como el Impresionismo, que justamente se planteaba este objetivo estético de una mansa y sencilla plasmación de la naturaleza sin más pretensiones.
No puede ignorarse que irónicamente, al considerar el mundo bajo la impronta del “dato” estamos creando un monstruo en el otro extremo: el sujeto que piensa desde un absoluto “exterior” el mundo que es extraído violentamente de quien lo piensa. O quizás Borges, que consideró inagotables a las interpretaciones, esté aludiendo a una concepción hermenéutica que, como en la concepción objetivista, nos señala que tampoco es posible abandonar la perspectiva de quien interpreta, sea la tradición o el propio hombre, de quien habla y escribe. Una suerte de cierre de lo humano sobre sí mismo, de la inevitable presencia del nudo de lo humano cuando el hombre piensa o investiga.
Así, el desarrollo y la sutileza de la poética y el arte clásicos japoneses, es presentar imágenes u objetos inasibles en su vacuidad (bellamente precarios, como es la flor del cerezo) en un limitado (sencillo, no retórico ni subjetivo) acopio del mundo que parece describirlo pero que lo que muestra es que todas esas imágenes, los temas o “presencias” o cosas o sustancias que se suceden son subsumidos por una estética de lo “oceánico”. Resulta irónico y asombroso que desde este modo oriental de situarse y comprender la realidad, no se manifieste el prurito evangelizador propio del cristianismo. La fe en las cosas obliga al proselitismo. El velo de Maya no lo necesita. Quien trate de componer haikus, tan vinculados al Zen, tendrá la oportunidad de, en una larga práctica de composición y lectura de haikus, pulverizar el propio Yo, lo que parte de uno mismo desde un narcisismo que prioriza lo subjetivo respecto a la naturaleza. Es un trabajo terapéutico para quien se halle demasiado teñido de Occidente. Las poesías no son presencia ni reflejo de un yo individual y narcisista.
Continuaremos en breve pensando todo esto desde el ideal ascético del ermitaño tal como se da en uno y otro estilo de ascetismo, occidental y japonés-oriental. Nos servirá de guía la obrita escrita hace unos ochocientos años: Pensamientos desde mi cabaña, de Chomei.
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Educación y filosofía
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Viajando
Marcos Santos Gómez
Hay una idea inquietante que solemos compartir los seres humanos. Se trata de la pregunta acerca de quiénes somos realmente, que a su vez presupone la sospecha de que nuestra identidad personal no sea más que vapor. Algo que contradice la efusión con que nos aferramos a los recuerdos, ligados a la tierra, a sus sabores y colores, a los aromas de la infancia, los que abundaban en la casa de cualquiera de nosotros, y, por supuesto, a los padres. Es decir, lo más evidente, el primer impuso, es el de hincarnos aun más en la parcela que constituye nuestra identidad personal, a la que ligamos un mar de sentimientos.
Pero la inquietud también hondamente humana de intuir que todo eso no sea más que una nada siempre al acecho, tal vez salte para hacernos tambalear y peligrar nuestra tranquilidad. Para mí en esta segunda dinámica reside lo más valioso del ser humano y lo que ha sustentado, junto a inconfesables inercias relacionadas con el oro o el dominio, la voluntad viajera, el prurito “misionero” del encuentro con los demás, que si es sincero y consecuente, habría de implicar el riesgo de que el otro desafíe nuestras construcciones ideológicas y culturales.
La razón nos conduce a este vértigo. En primer lugar, introduciendo la sospecha de que no somos, en lo que a la propia identidad se refiere, sino una completa nadería. Pero además, en segundo lugar, surge el afán viajero en busca de lo exótico, de lo absolutamente diferente respecto a cuanto haya representado el mundo seguro del viajero, que se hallaba engarzado ideológica y culturalmente en él. Entonces, si se es fiel a la razón sin chantajes, a la que se rige por un interés exclusivamente intelectual “caiga quien caiga”, sin ceder a las fatales pretensiones del dominio, el sujeto solamente pretendería vaciarse y ser llenado por el otro. Creemos que esta posibilidad es, junto a las demás, también una dinámica anclada en nosotros. Podría decir algo de esto la ciencia, de esta universalidad de la “razón viajera” entendida como lo que en su momento, hace varios milenios, necesitamos para la exploración de nuevos territorios y ecosistemas, conduciendo al homo sapiens desde África al resto del mundo. Pero esta explicación se queda corta. Más allá del interés por nuevas tierras que explotar, quizás ha habido siempre en la especie este prurito abismal del que, con mejor o peor fortuna, busca crearse la ilusión de que se es dueño de la propia circunstancia cultural y no al revés. Estaríamos en las antípodas de cualquier forma de nacionalismo. La nación no nos escoge a nosotros, sino nosotros a la nación, por razones ya libres de vínculos solamente sentimentales.
