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Educación y filosofía
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No tiene gracia
Marcos Santos Gómez
Todo se ha precipitado en las últimas semanas. Con sinceridad, nunca creí que pudiera ocurrir. Es irónico que toda mi vida me haya estado riendo de esta posibilidad. Por mucho que pensara en la muerte jamás me había visto en el concretísimo trance de toparme con ella. Es esta posibilidad cierta la que me hace entrechocar los dientes mientras sufro. Tengo miedo y pienso que es razonable que un hombre programado para sentir miedo tenga miedo ante algo que no es algo, un algo en el que dejan de ser algo todos los algos y de lo que como mucho solo puede afirmarse que es viscoso. En fin, estoy muy nervioso. Me debato en este ensueño en el que quiero creer que lo que está sucediendo no es cierto. Pero resulta que es cierto y está pasándome a mí.
Hace una semana fui detenido. Ahora sé que, al mismo tiempo que no quería creerlo, sí había algo en mí que me hacía desear esto y que incluso lo provocó. Sin duda me lo he buscado. He soportado el miedo aunque a ratos no he podido evitar aterrorizarme. Otras veces he nadado en un mar que quietud. Cuando me sacaron de mi casa a rastras, obedecí a todo y apenas pude sino balbucir algunas palabras, con un raro mareo, como si todo sucediera a cámara lenta. Me supe culpable desde el momento en que asumí una lucha que pretendía dirigirse al mundo. Los agentes me enseñaron su documentación y me pidieron que les acompañara. Tuve que dejar las cosas a medias y me angustiaba que fuera así, tener que dejar en plena vulnerabilidad mis cosas y mis textos, la periódica actualización del blog y, sobre todo, mi biblioteca. Toda esta incertidumbre se manifestó en varios “pero… pero” de sorpresa, exclamados con garganta ronca, mientras alguno de ellos, cuya cara no pude apenas discernir por mi crisis nerviosa, me ponía unas esposas. Era la primera vez en mi vida que me esposaban y puedo dar fe de la sensación de vulnerabilidad e impotencia que se siente con las esposas puestas. Uno queda reducido a nada. Temí que las apretaran demasiado y me lastimara la circulación, lo que intenté evitar rogándoles que las aflojaran. Resulta curioso que lo que mejor recuerdo de todo aquel nerviosismo e incredulidad fuese la identificación de uno de ellos, de color vivamente amarillo. Parece que el amarillo es el último color que se pierde cuando uno se queda ciego.
No tengo excusa. Me había expuesto y tengo toda la culpa por haberlo hecho, cuando con ligereza juraba que estaba dispuesto a cruzar el “punto de no retorno”, es decir, el momento en que tu huella en internet te puede comprometer gravemente en casos como el que ha acabado sucediendo. Así que razones sí que había para proceder a mi detención, porque mi actitud ha sido despectiva y desconsiderada.
Todo empezó hace unos tres años, cuando decidí arremeter el problema de los desahucios. Eso me hace culpable, como digo, desde cierto punto de vista y el gobierno no carece de lógica al detenerme. Un gobierno que calificaría de pulcro, sistemático, de artesano del orden. No puede achacársele falta de organización. Es cierto que hay abusos, pero son un mal menor, y he comprendido demasiado tarde esta necesidad racional. Así que estaba francamente equivocado, por culpa de los libros. Lo extraño de esta situación es que soy reo de un gobierno al que amo. Me lo dieron todo para mi bienestar. Sí, digo bien, incluso después de las atrocidades vividas en la última semana.
No todo han sido sombras en estos días de arresto. Después de experimentar la reclusión, la desorientación, los interrogatorios, los golpes, he visto la amistad. Debo decir que esto es, dentro de lo que cabe y si no fuera por la certeza de la muerte, hasta cierto punto llevadero. Al principio intenté negociar, después del sobresalto inicial, de la ansiedad por dejar atrás mi casa, momento en que me decía a mí mismo que mantuviera la calma, lo cual no me fue posible cumplirlo. Insistía, con actitud razonable y frases cortas, claras, en mi inocencia o, digamos, en mi escasa y menor culpabilidad.
Una vez llegado al lugar de detención, mi reacción fue desternillante, es decir, me sobrevino una carcajada imparable junto al franco deseo de bromear y de confesar todo con sinceridad, colaborando, mirando con tristeza a los agentes pero muerto de risa. Un hombre metódico me dijo paternal “¿crees que esto es un juego?”. Y tenía razón, era una observación llena de lógica ante mi risa disparatada y mis intentos de confraternización. Admito que actué sin la seriedad propia de la situación. La cruda verdad es que he sido infiel a quienes me dieron de comer y el cobijo, los libros, la casa. Ahora lo he podido entender en medio de mi desgarro, así que lo que quisiera hacer con toda el alma es arañar el tiempo y recuperar mi vida lejos de la lucha sin futuro, de toda falsa esperanza.
