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El alma de Japón
Marcos Santos Gómez
¿A dónde puede acudirse para estar todo lo alejado posible de Occidente? Y por Occidente estamos refiriéndonos a la porción de mundo arraigada en las, siguiendo la expresión musulmana, “religiones del Libro”, o monoteísmos del Libro: las religiones basadas en la lectura de “Escrituras” y la consecuente interpretación de un libro sagrado, de un texto, por encima del sencillo “mensaje” de la naturaleza o la meditación. Se recuerda además que no habría Occidente sin un radical fundamento en la razón griega o incluso en el derecho romano. Así, Jerusalén, Atenas y Roma son los vértices del triángulo occidental.
Si intentamos el más aventurero de los viajes, habría de ser aquel que nos situara en lo opuesto, en el extremo contrario en cuanto a la concepción del mundo, la cultura y la religión. Es decir, buscaríamos vernos sumergidos (intrigados o espantados) en lo que no somos. Y esto solo puede encontrarse en el extremo Oriente. Porque el mundo islámico o latinoamericano están dentro de una concepción básica similar a lo que estamos considerando Occidente en estas líneas, es decir, repito: Grecia, Roma y Jerusalén. Desafortunadamente el diálogo con civilizaciones nativas americanas no fue precisamente en las condiciones de respeto y tolerancia que han de suponerse entre quienes buscan un cierto acuerdo filosófico, moral o incluso teológico. Fueron culturas y naciones sometidas por la guerra y la conquista, cuya presencia en el mundo sigue no siendo en una situación de mínima justicia, igualdad o respeto. No solo hoy, sino sobre todo en lo que ya no puede remediarse, en el pasado colonial de estas extensas regiones del mundo.
No hay que insistir en que a pesar de diferencias notorias en la propia comprensión cultural del mundo, el mundo islámico recoge el elemento monoteísta judío que radicaliza y que distingue del monoteísmo trinitario matizado entre los cristianos. Es decir, uno puede viajar al mundo islámico y sentirse un poco fuera de casa, pero en aspectos fundamentales, sentirse en casa. Se podría pasar de una religión a otra con relativa facilidad. La clave para programar nuestro viaje, por tanto, la van a ofrecer las otras concepciones religiosas del mundo: el politeísmo que se funde y casa, con mucha mejor fortuna y aunque sorprenda al lector, con el no dios o el nirvana del ideal budista. Me refiero al gran tronco religioso y cultural que se desarrolla y parte de la India. Solo que en cuanto a una concepción religiosa desprovista de Dios, que incluso vea cuestionada por ello su carácter de religión, quizás el budismo, por lo poco que sabemos, se haya de llevar la palma y, aún más, el budismo a la japonesa o Zen (lleno de escuelas diferentes) y el tronco filosófico moral del confucianismo chino, del Tao y de Mencio.
En el caso de Confucio vemos la unidad entre naturaleza y moral que vuelven a ligarse, para bien y para mal, en relación con la típicamente griega escisión entre naturaleza o tradición, por una parte, y moral, por la otra. En el caso griego, hemos escrito a menudo en este blog, esto se dio en la gran revolución del siglo V a. C. en la Atenas de la sofística, Sócrates y Pericles (¡anticipada y preparada por los mitos!). La gran aportación a la humanidad de la razón griega es justo que abre la posibilidad de forjar una fatal pero grandiosa, autocrítica; que la civilización pueda ser autocrítica, es decir, analizar sus propias raíces, valores y mitologías, desde una cierta posición exteriorizante, crítica e incluso desgarrada. Esto, con todos los matices y épocas, va a ser la clave de la historia de Occidente. Esta posibilidad de autoextrañarse y pensarse. Sin embargo, en Oriente tenemos una estrecha conexión de los propios valores perpetuados por el mito, que de partida nunca son cuestionados y que se ligan con el cosmos y la naturaleza. De aquí procede, creemos, el mayor conservadurismo e inmutabilidad de la historia de Oriente. Quiero decir, que en Oriente no se da una conmoción dialéctica con la propia cultura, con la tensión y desgarro que la vivimos en Occidente.
Para salir de este tinglado occidental, el viajero tendría que tomar el avión y plantarse en Japón, o viajar de ese modo realista y menos ficticio que consiste en tomar un libro y leer. En los textos es donde el hombre logra adquirir su propia definición y transformarse poéticamente. Porque que la realidad humana está siendo acaparada y superada por sus propios productos, como la tecnología o la escritura. Tanto que en ellos vivimos o lleva el hombre viviendo unos cuantos milenios. Exagerando y parodiando el conocido aserto de la teoría del gen egoísta, nosotros, los seres humanos de carne y hueso, apenas somos el instrumento del arte, la ciencia y la escritura, donde reside lo más real y perdurable.