Si esto es cierto, el viaje implicaría un peligroso salto en el vacío, cruzando un abismo, el de la identidad, que prueba que uno, de hecho, podría haber sido de otra manera. Aun más, aquí se sitúa la mayor de las posibilidades del hombre como conductor de su propia existencia, y desde luego, muy opuesta al amor por el terruño (aunque se parta de él). Uno puede realizarse, desde luego, en lo particular, en el elemento civilizatorio y terrenal en que el vasto universo cuaja para el hombre. Pero no contradice esta verdad que el puro amor por sobrevolarse a uno mismo representa una de las aventuras más inquietantes de la razón.
Lo propio, sin embargo, es primero estar ligado por poderosos sentimientos de apego a los recuerdos de la propia infancia. Algo propio del hombre, en cuanto mineral o vegetal. Incluso nuestra naturaleza animal sigue manifestándose ahí pero aún vinculada a un territorio (aunque lo propio del animal es ya la independencia respecto al terruñoque aporta la capacidad de trasladarse).
Especular con que todo sería diferente en el individuo, su más firme identidad, por haber nacido en otro lugar es la exclusiva posibilidad del hombre. Lo que quizás le muestra algo esencial. En el caso del viajero que tenemos en mente, uno que se tomara en serio el acontecimiento de dejarse plasmar por el otro pueblo, grupo o nación, brota por un lado la nada que somos y el juego pedagógico con el hacerse. El mayor viaje posible es, justamente, el que actualiza a otra persona distinta en uno mismo, a alguien distinto en nuestra propia carne, que fuéramos y no fuéramos al mismo tiempo, y por tanto que implicara la pregunta por lo que somos.
Ese abismo responde a una especie de voluntad de lúdico descubrimiento, que casa sobre todo con la naturaleza y efectos asociados a la razón. Esta, en muchas de sus formas, se halla vinculada al prurito viajero. Porque tiende a desbordarse. Pero entonces, nos acaba situando flotantemente en la existencia.
Este juego de la razón se puede desarrollar en distintas modalidades que se gradúan desde el roce apenas superficial del turista corriente, a la inmersión de quien habita en “tierra extraña”. Esta incómoda circunstancia pone en marcha toda la maquinaria del pensar y de lo artístico. Sin este estímulo en realidad no habría, paradójicamente, “identidades” pues estas se basan en definirse inconscientemente con lo próximo y también, por otro lado, con la distancia respecto a lo ajeno. En la identidad ya está postulada (y se inventa) la seductora lejanía del otro.
Se pueden también explorar las diferencias, es decir, las posibilidades que al viaje nos abre el arte. Dejarse impactar por otro tipo de teatro, o distinto ideal o literaturas. Que con los libros se viaja es un lema más profundo de lo que podría parecer. Acumular lecturas puede convertirse en una titubeante e inagotable búsqueda de ser. Porque cuando leemos se da este desafío de lo otro haciendo germinar y balancearse nuestra identidad. Algo que explica la existencia tanto de las religiones, como de la filosofía e incluso la ciencia. El afán viajero sí que parece unirnos como rasgo universal, como invitación a superar la propia realidad e infancia. Somos un animal abierto, con más de apertura que de acabamiento o cierre; lleno de indefinición, de dualidad, de educación perpetua, de estar siempre en proceso de hacernos. Desde esta convicción el arte, por ejemplo, nos modula y educa constantemente, pero también las maravillas de un mundo sin el “tinglado” del hombre, es decir, la pura y desinteresada exploración científica que trata de vérselas con las cosas supuestamente ajenas a lo humano, si es que es posible agotar este contradictorio viaje que llamamos ciencia. El postulado de un mundo no humano que acaso sea lo único verdadero, lo que continuará millones de años después de que la humanidad se haya pulverizado. El universo de cristal de los astros o los cuantos que ejecutan para nadie, sin conciencia, sin humanidad ni ojo humano (ni tal vez divino) que lo vea, su danza inhumana.
Es verdad que, salvo patologías, una vez pasados algunos años, queda fijada la estructura básica de lo que somos. Paradójicamente el viaje también la requiere, ya que sin ella no habría desafío ni incomodidades que resolver. Uno sin esto sencillamente dejaría imprimirse por completo la huella del otro y dejaría de ser radicalmente lo que éramos. Aun así, si prolongamos esta pura imaginación sobre nuestra identidad, cabría imaginar quiénes seríamos sin el fantasma engañabobos de nuestra más íntima y primera identidad, del yo que creemos ser y al que dedicamos nuestras efímeras vidas. La sombra de la nada, entonces, nos convierte en un fantasma.