Lo más admirable del interrogatorio ha sido el método, la forma de hablar de los agentes, que enseguida se tornó conciliadora. Lo atribuí a una cara redonda y llena de paz que creí haber visto, como la de un Papa. Alguien estaba ayudándome. No sabía quién, pero estaba seguro de que muchos que participan en estos trámites lo hacen de mala gana y no dejan de manifestar sensibilidad, sobre todo en los primeros momentos de desconcierto en el que cuesta reorganizar todo el aparato gubernamental, después del golpe de estado. Yo insistía en manifestarme como soy realmente, bondadoso y humano, aunque me llovían golpes que han hecho que ahora me cueste abrir los ojos y por los que tengo la cara hinchada. Poco a poco me dije “esto es lo que se siente”, “esto es estar a punto de morir, esperar la muerte inminente”. Es decir, estaba cumpliéndose mi peor pronóstico.
Se ve que he sido un afortunado en poder mantener la lucidez hasta el final, aunque es cierto que no recuerdo exactamente quién es mi alma gemela, quien en medio de todo este fregado me está ayudando, la cara redonda. Por momentos he olvidado mi propio nombre, no sé si es de día o de noche, desconozco a qué lugares me han ido trasladando, nadie me ha informado sobre mi ordenador, mi casa, mi perro y mis libros, pero he sabido usar defensivamente el humor. Anteriormente la risa me había salvado y en estas singulares circunstancias he querido, también, partirme de risa. Pero ellos no han entendido mi alegría y mi franqueza, por lo que se sucedieron golpes en las costillas hasta tornarme apesadumbrado y taciturno. De hecho, acabé aprendiendo que debía disimular mi risa, sobre todo para no empeorar la situación de mi alma salvadora, del ser angelical que se compromete por mí y ha permitido que dentro de lo malo, esto esté resultando un poco más llevadero. Es esta misma alma bondadosa quien me ha prestado papel y bolígrafo para culminar decentemente mi vida. Esto es un enorme privilegio, porque lo que suele suceder es que no te da tiempo a nada, que por definición, estas situaciones consisten en que te despojan de, al menos, la gracia de unas últimas palabras. Quizás sea esa alma caritativa que me ha dado los útiles para escribir la que en algún momento me ha dicho, porque creo que alguien me lo ha dicho, que me preparara para morir y que por no sé qué amistades, me permitía dejar un último testimonio, una carta, pero yo he pensado que debe ser mejor un poema, apresurado pero hondo, palpitante, certero. El poema resplandecerá como mi testamento. Se lo darán a mi familia, dicen.
¿Debo dejarme llevar? ¿Debo suplicar? He decidido no hacer esto último porque ya se ha manifestado que es inútil. Pero incurriendo en una suerte de heroísmo he visto que debía morir como murieron muchos grandes hombres, con dignidad, sin rogar más veces por mi vida. Ya he rogado demasiado, más de la cuenta.
En esta hora definitiva sé que debo concentrarme en la inmortalidad. Se trata de dejar una huella para nadie, pero dejarla. Mi corazón se abisma y puedo tomarme en serio la verdad y el destino, sin la ominosa carcajada que he estado profiriendo todo el rato. El problema es que resulta duro, absurdo y cruel verse así, con una culpabilidad a medias, o con la única culpabilidad de haber escogido una torpe militancia. Pero ahora se trata, como me ha informado mi ángel, de morir, y confieso que, igual que jamás habría creído seriamente que podía haber un estado de excepción como el de hoy, me ha costado y me sigue costando encajar que voy a esa opacidad que está más allá de los adjetivos que se usan para calificarla, donde uno ya se queda muerto para siempre. No puede decirse nada de ella, ni que sea lúgubre, ni luctuosa, ni terrible. No importa lo que se diga. Es un muro sin nada detrás. Un muro opaco.
He escrito “¡Oh universo que se precipita, yo te modulo!”. Es mi último mensaje, porque todo el poema debe concentrarse en un único verso, ya que no hay tiempo para más y me pegan, debe ser por tanto un aforismo que viva por mí, que permanezca para siempre. Por esto mismo, mi verso debe ahondar en la atmósfera hiriente, rasgando la materia. No se trata de hablar al universo, que después de todo no sabemos qué es, sino de seguir siendo hombre para siempre, por lo que corrijo mi verso y lo recompongo en este sentido: “Oh vida, oh muerte atroz, tú me modulas”. Creo que esta versión corresponde mejor a la realidad, pero todavía hay algo vago e impreciso. Así que recompongo una vez más mi verso como “Oh, universo, yo quise y quiero ahora”. Ignoro si alguien, una inteligencia extraterrestre, vería en estos términos siquiera mi sombra. Porque un cierto sucedáneo del gran testigo o la gran memoria serían las inteligencias extraterrestres para las cuales uno puede brillar en su singularidad. Así que ahora me dirijo a ellas: “Oh, extraterrestre, he brillado”. Pero recuerdo que también el sol está condenado a apagarse. Me siguen pegando.