Así, buscamos lo esencial o, como se ha llamado por idealistas o hermeneutas, el espíritu de un pueblo, que es algo mucho más elevado y bello que lo que entiende el nacionalismo patriotero. Un espíritu nacional (que lo es precisamente por hallarse religado con otras “naciones”), sería un núcleo de condensación ideológica asociado a alguna región temporal o espacial del mundo. Solo eso.
Generalizando como estamos en estas breves líneas, no podemos referirnos a otros puntos de vista o nudos de condensación que han sido cruelmente decapitados por el colonialismo. Estaríamos aludiendo a la vertiginosa multiplicidad, en lo lingüístico y cultural, tan perturbadora, original y sabrosamente creativa del olvidado continente africano. Confesamos no conocer lo suficiente todavía esta sustanciosa aportación africana a la humanidad, pero nos consta que se trata de culturas complejas y desafiantes para Occidente que deberían aportar o haber aportado su estilo a la humanidad. Recuerdo la anécdota que cuenta María Kodama, viuda de Borges, cuando ante el desconocimiento e incluso implícito desprecio de la “facción” africana del mundo por parte del genio argentino, esta le buscó y regaló un sustancioso y muy voluminoso libro que hizo que Borges rectificara. La profundidad del pensamiento y las religiones del continente era y es apabullante, representando también una forma cultural e ideológica propia y llena de profundidad y dignidad.
Mientras tanto, retornemos a Japón. En nuestra aún breve exploración bibliográfica ya nos ha sorprendido con intensidad. Primero desde la literatura. Dejando aparte las interesantísimas peculiaridades de su lengua y sistema de escritura, un primer contacto por nuestra parte más serio ha podido ser a través de su estilo poético clásico. Así, tras la revolución Meiji (que supuso el primer esfuerzo por conciliar, en lo posible, un Japón aislado y tradicional, con un Japón abierto a influencias occidentales) hubo un primer florecimiento, a principios del siglo XX, de movimientos en los dos sentidos: intelectuales japoneses estudiando a occidente e intelectuales occidentales intentando comprender y aproximarse a Japón. De este trasiego cultural en los inicios del siglo pasado resulta notable el de Gonzalo Jiménez de la Espada, nada menos que un discípulo de la Institución Libre de Enseñanza, de la quinta de Julián Besteiro. Esta mentalidad curiosa y tolerante de la conocida institución educativa española, produjo un temprano intento de estudiar la cultura japonesa. Jiménez de la Espada vivió en Japón y se adentró seriamente en su lengua, cultura y literatura. Del mismo modo, había una Universidad en Tokio destinada a esto mismo en relación con el extranjero, pero sobre todo con Occidente, donde fue contratado: La Universidad de Estudios Extranjeros.
Jiménez de la Espada quiso traducir obras esenciales que recogieran el “espíritu” de la civilización japonesa (recordemos que fuertemente influida por la china). Entre esos libritos acaba de llegarme a las manos su traducción de una obrita escrita por un autor japonés para difundir y explicar los elementos básicos de la cultura japonesa a los occidentales. Se trata de Bushido. El alma de Japón, actualmente resucitado en una cuidada edición, casi para bibliófilos, de la editorial Satori. Este escritor japonés fue Inazo Nitobe. Y damos fe del brillo poético junto a la serena elocuencia de esta obrita. Es una auténtica joya que circuló entre un público selecto de investigadores y escritores españoles, en especial vinculados a la ILE. Así que ahora nos explicamos el sorprendente misterio que se nos vino a la cara cuando hojeando la obra completa poética de Lorca, actualmente editada en Galaxia Gutenberg, dimos con unos pocos haikus compuestos por el granadino. Resulta que en la ILE, donde se formó Lorca, hubo un interés por la cultura y las formas poéticas japonesas, que seguramente aproximó a Lorca con el Japón. Estas formas poéticas, en lo poco que llevamos en contacto con ellas (en poesía apenas las estrofas “haiku” y “tanka”), tanto en verso como en prosa, nos hemos encontrado con un modo de escritura y retórica antiretórica, es decir, una búsqueda de ser más preciso en el decir mediante un modo de decir con muy pocos elementos expresivos, echando mano de una atmósfera serena y en apariencia clara y cercana que refleja el papel y la importancia de lo natural. Es decir, solo el lenguaje sencillo toca lo esencial, porque lo esencial es algo también sencillo, como la propia existencia de las rosas y la naturaleza.
Se da en la poética clásica japonesa la nula presencia del ego propia del escritor occidental y, como hemos dicho, la absoluta prioridad dada a la naturaleza. Esto devuelve la literatura a una conexión con lo más sencillo que puede saludablemente apagar el ego, para relativizarlo con ironía (ironía budista como la presente en los koan) y que confunde a la razón (disolviéndola en aporías o acertijos irresolubles), para apuntar a un más allá inefable y al que el oriental concede la mayor importancia. Así, tenemos un mundo (ya presente mucho menos en el Japón actual), el del Japón clásico que bebe del Zen, el Sintoísmo y Confucio, que erige como ideal moral el “caballeresco”, que Nitobe relaciona con una moral de la guerra, nacida en la guerra y para guerreros. Algo así como las normas éticas y el derecho que en occidente rigen la situación a-legal de la guerra. Una suerte de acuerdo más o menos tácito entre guerreros que regule la guerra. Finalmente, un código práctico y tradicional que ha de impregnar antes la conducta moral que efectuar una discusión solamente racional, libresca y teórica.