Si nos centramos en formas convencionales de viajar, físicamente, como situarnos desde Occidente en, por ejemplo, el Japón, el viaje nos haría pensar seriamente quiénes somos o qué nada somos. Sin haberlo experimentado yo más que en algunos pocos vuelos literarios y poéticos, presiento que aquí el vértigo es inmenso. Se palpa algo diferente, en hondura, una respuesta a lo que somos a partir de modos de ser (culturales) muy distintos, que no compartan nuestra raíz griega y cristiana-judía-musulmana. En este sentido Japón es metáfora y realidad, para los occidentales, del viaje absoluto. Casi un intercambio de espíritus.
No hay literatura o poética más separada del nervio romántico de la nuestra desde el siglo XIX. Uno sale completamente de sí cuando capta un bello haiku que le muestra, de un modo sencillo, el vínculo con nuestro “océano”, nuestro carácter de gota que acabará disolviéndose en el océano. El ser impersonal en que se sustentan nuestras personas. El halo de lo natural, de la pura afirmación en el terreno de la naturaleza. Un prurito que quizás exista en el astrónomo que gasta sus noches en la observación del mundo inhumano. De todos modos, el desgarro, la conciencia desgarrada por el pensar se da en occidente con toda su virulencia, mientras que en el haiku y la estética clásica japonesa, se mantiene una velada unidad de hombre y naturaleza que se muestra y pone en marcha sin lenguaje lógico. Una naturaleza desinstrumentalizada, pero imbuida, a diferencia del prurito occidental-moderno, de moral. Confucio, en China (y admirado y seguido también en el Japón tradicional), consiste básicamente en que de una idea de la naturaleza como algo permanente se extrae la moral y el fundamento de la tradición humana, cuyo movimiento, por ello, es más delicado que la vorágine y el torbellino típicamente occidentales.
Para concluir solo quiero apuntar, para quien haya visto Lost in translation, que esta naturaleza onírica y desafiante del viaje, entendido como inmersión en el sueño de haber podido ser otra persona, es una de las bellísimas sugerencias de esta joya cinematográfica. Lo cito simplemente porque la película dice mucho más de lo que unas pocas líneas pueden decir en este blog. Una atracción por la otredad casi absoluta que nos ha situado en un punto de ensueño, en la impugnación de lo que somos. En la radical admiración hacia lo otro. Es en esta tierra de nadie donde, paradójicamente, brota lo que somos.
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Educación y filosofía
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Apuntes sobre educación y moral en la cultura tradicional japonesa.
Marcos Santos Gómez
Nitobe, en su obra en defensa de las peculiaridades de la cultura tradicional japonesa que solían extrañar a los extranjeros occidentales, Bushido. El alma de Japón, está componiendo además lo que podría considerarse un tratadito sobre educación. Esto ocurre porque siempre resulta imposible separar una forma cultural, incluyendo los aspectos más teóricos y prácticos del conocimiento, sin aludir a su modo de transmisión. De hecho, confiesa que es la aparente ausencia de un sistema educativo y escuelas cuyo currículo sirva a dicha transmisión, lo que le conduce al esfuerzo comprensivo de sus propios elementos culturales para responder cómo y cuándo se ha dado la transmisión de los mismos. Japón cuenta con una refinada cultura que va impregnando a sus habitantes de un modo que no es en gran parte producto de la escuela. O mejor dicho, no son solamente las escuelas la clave de la educación en su país. Claro que, repitamos, son reflexiones hechas solo sobre el conjunto clásico de su cultura y escritas muy a principios del siglo pasado.
Por supuesto había escuelas y universidades hace un siglo en el país nipón. Lo que Nitobe desea resaltar es que lo esencial del alma japonesa no viene al individuo como lo haría un currículo escolar. Antes bien, se trata de una atmósfera que a menudo inconscientemente, a través del arte y las costumbres, va impregnando al niño. Porque sí que ha habido durante siglos un palpable interés por lo educativo, más que como transmisión de conocimiento, como trabajo sobre el carácter. Para el Japón tradicional, la importante función de la educación es servir sobre todo a la conformación de un tipo de persona, de un modo japonés (budista, sintoísta) de ser. Si lo tomamos así, el interés por la educación resulta haber sido enorme. Son las costumbres o la poesía, por ejemplo, el ámbito donde se muestran los modelos y estilos de comportamiento correctos, el lugar de la filosofía (práctica) implicada por la cosmovisión japonesa.
Yo incluso resaltaría, partiendo del énfasis que Nitobe sitúa en el carácter casi exclusivamente práctico de la enseñanza de la cultura clásica japonesa, que esa es la verdadera diferencia con el modelo occidental. Es decir, frente al carácter intelectual y teórico de las escuelas occidentales, que pasa por alto el ideal de un conocimiento que sea sobre todo una formación de la persona, el énfasis de las “escuelas” japonesas tradicionales ha sido casi exclusivamente práctico. Para el alma japonesa no ha tenido nunca sentido aprender para acumular una extensa erudición o aumentar la capacidad intelectual en sí, como tal. Significativo de esto, señala, es el poco reconocimiento al valor de las matemáticas.