Me desespera comprobar que no sé qué debo escribir; y me lastima, me hace a la muerte más insulsa. La verdad es que no sé qué pensar, qué decir en mi último minuto. No he sabido nada, estoy pagando el precio de una prolongada estupidez, no me he aclarado nunca y, lo que es peor, se me antoja que esto no vale para nada, que mi empeño de dejar un verso también es inútil. Sigo sin saber qué decir ni qué hacer ni qué pensar. Admito que es imposible legar nada incorruptible. Así que podría decirse que muero de manera que solo sobrevivirá este desconcierto, esta grave equivocación que ha sido mi vida acaso unos segundos más tras mi muerte. No de modo definitivo, porque no hay nada al otro lado. No hay para siempre. Y por mucho que quiero reír otra vez a mandíbula batiente, no puedo, esto es demasiado serio, de una gravedad que me supera. No tiene la menor gracia
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Educación y filosofía
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Crónica de mis pesadillas (post scriptum)Marcos Santos Gómez
No podemos sino continuar nuestra penosa crónica de las pesadillas que nos atormentan, con un defecto atribuible a un exceso de la inteligencia, es decir, causado por la inercia del entendimiento que no puede detenerse y necesita proseguir en busca de más hechos de que ocuparse, tras haber agotado la realidad. Es esta misma inteligencia "creadora" e imaginativa quien debe fundarlos. Al menos, pienso que esto podría ser el germen de una teoría que explicase este nuevo horror hasta cierto punto voluntario: la hipondría, o combinación de imágenes que nos asedian a partir de nuestros miedos, pero que también obedecen al prurito de ocuparse en algo.
Un dato o sensación sobre el propio cuerpo, se agiganta y va invadiendo todo progresivamente: nuestro yo, nuestra ilusión, nuestros nervios, nuestras expectativas y esperanzas. El hecho inflado por nuestras proyecciones subjetivas, aunque se dé a partir de un dato objetivo, acaba presidiendo nuestro espíritu como una demoníaca deidad que nos posee muchos años e incluso hasta el final de la vida.
En realidad, detrás de esto ha de haber por fuerza un cierto vacío que busca llenarse. Resulta curioso que con un leve quiebro, con un simple cambio del enfoque, la ingente cantidad de horror y pena que arrastra esta maligna obsesión por la enfermedad que se denomina hipocondría, la agitación y la amargura que nos regala, cesen para convertirse en motivo de risa... hasta la próxima obsesión.
Contaré un caso curioso. Como siempre, comienza un día remoto de la infancia cuando alguien te cuenta que conoció a una persona que tenía gusanos en el oído. Puede haber sido un simple comentario de algún listillo de la clase; o haber sucedido de verdad. En cualquier caso, será algo que por supuesto la víctima de este mal del espíritu (como lo llamaría en bueno de Zweig), es decir, el hipocondriaco, nunca vio; tan solo lo ha imaginado. Tal vez ni siquiera recuerda exactamente lo que se dijo en relación con el caso. La idea impresionante quedó, no obstante, como en un sucio hatillo en la memoria. Pongamos un día de la infancia en que nuestro obsesivo hipocondriaco supo que se podían tener lombrices… en los oídos. Esta persona habrá vivido treinta o cuarenta años en que esto apenas afloró a la conciencia. Quedó en letargo, pero en incubación, latente, vivo, en ese órgano que es el inconsciente, que nos refiere la psicología.
A la vuelta de más de media vida, un buen día se levanta nuestro hombre o mujer exultante sintiendo cosquillas en el oído. Entonces adviene como de la nada aquella vieja información que parecía ya disuelta. Y medio en broma, nuestro hipocondríaco comienza a creer que tal vez… sea posible. No sabe de dónde viene la idea. Bueno, una simple escena, un momento que parecía condenado al olvido, una maldita anécdota. Durante toda una vida plagada de experiencias y asociaciones mentales, se habrán nutrido nuestros gusanos, habrán tomado distintas formas en los sueños.