Por todo esto, estamos tratando al ocuparnos del Japón clásico, con una forma de existencia más sosegada, más perfecta y redonda, que relativiza los grandes vértices de Occidente: el Yo, la razón, la vida. Es decir, un trato menos combativo y analítico con los propios mitos, que a partir de ellos, con menor violencia y desgarro, establece las bases de una forma de reflexión específica. Digamos que Japón tiñe a su basamento existencial con una mezcla serenamente reflexiva, porque incluye, de un modo conservador, el respeto a la tradición como primer punto de la moral. Esto faculta todavía hoy al oriental para soportar mejor los frenesíes modernos como es el producido por la era tecnológica. Según esto en la actitud tradicional japonesa habría un cierto carácter “flotante” y autosuficiente que le permitiría vivir la tradición y el mito sin que los elementos más modernos del Japón actual sean, al menos en el ideal expresado en gran parte de su literatura, especialmente perturbadores. O sea, el japonés está mejor facultado que el occidental para la tecnología por no tomarse en serio, justamente, a la técnica y la sofisticada tecnología digital.
En lo poco que nos hemos aproximado (el estilo fluido y sencillo, pero suavemente martilleante, de la novela “El pabellón de Oro” de Mishima; las formas poéticas del haiku y el tanka; y otros elementos de la estética tradicional nipona) intuimos diferencias esenciales con occidente. Esa misma sensación de fluidez y serenidad en la prosa y la breve forma del haiku. En esta misma forma poética, tan frecuente en los actuales poetas occidentales, incluso el quiebro de una imagen opuesta a la primera, llega para solo desconcertar amablemente y terminar el haiku con una atmósfera de ensueño y dulzura. Finalmente, parece indicar este estilo poético, vence la naturaleza como algo mayor que el hombre, y que nos sirve y enseña a relativizar el mundo humano. Hay una reconciliación y nivelación de lo humano con lo natural que aunque nos suene a una integración acrítica en la naturaleza, es lo que, por otra vía, también hace crítico al hombre. Porque este modelo de lo natural subsume los delirios y guerras del mundo humano en algo superior. Se trata de una especie de pacifismo que se logra a costa de restañar las heridas producidas por el feroz afán subjetivista y moderno del occidental.
La naturaleza se capta en su carácter efímero, pero cíclico y en cierto modo eterno. La eternidad de un nirvana que lo es todo y nada. Una especie de diálogo con lo natural que hace que lo natural sea lo más real, de lo que debe hablarse y lo que en su disolvente poder nos ayuda a pensar sin el imperio del ego y una subjetividad que se pretenda mayor que la naturaleza.
En este caso, el viaje que promueven los haiku, sitúa al lector en lo más hondo en una tesitura radicalmente contraria al espíritu de la literatura occidental. Precisamente, creemos que un haiku está mal hecho cuando predomina y se siente la presencia del escritor (error que hemos de confesar a menudo se cuela en los que hemos titubeantemente compuestos), a veces en forma de reflexión y argumentación, y, aun peor, cuando se está refiriendo a la subjetividad, al modo particular en que el poeta comprende o recibe la realidad. El punto de vista aspira a una forma de objetividad no desgarrada y por tanto despreocupada de lo subjetivo y menos empeñada en que la poesía trate de vivencias o sentimientos del poeta (o del hombre, en general, salvo esa mansa invitación a abismarse en la naturaleza). En realidad una forma poderosa de poesía que habría suscrito con agrado, creemos, el mismísimo Goethe que recomendaba, con una crítica implícita al Romanticismo, a los jóvenes poetas abandonar su egotista subjetividad y centrarse en el “exterior”, en el protagonismo de lo natural.
Concluyamos señalando que en el contacto con Japón, el punto de vista occidental se maravilla ante algo muy cercano y familiar como es la tecnología contemporánea y actual, pero muy lejano, inasible, incomprensible, como es el componente tradicional y religioso de la cultura japonesa. Este punto de vista, expresado con una estética que apunta a la oriental, puede apreciarse en la admiración temerosa pero fuertemente impactada de los protagonistas de Lost in Translation por Tokio y el Japón actual. En cierta escena final, la protagonista, parece despedirse de Tokio con una admiración que se sabe impotente para comprender plenamente al otro. Se presiente una grandeza que no se acaba de definir y entender en términos racionales. La sospecha de que hay algo en el otro inquietante a lo que no llegamos, pero que es majestuoso.