Si seguimos comparando “asignaturas”, aunque en el actual Japón hipercapitalista resulte inconcebible, para su cosmos tradicional no tiene valor tampoco la economía. Es decir, no se trata tampoco de un conocimiento útil o volcado al comercio. Porque el ideal es el del hombre entregado al deber y a la lealtad en sí mismos, con absoluta austeridad y sin que medie ganancia alguna. Creo además que esta suerte de alma tradicional continúa presente, como ya Nitobe dejaba entrever, fantasmagóricamente, en el Japón actual que logra conciliar este nervio profundo budista-sintoísta con una cierta máscara o faceta exterior, pública, capitalista y tecnológica que le permite ser hoy día una de las mayores potencias económicas y tecnológicas mundiales.
Sin embargo sospecho que, igual que a comienzos del siglo XX, hoy permanece un Japón profundo que permite esta conciliación de extremos en apariencia contradictorios, en la medida en que proporciona un sustrato equilibrado, asociado a su cosmos ideológico, que, como un pilar firme, soporta las contradicciones. Esta es la clave de que un mundo basado en el honor, el bushido y la austeridad, juegue, y lo haga tan bien, con el capitalismo cuya impronta no es precisamente la paz, el equilibrio interior y la serenidad. Una paz en el alma japonesa que tampoco contradecía la existencia de la salvaje violencia de la guerra. De hecho Nitobe vincula esta alma con la figura del samurái.
El empeño que sigue casi obsesivamente en su librito es demostrar que de todos modos sí habría una conexión, en un nivel más profundo, entre Occidente y Japón. Echa mano para mostrarlo de ejemplos extraídos de la Biblia o la tradición clásica grecolatina, o incluso de periodos concretos de la historia europea, como el feudal, en los que la similitud ha sido mayor. La diferencia es, señala, que precisamente este mundo feudal es el que marca realmente y determina el alma japonesa, que solo de puertas para afuera se hace capitalista o ciega suscriptora de los excesos de la modernidad (Marx señaló que el viejo mundo feudal podía verse en directo, en el siglo XIX, en Japón).
Creo que la idea del feudalismo del profesor Nitobe consiste en la situación histórica donde se da un mundo de guerreros y de vínculos estrechos entre las personas, de tipo privado, y con el modelo de la lealtad militar o a los padres y en cualquier caso, locales, directos, de fidelidad personal, de adscripción a un cierto linaje. El individuo se disuelve en un mundo de relaciones entre seres cercanos, superiores e inferiores en la escala social. Es el mundo, en efecto, “privado” en lo político y en lo moral del feudalismo medieval europeo. Así el individuo no es tanto el individuo único y solitario del capitalismo moderno, el de un mundo desintegrado y reducido a relaciones matemático-comerciales, sino, volviendo al mito, el de la prioridad del Estado o del linaje en que el sujeto queda subsumido, con una potente moral que lo vincula a estas relaciones. Relaciones y moral que se extraen de la guerra, como sorprendentemente llega a identificar también en las instituciones y la ética occidental. Es la necesidad de poner orden en el desorden de la guerra la fuente de la que brotan los preceptos. De nuevo, una típica ética y moral de guerreros. Pero además, continúa, esta es la moral básica e intuitiva del ser humano, con lo que introduce, como veíamos en el post anterior, a un cierto derecho natural para orientar en medio de la violencia. Como ejemplo cita la crítica universal a la hipocresía o la cobardía (p. 43).
Pero el código del bushido a su vez proviene de fuentes que no están escritas en muchos casos y que, a diferencia de Occidente, se transmiten en las relaciones espontáneas y no escolares entre las personas. Así, distingue la influencia del budismo en primer lugar. “Aportó este un sentido de tranquila confianza en la suerte, una sumisión pacífica ante lo inevitable, esa compostura estoica frente al peligro o la calamidad, ese desdén hacia la vida y es familiaridad con la muerte” (p. 44). En efecto, lo más parecido en occidente a este planteamiento moral y educativo japonés es la escuela estoica que parte del periodo helenístico de la filosofía y llega a un nivel de extraordinario brillo como programa y modelo ético y filosófico en el Imperio Romano. Recordemos que no solo el Estoicismo, sino todas las llamadas filosofías helenísticas, apuntan, como en Oriente, a una función sobre todo educativa y práctica del conocimiento y el pensamiento. Nunca han estado más ligadas en occidente la filosofía con la “pedagogía”.
Este carácter eminentemente pedagógico del conocimiento, lo que sería el programa educativo del bushido, es lo esencial para Japón. Un carácter práctico que vendría dirigido al “corazón”, al fondo equilibrado y sereno que ha de albergar la persona educada. Así, se dan fenómenos extraordinarios por los que un guerrero samurái era una eficaz y mortal máquina en la guerra, pero pasaba mucho tiempo, dentro (!) y fuera del campo de batalla, ¡componiendo poesía!, pintando o interpretando música. Esto se explica porque es en el arte donde se va aprendiendo esta armonía “interior” que es la efectiva base para, llegado el momento, asumir el trabajo de la guerra. Esta es la dialéctica del bushido que viene a ser finalmente, íntima reconciliación de los aparentes extremos: el carácter sereno y seguro de alguien capaz de escribir bellos poemas y de al mismo tiempo combatir ferozmente en una batalla.