Nadie recuerda haber conocido a ninguna persona con esa especie de infección gusanil en los oídos. Lo más cercano es haber contemplado en algún animal una de las salvajes infecciones que sufren en las heridas y los espantosos ataques de parásitos a las mismas. Quistes como melones. Garrapatas que asesinan formando montones que envenenan y chupan toda la sangre del pobre animal exhausto hasta la muerte. Pero, claro, esto solo ocurre en los animales, piensa nuestro sujeto. Recuerda, en el intento de pacificar la fantasía que empieza a desbordarse, que hay toda una rama muy seria de la ciencia que trata de ello. Alguna vez incluso hojeara un voluminoso tomo de un manual universitario de parasitología, lleno de espantosas fotografías, hasta cerrarlo casi desmayado de asco. Alguien también le cuenta otros casos raros, en distintas latitudes del planeta, y termina concluyendo que el número de parásitos acechantes a nuestro alrededor, como el de los estultos según el Qohelet, es infinito.
Ahora viene la segunda parte. Cuando tras comprobar que le pica el oído cada vez más, de un modo ascendente e imparable, razona que algo debe de haber, algo que crece dentro. La parte real de la metáfora del bicho de la película Alien. Y solo es cuestión de tiempo para que su memoria tire de los recuerdos perdidos y le sirva en bandeja el objeto ansiado.
Recuerda que el otro día, jugando con un perro, este le dio tres lametones en el rostro cerca de la oreja. Como plomo, le pesa y casi aplasta lo que advierten tanto los médicos y veterinarios: que jamás te dejes lamer por un perro, pues portan un sinfín de horrores dentro de los hocicos y en la baba. Pero, por ahora, todavía el demonio de la hipocondría cede, da tiempo. Le dice: “no es más que una otitis. Duele, pero será leve. Pasará en unos días”.
Pero para esto, Dios creó unos días muy largos. Cuando se dice nuestro hombre “es una simple otitis” resulta que sabe en el fondo que continúa persistiendo una extravagante posibilidad, algo impensable, una chaladura, porque, a ver, echemos mano de la probabilidad y los factores de riesgo racionalmente sopesados; es muy escasa la probabilidad de ser infectado por gusanos en el oído. Pero, nunca había sentido este cosquilleo por dentro en otros brotes de otitis, se responde. El picor persiste y aumenta por la noche. A veces se palpa lo que parece una leve inflamación y se atreve, tembloroso, a hurgar con un palillo por si… pero nada, lo que es verlo, no ha visto un solo gusano. Acaso porque solo se sienten y nunca salen, porque acechan y no es posible verlos pero están ahí, apelotonados. Si hacen cosquillas es que están comiéndote.
Te erosiona el entendimiento la sensación de portar en la intimidad del propio cuerpo algo inmundo, en lo que piensas todo el rato, mientras disimulas, un hecho imaginadoque se eleva como lo más real del universo. Sí, nuestro sujeto logra llevar una vida normal, pero a costa de sus nervios cada vez más afectados. Intenta lavarse, oler bien, vivir pulcramente, pero no se puede engañar acerca de la inmensa suciedad que esconde en su seno. Desde luego, trata de cuidar su higiene como si así limpiara mágicamente la mancha indeleble que palpita, como un chamán expulsando a los malos espíritus con pases rituales.
Imagínense a este hombre o mujer aterrado como si albergara un alien en las entrañas. Esta película le ayuda a imaginar y de algún modo encarna ese miedo, como he señalado más arriba. El cine ayuda bastante a forjar estos horrores. En el oído y en el cerebro. Entonces le asalta la imagen más desagradable que ha visto en su vida. Alguien que se quejaba de que le dolía la cabeza. Nadie le hacía caso, pero tenía razones reales para quejarse. Ya muerto constataron en la autopsia que tenía millones de razones que se contoneaban para que le doliera la cabeza. Cuando le extrajeron el cerebro lo comprobaron… y tú, hipocondriaco, viste la foto en Internet.
Es posible tener cualquier parte del cuerpo llena de lombrices. En los oídos, en particular, ha llegado a haber de todo. Hasta cucarachas. Los niños parecen atraer estos espantos especialmente. Hechos y datos objetivos que nuestro sufriente sujeto suma a este otro, muy real y verídico (pregúntenle a un médico si no es verdad): en cualquier consulta de atención primaria saben, aunque lo oculten, que resulta relativamente frecuente que a quien tiene lombrices en el aparato digestivo, estas pueden subirle por el esófago hasta llegar a despuntar fuera saliendo por las narices. Ellas suben y aunque el fenómeno no suponga gravedad, es muy desagradable y causa un gran impacto moral en el sujeto afectado, que en un minuto concentra los peores horrores vistos en el cine o en los malos sueños. Sí, es posible. Pueden habitar en la nariz y salir por ella.
Pero además pueden estar también en los ojos. El hipocondríaco las ve como fideos moviéndose en el fondo oscuro que miran los ojos tapados. Incluso pueden vivir incrustadas en los músculos, en los huesos… el anisaki, la tenia, la triquina. A veces hay que operar cortando quistes o partes del cuerpo; o, aun peor, nada puede contra ello la cirugía. Bien es cierto que a menudo son especies exóticas, pero quién dice que no haya otra especie que consiga pudrirte en vida aquí mismo, en la puerta de tu casa.
¡Los síntomas son solo los de una otitis! Se dice el sujeto con infinita pena, blandiendo el mandoble oxidado de su razón temblorosa contra la hipocondría. La batalla es atroz. No, se dice exultante, solo pueden habitar el oído hongos o bacterias. Se administra antibiótico en cuidadosas dosis y ya está… Pero, el hormigueo en el oído le sigue resultando inexplicable. No aparece como síntoma en el manual X, aunque algo señala el Y y no digamos el horror que ilustra y promete el Z. Internet llega a convertirse en su peor trago, la parada de los monstruos. Apenas echará cuenta de un humilde dato que ha leído, un dato al que no da importancia. Hay causas leves, intrascendentes para el picor interno en los oídos. Un simple eczema en la piel del oído interno y eso es todo. Por eso pica. Pero, ya casi dominado el miedo, a punto de irse a dormir, nuestro hombre descubre casualmente que sí es posible albergar una verdadera invasión… dentro del oído. Porque los siente. Acaba de enterarse de que una determinada especie de mosca pone sus huevos… en fin. Se suceden los argumentos y contraargumentos en retórica cascada. Mas, ¿y si resulta que nuestro hombre ha hecho un viaje reciente al trópico? Se dirá que su viaje fue hace más de una década, pero para advertir despavorido que algunas especies de parásitos se enquistan y esperan durante décadas, como también esperan eternas décadas ciertos gérmenes horribles y virus.
Entonces, sin resuello, con una pastosa sensación en la boca que prácticamente le impide hablar, toma por fin, echando valor, lo que ya ha decidido que será la última proeza de su vida. Morirá luchando. Toma como si fuera un zombi el teléfono y pide cita con tres otorrinolaringólogos, descartando a duras penas acudir a Urgencias. Espera los largos días creados por Dios para los hipocondríacos, hasta que llega el que siente como último día de felicidad en la Tierra; llega la travesía del desierto, el mal, la muerte con el temido diagnóstico.
Lo demás puede imaginarse. El médico examina. La prueba de audición, perfecta. Ahora observa directamente con la lente y se aparta con cansancio. Te lleva a la otra salita, te sienta, y te dice (a veces incluso te increpan) que en efecto, había un pequeño eczema sin importancia en la piel del oído interno, que puede eczemarse e irritarse como cualquier piel.
Era un eczema que se cura pronto y que es común. ¡Pero si lo había leído! No puede creérselo. De todos modos, respira aliviado para confesar al doctor o la doctora, como si fueran sus padres, que había llegado a pensar que tenía gusanos en el oído, qué idiotez, y se siente resucitar. Lo va a celebrar con una buena cena para acudir mañana a la iglesia a dar gracias al patrón de los imposibles. La doctora o doctor intentan disimular su odio y sonríen leve, paternal o maternalmente, e insiste en que nunca hay gusanos viviendo en el oído así por las buenas, que eso no existe. O solo hay una nimia probabilidad remotísima. Entonces nuestro sujeto se siente afortunado por no pertenecer a quienes toca en suerte la peor posibilidad. Se ha librado.
Detiene en la punta de la lengua la tentación de informar al médico que es un hecho probado que hay unas determinadas moscas en… que ponen huevos en el oído y las larvas te comen por dentro. Pero, con excelente criterio, cierra la boca… al doctor y a las moscas.
Solo es cuestión de tiempo que la tenebrosa desazón le envuelva de nuevo. Nuestro hombre o mujer descubrirá algo terrible en su cuerpo, algo que se agita como loco, con infinitas patas, con alas gigantescas…
Como colofón es preciso resaltar que esta pesadilla de la enfermedad imaginada, la hipocondría, jamás nos atormenta cuando nos afecta una enfermedad real grave. Porque nunca tuvo la hipocondría que ver con ninguna enfermedad real. Es un demonio que asedia solo cuando la enfermedad es imaginada y falsa.
Cuando la enfermedad sí llega de verdad, la enfermedad mortal, la situación que se había temido durante décadas, nuestro señor o señora soporta lúcida y valientemente la enfermedad, el dolor, la agonía e incluso la muerte reales. Entonces lo asume con serenidad y estoicismo ejemplares. No es ya el pathos de una imaginación nutrida por la manía de no parar de pensar. Así, nos dijo en cierta ocasión un dentista que quienes peor lo pasan en la consulta suelen ser policías y militares. Porque el miedo que es derrotado en el frente de guerra, donde el peligro es grande y real, el peligro que afronta quien pide estar en primera línea, el terror sojuzgado y dominado para llevar a cabo la peligrosa misión, ese miedo domeñado, irónicamente solo aflora para vencernos en los males imaginarios. Una de las numerosas paradojas del alma humana.