Como otro rasgo definitorio, tenemos que el objeto moral no es el individuo, sino la nación o el Estado. La mayor lealtad es dedicada a ellos. Una moral en esto muy diferente de la occidental moderna e individualista. En general, como en el budismo, el individuo se sabe subsumido en una inefable eternidad de donde emana el equilibrio y la serenidad, que se consigue antes con los rezos, ejercicios físicos, artes marciales, y, en especial, la meditación (que ha acabado arraigando en Occidente pero con características peculiares que la toman como una especie de ejercicio de relajación desvinculado de ese poderoso fondo espiritual del que en realidad emana).
No es por supuesto el samurái un sabio literario, aunque estudie muy a fondo la poesía y la literatura. Su forma de conocimiento es, repitamos, práctica, volcada con la conducta correcta. Incluso el muy hierático teatro, como el Nôh, está expresando con una impresionante potencia y énfasis el mundo y la vida particular, las efímeras situaciones cotidianas aristocratizadas, idealizadas, casi tornadas símbolo. Los valores e ideas siempre vienen encarnados en elementos humanos y mundanos, y no se trata tanto de una reflexión teorizante y distanciada como es el modo occidental de pensamiento. Todo "flota", lo más fímero y terrenal, junto al mundo de los espíritus que interactúa en una amalgama que trata de equilibrarse, aun con la amenaza de puntuales y sobrenaturales desequilibrios.
Consecuencia de esta amalgama cultural, de un conocimiento no escindido, al mismo tiempo artístico e intelectual, está la idea de que el mundo natural es, también, moral. Hay una moralidad en la naturaleza que se desprende a menudo antes de la contemplación muda o la poesía que moralizan en un extraño sentido contrario al del individualismo moderno. Este sentido apunta antes a la subsunción del yo y el individuo en algo mayor y más real que ambos, algo que podríamos hacer equivaler más o menos con la naturaleza, la naturaleza como esa suave afirmación que desprenden las cosas pero que no actúa diferenciando, sino integrando en la unidad mayor que lo envuelve todo. Lo que en el budismo se nombra con el término nirvana. El japonés apunta, pues, su educación comprendida en la moral guerrera del bushido, a una cierta nada que le es propia a todas las cosas, pero también una sugerida inclusión en la unidad del ser.
Esto genera un carácter equilibrado, sereno, como el del estoico occidental. Un saberse, en muchos aspectos, una pura nada, una ficción, una máscara, porque lo esencial es, como acabamos de explicar, el fondo natural, la naturaleza o el ser. Una curiosa mezcla de valores guerreros y estéticos que se apoyan los unos en los otros. Con un menor predominio del énfasis racionalista occidental. La razón y el pensamiento son también naderías que caen en los ejercicios de los koan, conducidos a producir un saludable desconcierto en el sujeto. La poesía, como se comprueba en los tardíos haikus, es la expresión de todo esto y además el modo en que guerrero, súbdito o gobernante, son educados para adquirir este sereno e irónico temple personal en el carácter. Para esta idea tradicional japonesa, el alivio no lo es tanto la propia inmortalidad o perduración, sino la eternidad de la cultura y la naturaleza, en cuanto efímeras pero cíclicas y portadoras de una cierta simetría u orden. Esta es, por ejemplo, la simetría que en el quiebro del haiku acaba conciliando la aparente imagen contradictoria con el todo de donde procede, en una mansa superación de los fenómenos, que solo en apariencia pueden ser bruscos o desestabilizadores.
Terminamos aquí recalcando, una vez más, que nuestro ejercicio en estas líneas puede estar realizando algunas generalizaciones e inevitables simplificaciones, que habrán de matizarse con un estudio serio y extenso de la historia de Japón. Las cosas no han sido en realidad siempre iguales en la milenaria civilización japonesa y elementos muy conocidos e incluidos en el bushido, como la etiqueta y la ceremonia del té, resultan relativamente tardíos y recientes, pues datan de siglos posteriores ya al Renacimiento europeo. Pero creo que es posible identificar un alma propia en el Japón actual, incluso, con características a veces comunes pero en otras ocasiones profundamente discrepantes respecto a la mentalidad moderna occidental. Puede ser útil la obra Breve historia de Japón, de Mikiso Hane, en Alianza.
Libro de referencia:Nitobe, I. Bushido. El alma de Japón. Ed. Satori. Traducción de Gonzalo Jiménez de la Espada.