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Crónica de mis pesadillas (epílogo inesperado)
Marcos Santos Gómez
Con sinceridad, nunca he creído que esto pudiera ocurrir. Todo se ha precipitado en las últimas semanas. Yo mismo me había reído de ello, por muy serio y taciturno que ahora me muestre. Porque era impensable que sucediera. Somos tan ridículos que escribimos de heroísmo ignorando la verdad sobre la muerte, el hecho de que esta ocurre para nada, sin otro horizonte que el olvido.
Mas el oscuro presentimiento que apenas se nombra está fundado; la verdad de que la muerte pueda sobrevenir realmente. Es cierto que antes yo no lo veía así. Por mucho que pensaba en la muerte jamás me había visto en el concretísimo trance de toparme con ella, con algo inimaginablemente opaco, que nunca podremos entender, una nada terrible, inconcebible. Es esta posibilidad la que me hace entrechocar los dientes y crepitar los huesos mientras sufro. Tengo humanamente miedo y pienso que es razonable que un hombre programado para sentir miedo tenga miedo ante algo que no es algo, ante un algo en el que dejan de ser algo todos los algos y de lo que como mucho solo puede afirmarse que es viscoso. En fin, estoy muy nervioso y me tiembla todo el cuerpo. Me debato en este estado de ensueño en el que quiero creer que esto que está sucediendo no es cierto. Pero resulta que es cierto y me está pasando de verdad.
Cuando me detuvieron me dije que la peor de las ocurrencias que jamás tuve se hacía realidad, que lo que había pasado a otros, ahora me tocaba a mí, y que por fin llegó el momento de sufrirlo en carne propia. No se trata solo de morir, sino de morir así.
Hace una semana fui detenido. Yo lo había esperado toda mi vida, de hecho, ahora sé que, al mismo tiempo que no quería, sí había algo en mí que me hacía desear esto y que incluso lo provocó. Sin duda me lo he buscado. He tenido mucho miedo y a ratos me he aterrorizado. Otras veces he nadado en un mar que quietud. Cuando me sacaron de mi casa a rastras, obedecí a todo y apenas pude sino balbucir algunas palabras, con un raro mareo, como vértigo.
Me supe culpable desde el momento en que asumí una lucha que siendo solitaria, pretendía dirigirse al mundo. Los agentes me enseñaron su documentación y me pidieron que les acompañara. Tuve que dejar las cosas a medias y me angustiaba que fuera así, como sucedería en un incendio, tener que dejar en plena vulnerabilidad mis cosas y mis textos, la periódica actualización del blog y, sobre todo, mi numerosa biblioteca. Toda esta incertidumbre se manifestó en varios “pero… pero”, exclamados con garganta ronca, mientras alguno de ellos, cuya cara no pude apenas discernir por lo muy desconcertado que estaba, me ponía unas esposas. Era la primera vez en mi vida que me esposaban y puedo dar fe de la sensación de vulnerabilidad e impotencia que se siente con las esposas puestas. Uno queda reducido a nada. Temí que las apretaran demasiado y me lastimara la circulación, lo que intenté evitar rogándoles que las aflojaran. Resulta curioso que lo que mejor recuerdo de todo aquel nerviosismo e incredulidad fue la identificación de uno de ellos, de color vivamente amarillo. Parece que es el último color que se pierde cuando uno se vuelve ciego.
Al mismo tiempo yo había sabido, pero no quise encajar, que vendrían de verdad. Me había expuesto y tengo toda la culpa por haberlo hecho, cuando alegremente juraba que estaba dispuesto a cruzar el “punto de no retorno”, es decir, el momento en que tu huella en internet te puede comprometer gravemente en casos como el que ha acabado, asombrosamente, sucediendo. Así que razones, desde su punto de vista, sí había para mi detención, porque aunque jamás incité a cometer delito, mi actitud ha sido despectiva y desconsiderada.
Todo empezó hace unos tres años, cuando decidí arremeter con el problema de los desahucios. Eso me hace culpable, como digo, desde cierto punto de vista y el gobierno no carece de lógica al detenerme. Un gobierno que calificaría de pulcro, sistemático, de artesano del orden. Todo encaja y no puede achacársele falta de organización. Tenían que detenerme. En estos momentos sé valorar su consistencia como un añadido necesario a la vida humana, como un suelo imprescindible, como un engranaje de inercias que operan para evitar mayores molestias a los ciudadanos. Es cierto que hay abusos, pero son un mal menor, y he comprendido demasiado tarde esta necesidad racional. Así que estaba francamente equivocado, por culpa de la vieja universidad y los libros. Lo extraño de esta situación es que soy reo por haber faltado a un gobierno al que hoy amo; fatalmente tarde. Era mi paz. Me lo dieron todo para mi bienestar. Sí, digo bien, incluso después de las atrocidades vividas en la última semana. He concluido, por fin, que era peor el remedio que la enfermedad, que la sociedad debe estar enferma porque el hombre debe seguir enfermo.
No todo han sido sombras en estos días de arresto. Después de experimentar la reclusión, la desorientación, los interrogatorios, los golpes, he visto la amistad. Debo decir que esto es, dentro de lo que cabe y si no fuera por la certeza de la muerte, hasta cierto punto llevadero. Al principio intenté negociar, después del sobresalto inicial, de la ansiedad por dejar atrás mi casa, momento en que me decía a mí mismo que mantuviera la calma, lo cual no me fue posible cumplirlo. Insistía, con actitud razonable y frases cortas, claras, en mi inocencia o, digamos, en mi escasa y menor culpabilidad.
Una vez llegado al lugar de detención, mi reacción fue desternillante, es decir, me sobrevino una carcajada infinita junto a un franco deseo de bromear y de confesar todo con sinceridad, mirando con tristeza a los ojos de los agentes pero muerto de risa. En el lugar donde me han traído, un hombre metódico dijo paternal “¿Es que crees que esto es un juego?”. Y tenía razón, era una expresión llena de lógica ante mi risa disparatada y mis intentos de confraternización. Admito que actué con ligereza, sin la seriedad propia de la situación. Pero mis razones no cuentan. La cruda verdad es que he sido infiel a quienes me dieron de comer y el cobijo, los libros, la casa. Ahora, ya tarde, lo he visto en medio de mi desgarro, y lo que quisiera hacer con toda el alma es arañar el tiempo y recuperar mi vida inmaculada lejos de la lucha sin futuro, que en mi caso ha sido extraña y paradójica.
Tengo que admitir que todo ha salido mejor de lo que hubiera podido salir. Lo principal del interrogatorio ha sido el método, la forma de hablar, que, enseguida, se tornó conciliadora. Lo atribuí a una cara redonda y llena de paz que creí haber visto. Alguien estaba ayudándome. No sabía quién, pero estaba seguro de que en estas ocasiones muchos que participan lo hacen de mala gana y no dejan de manifestar sensibilidad, sobre todo en los primeros momentos de desconcierto nacional en el que cuesta reorganizar todo el aparato gubernamental. Yo insistía en manifestarme como soy realmente, bondadoso y humano, aunque me llovían golpes que hicieron que ahora me cueste abrir los ojos y por los que tengo la cara hinchada. Poco a poco me dije “esto es lo que se siente”, “esto es estar a punto de morir, esperar la muerte inminente”. Es decir, estaba sucediendo.
Se ve que he sido un afortunado en poder mantener esta lucidez hasta el final, aunque es cierto que no recuerdo exactamente quién es mi alma gemela, quien en medio de todo este fregado me está ayudando, la cara redonda. Por momentos he olvidado mi propio nombre, no sé si es de día o de noche, desconozco a qué lugares me han ido trasladando, nadie me ha informado sobre mi ordenador, mi casa, mi perro y mis libros, pero he sabido usar defensivamente el humor. Anteriormente la risa me había salvado y en estas singulares circunstancias he querido, también, partirme de risa. Pero ellos no han entendido mi alegría y mi franqueza, por lo que se sucedieron golpes en las costillas hasta tornarme de nuevo apesadumbrado y taciturno. De hecho, acabé aprendiendo que debía disimular mi risa ante ellos, sobre todo para no empeorar la situación de mi alma salvadora, del ser angelical lleno que se compromete por mí y ha permitido que dentro de lo malo, esto haya sido un poco más llevadero. Es esta misma alma bondadosa quien me ha prestado papel y un bolígrafo para poder culminar decentemente mi vida. Esto es un enorme privilegio, porque lo que suele suceder es que nadie te da tiempo a nada, que por definición, estas situaciones consisten en que te despojan en todos los sentidos de la dignidad y del favor de unas últimas palabras. Quizás sea esa alma caritativa que me ha dado los útiles para escribir la que en algún momento me ha dicho, porque creo que alguien me lo ha dicho, que me preparara para morir y que por no sé qué amistades, me permitía dejar un último testimonio que yo he pensado que debía ser un poema, apresurado pero hondo, real, sincero. El poema, una vez acabado, resplandecerá como mi testamento. Para siempre, aunque me consuma en el infierno.