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Educación y filosofía
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El alma de Japón
Marcos Santos Gómez
¿A dónde puede acudirse para estar todo lo alejado posible de Occidente? Y por Occidente estamos refiriéndonos a la porción de mundo arraigada en las, siguiendo la expresión musulmana, “religiones del Libro”, o monoteísmos del Libro: las religiones basadas en la lectura de “Escrituras” y la consecuente interpretación de un libro sagrado, de un texto, por encima del sencillo “mensaje” de la naturaleza o la meditación. Se recuerda además que no habría Occidente sin un radical fundamento en la razón griega o incluso en el derecho romano. Así, Jerusalén, Atenas y Roma son los vértices del triángulo occidental.
Si intentamos el más aventurero de los viajes, habría de ser aquel que nos situara en lo opuesto, en el extremo contrario en cuanto a la concepción del mundo, la cultura y la religión. Es decir, buscaríamos vernos sumergidos (intrigados o espantados) en lo que no somos. Y esto solo puede encontrarse en el extremo Oriente. Porque el mundo islámico o latinoamericano están dentro de una concepción básica similar a lo que estamos considerando Occidente en estas líneas, es decir, repito: Grecia, Roma y Jerusalén. Desafortunadamente el diálogo con civilizaciones nativas americanas no fue precisamente en las condiciones de respeto y tolerancia que han de suponerse entre quienes buscan un cierto acuerdo filosófico, moral o incluso teológico. Fueron culturas y naciones sometidas por la guerra y la conquista, cuya presencia en el mundo sigue no siendo en una situación de mínima justicia, igualdad o respeto. No solo hoy, sino sobre todo en lo que ya no puede remediarse, en el pasado colonial de estas extensas regiones del mundo.
No hay que insistir en que a pesar de diferencias notorias en la propia comprensión cultural del mundo, el mundo islámico recoge el elemento monoteísta judío que radicaliza y que distingue del monoteísmo trinitario matizado entre los cristianos. Es decir, uno puede viajar al mundo islámico y sentirse un poco fuera de casa, pero en aspectos fundamentales, sentirse en casa. Se podría pasar de una religión a otra con relativa facilidad. La clave para programar nuestro viaje, por tanto, la van a ofrecer las otras concepciones religiosas del mundo: el politeísmo que se funde y casa, con mucha mejor fortuna y aunque sorprenda al lector, con el no dios o el nirvana del ideal budista. Me refiero al gran tronco religioso y cultural que se desarrolla y parte de la India. Solo que en cuanto a una concepción religiosa desprovista de Dios, que incluso vea cuestionada por ello su carácter de religión, quizás el budismo, por lo poco que sabemos, se haya de llevar la palma y, aún más, el budismo a la japonesa o Zen (lleno de escuelas diferentes) y el tronco filosófico moral del confucianismo chino, del Tao y de Mencio.
En el caso de Confucio vemos la unidad entre naturaleza y moral que vuelven a ligarse, para bien y para mal, en relación con la típicamente griega escisión entre naturaleza o tradición, por una parte, y moral, por la otra. En el caso griego, hemos escrito a menudo en este blog, esto se dio en la gran revolución del siglo V a. C. en la Atenas de la sofística, Sócrates y Pericles (¡anticipada y preparada por los mitos!). La gran aportación a la humanidad de la razón griega es justo que abre la posibilidad de forjar una fatal pero grandiosa, autocrítica; que la civilización pueda ser autocrítica, es decir, analizar sus propias raíces, valores y mitologías, desde una cierta posición exteriorizante, crítica e incluso desgarrada. Esto, con todos los matices y épocas, va a ser la clave de la historia de Occidente. Esta posibilidad de autoextrañarse y pensarse. Sin embargo, en Oriente tenemos una estrecha conexión de los propios valores perpetuados por el mito, que de partida nunca son cuestionados y que se ligan con el cosmos y la naturaleza. De aquí procede, creemos, el mayor conservadurismo e inmutabilidad de la historia de Oriente. Quiero decir, que en Oriente no se da una conmoción dialéctica con la propia cultura, con la tensión y desgarro que la vivimos en Occidente.
Para salir de este tinglado occidental, el viajero tendría que tomar el avión y plantarse en Japón, o viajar de ese modo realista y menos ficticio que consiste en tomar un libro y leer. En los textos es donde el hombre logra adquirir su propia definición y transformarse poéticamente. Porque que la realidad humana está siendo acaparada y superada por sus propios productos, como la tecnología o la escritura. Tanto que en ellos vivimos o lleva el hombre viviendo unos cuantos milenios. Exagerando y parodiando el conocido aserto de la teoría del gen egoísta, nosotros, los seres humanos de carne y hueso, apenas somos el instrumento del arte, la ciencia y la escritura, donde reside lo más real y perdurable.
Así, buscamos lo esencial o, como se ha llamado por idealistas o hermeneutas, el espíritu de un pueblo, que es algo mucho más elevado y bello que lo que entiende el nacionalismo patriotero. Un espíritu nacional (que lo es precisamente por hallarse religado con otras “naciones”), sería un núcleo de condensación ideológica asociado a alguna región temporal o espacial del mundo. Solo eso.
Generalizando como estamos en estas breves líneas, no podemos referirnos a otros puntos de vista o nudos de condensación que han sido cruelmente decapitados por el colonialismo. Estaríamos aludiendo a la vertiginosa multiplicidad, en lo lingüístico y cultural, tan perturbadora, original y sabrosamente creativa del olvidado continente africano. Confesamos no conocer lo suficiente todavía esta sustanciosa aportación africana a la humanidad, pero nos consta que se trata de culturas complejas y desafiantes para Occidente que deberían aportar o haber aportado su estilo a la humanidad. Recuerdo la anécdota que cuenta María Kodama, viuda de Borges, cuando ante el desconocimiento e incluso implícito desprecio de la “facción” africana del mundo por parte del genio argentino, esta le buscó y regaló un sustancioso y muy voluminoso libro que hizo que Borges rectificara. La profundidad del pensamiento y las religiones del continente era y es apabullante, representando también una forma cultural e ideológica propia y llena de profundidad y dignidad.
Mientras tanto, retornemos a Japón. En nuestra aún breve exploración bibliográfica ya nos ha sorprendido con intensidad. Primero desde la literatura. Dejando aparte las interesantísimas peculiaridades de su lengua y sistema de escritura, un primer contacto por nuestra parte más serio ha podido ser a través de su estilo poético clásico. Así, tras la revolución Meiji (que supuso el primer esfuerzo por conciliar, en lo posible, un Japón aislado y tradicional, con un Japón abierto a influencias occidentales) hubo un primer florecimiento, a principios del siglo XX, de movimientos en los dos sentidos: intelectuales japoneses estudiando a occidente e intelectuales occidentales intentando comprender y aproximarse a Japón. De este trasiego cultural en los inicios del siglo pasado resulta notable el de Gonzalo Jiménez de la Espada, nada menos que un discípulo de la Institución Libre de Enseñanza, de la quinta de Julián Besteiro. Esta mentalidad curiosa y tolerante de la conocida institución educativa española, produjo un temprano intento de estudiar la cultura japonesa. Jiménez de la Espada vivió en Japón y se adentró seriamente en su lengua, cultura y literatura. Del mismo modo, había una Universidad en Tokio destinada a esto mismo en relación con el extranjero, pero sobre todo con Occidente, donde fue contratado: La Universidad de Estudios Extranjeros.
Jiménez de la Espada quiso traducir obras esenciales que recogieran el “espíritu” de la civilización japonesa (recordemos que fuertemente influida por la china). Entre esos libritos acaba de llegarme a las manos su traducción de una obrita escrita por un autor japonés para difundir y explicar los elementos básicos de la cultura japonesa a los occidentales. Se trata de Bushido. El alma de Japón, actualmente resucitado en una cuidada edición, casi para bibliófilos, de la editorial Satori. Este escritor japonés fue Inazo Nitobe. Y damos fe del brillo poético junto a la serena elocuencia de esta obrita. Es una auténtica joya que circuló entre un público selecto de investigadores y escritores españoles, en especial vinculados a la ILE. Así que ahora nos explicamos el sorprendente misterio que se nos vino a la cara cuando hojeando la obra completa poética de Lorca, actualmente editada en Galaxia Gutenberg, dimos con unos pocos haikus compuestos por el granadino. Resulta que en la ILE, donde se formó Lorca, hubo un interés por la cultura y las formas poéticas japonesas, que seguramente aproximó a Lorca con el Japón. Estas formas poéticas, en lo poco que llevamos en contacto con ellas (en poesía apenas las estrofas “haiku” y “tanka”), tanto en verso como en prosa, nos hemos encontrado con un modo de escritura y retórica antiretórica, es decir, una búsqueda de ser más preciso en el decir mediante un modo de decir con muy pocos elementos expresivos, echando mano de una atmósfera serena y en apariencia clara y cercana que refleja el papel y la importancia de lo natural. Es decir, solo el lenguaje sencillo toca lo esencial, porque lo esencial es algo también sencillo, como la propia existencia de las rosas y la naturaleza.
Se da en la poética clásica japonesa la nula presencia del ego propia del escritor occidental y, como hemos dicho, la absoluta prioridad dada a la naturaleza. Esto devuelve la literatura a una conexión con lo más sencillo que puede saludablemente apagar el ego, para relativizarlo con ironía (ironía budista como la presente en los koan) y que confunde a la razón (disolviéndola en aporías o acertijos irresolubles), para apuntar a un más allá inefable y al que el oriental concede la mayor importancia. Así, tenemos un mundo (ya presente mucho menos en el Japón actual), el del Japón clásico que bebe del Zen, el Sintoísmo y Confucio, que erige como ideal moral el “caballeresco”, que Nitobe relaciona con una moral de la guerra, nacida en la guerra y para guerreros. Algo así como las normas éticas y el derecho que en occidente rigen la situación a-legal de la guerra. Una suerte de acuerdo más o menos tácito entre guerreros que regule la guerra. Finalmente, un código práctico y tradicional que ha de impregnar antes la conducta moral que efectuar una discusión solamente racional, libresca y teórica.
Por todo esto, estamos tratando al ocuparnos del Japón clásico, con una forma de existencia más sosegada, más perfecta y redonda, que relativiza los grandes vértices de Occidente: el Yo, la razón, la vida. Es decir, un trato menos combativo y analítico con los propios mitos, que a partir de ellos, con menor violencia y desgarro, establece las bases de una forma de reflexión específica. Digamos que Japón tiñe a su basamento existencial con una mezcla serenamente reflexiva, porque incluye, de un modo conservador, el respeto a la tradición como primer punto de la moral. Esto faculta todavía hoy al oriental para soportar mejor los frenesíes modernos como es el producido por la era tecnológica. Según esto en la actitud tradicional japonesa habría un cierto carácter “flotante” y autosuficiente que le permitiría vivir la tradición y el mito sin que los elementos más modernos del Japón actual sean, al menos en el ideal expresado en gran parte de su literatura, especialmente perturbadores. O sea, el japonés está mejor facultado que el occidental para la tecnología por no tomarse en serio, justamente, a la técnica y la sofisticada tecnología digital.
En lo poco que nos hemos aproximado (el estilo fluido y sencillo, pero suavemente martilleante, de la novela “El pabellón de Oro” de Mishima; las formas poéticas del haiku y el tanka; y otros elementos de la estética tradicional nipona) intuimos diferencias esenciales con occidente. Esa misma sensación de fluidez y serenidad en la prosa y la breve forma del haiku. En esta misma forma poética, tan frecuente en los actuales poetas occidentales, incluso el quiebro de una imagen opuesta a la primera, llega para solo desconcertar amablemente y terminar el haiku con una atmósfera de ensueño y dulzura. Finalmente, parece indicar este estilo poético, vence la naturaleza como algo mayor que el hombre, y que nos sirve y enseña a relativizar el mundo humano. Hay una reconciliación y nivelación de lo humano con lo natural que aunque nos suene a una integración acrítica en la naturaleza, es lo que, por otra vía, también hace crítico al hombre. Porque este modelo de lo natural subsume los delirios y guerras del mundo humano en algo superior. Se trata de una especie de pacifismo que se logra a costa de restañar las heridas producidas por el feroz afán subjetivista y moderno del occidental.
La naturaleza se capta en su carácter efímero, pero cíclico y en cierto modo eterno. La eternidad de un nirvana que lo es todo y nada. Una especie de diálogo con lo natural que hace que lo natural sea lo más real, de lo que debe hablarse y lo que en su disolvente poder nos ayuda a pensar sin el imperio del ego y una subjetividad que se pretenda mayor que la naturaleza.
En este caso, el viaje que promueven los haiku, sitúa al lector en lo más hondo en una tesitura radicalmente contraria al espíritu de la literatura occidental. Precisamente, creemos que un haiku está mal hecho cuando predomina y se siente la presencia del escritor (error que hemos de confesar a menudo se cuela en los que hemos titubeantemente compuestos), a veces en forma de reflexión y argumentación, y, aun peor, cuando se está refiriendo a la subjetividad, al modo particular en que el poeta comprende o recibe la realidad. El punto de vista aspira a una forma de objetividad no desgarrada y por tanto despreocupada de lo subjetivo y menos empeñada en que la poesía trate de vivencias o sentimientos del poeta (o del hombre, en general, salvo esa mansa invitación a abismarse en la naturaleza). En realidad una forma poderosa de poesía que habría suscrito con agrado, creemos, el mismísimo Goethe que recomendaba, con una crítica implícita al Romanticismo, a los jóvenes poetas abandonar su egotista subjetividad y centrarse en el “exterior”, en el protagonismo de lo natural.
Concluyamos señalando que en el contacto con Japón, el punto de vista occidental se maravilla ante algo muy cercano y familiar como es la tecnología contemporánea y actual, pero muy lejano, inasible, incomprensible, como es el componente tradicional y religioso de la cultura japonesa. Este punto de vista, expresado con una estética que apunta a la oriental, puede apreciarse en la admiración temerosa pero fuertemente impactada de los protagonistas de Lost in Translation por Tokio y el Japón actual. En cierta escena final, la protagonista, parece despedirse de Tokio con una admiración que se sabe impotente para comprender plenamente al otro. Se presiente una grandeza que no se acaba de definir y entender en términos racionales. La sospecha de que hay algo en el otro inquietante a lo que no llegamos, pero que es majestuoso.