¿Debo dejarme llevar? ¿Debo suplicar? He decidido no hacer esto último porque ya se ha manifestado que es inútil. Pero en una suerte de heroísmo he visto que debía morir como murieron muchos grandes hombres, con dignidad, sin rogar más veces por mi vida. De hecho, se muere una vez, y es para siempre, con lo que queda registrado, por así decirlo, cada acto que acometemos, paralizado, helado. El gesto final.
En esta hora definitiva sé que debo concentrarme en la inmortalidad. Se trata de dejar una huella quizás para nadie, pero dejarla. Mi corazón se abisma y puedo otra vez tomarme en serio la verdad y el destino, sin la ominosa carcajada que he estado profiriendo todo el rato. El problema es que resulta duro, absurdo y cruel verse así, con una culpabilidad a medias, o con la única culpabilidad de haber escogido una absurda militancia. Pero ahora se trata, como me ha informado mi ángel, de morir, y confieso que, igual que jamás habría creído seriamente que podía haber un estado de excepción como el de hoy, me ha costado y me sigue costando encajar que voy a esa opacidad que está más allá de los adjetivos que se usan para calificarla, donde uno ya se queda muerto para siempre. No puede decirse nada de ella, ni que es lúgubre, ni luctuosa, ni terrible. No importa lo que se diga.
He escrito “¡Oh universo que se precipita, yo te modulo!”. Es mi último mensaje, porque todo el poema debe concentrarse en un único verso, ya que no hay tiempo para más y me pegan, debe ser por tanto un aforismo que viva por mí, que permanezca para siempre. Por esto mismo, mi verso debe ahondar en la atmósfera hiriente, rasgando la materia. No se trata de hablar al universo, que después de todo no sabemos qué es, sino de seguir siendo hombre para siempre, por lo que corrijo mi verso y lo recompongo en este sentido: “Oh vida, oh muerte atroz, tú me modulas”. Creo que esta versión corresponde mejor a la realidad, pero todavía hay algo vago e impreciso. Así que recompongo una vez más mi verso como “Oh, universo, yo quise y quiero ahora”. Ignoro si alguien, una inteligencia extraterrestre, vería en estos términos siquiera mi sombra. Porque un cierto sucedáneo del gran testigo o la gran memoria serían las inteligencias extraterrestres para las cuales uno puede brillar en su singularidad. Así que ahora me dirijo a ellas: “Oh, extraterrestre, he brillado”. Pero recuerdo que también el sol está condenado a apagarse.
Me desespera comprobar que no sé qué debo escribir, y esto me lastima, me hace morir más insulsamente. La verdad es que no sé qué pensar, qué decir en mi último minuto. No he sabido nada, estoy pagando el precio de una prolongada estupidez, no me he aclarado jamás, no he sabido nada y lo que es peor, se me antoja que esto no vale para nada, que mi empeño de dejar un verso también es inútil. Sigo sin saber qué decir ni qué hacer ni qué pensar. Admito que es imposible legar nada incorruptible. Así que podría decirse que muero de manera que solo sobrevivirá este desconcierto, esta grave equivocación que ha sido mi vida acaso unos segundos más tras mi muerte. Y por mucho que quiero reírme a mandíbula batiente, ahora no puedo, esto es demasiado serio, de una gravedad que me supera.
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Marcos Santos Gómez
Sin conocerse en persona, los dos amigos habían contribuido a propagar por la Red el rumor de que algo esencial se estaba cociendo para el Viernes Santo; aunque la bola había crecido tanto que a esas alturas nadie en la comunidad de internautas, ni siquiera ellos, podía asegurar lo que iba a suceder. Se habían metido en este lío después que Bruno, hastiado y enfermo se enterara del evento al llegarle una invitación anónima con la clave para ingresar a una página web bastante peculiar. Aceptó porque, se dijo, no tenía mucho que perder. Incapacitado para trabajar, con brotes de dolor y malestar continuo, poco más podía hacer que entretenerse husmeando por Internet
El texto de la invitación, llegado por correo electrónico informaba de que para el Viernes Santo se proclamaría en Granada (escogida entre todas las ciudades del mundo) la nueva VERDAD. Le instaba a consultar en la página Web empleando la clave. La página on line tenía por título La mazmorra y a pesar de tener un nombre tan poco original, albergaba un contenido más que llamativo. Se decía en numerosos foros de Internet que ocultaba un mensaje en segunda línea. Se comentaba también que la clave de lo que había detrás podía estar del algún modo en el exaltado artículo firmado por un tal Mosca, que versaba sobre todos los demás artículos. El tono de Mosca tan pronto se elevaba a una sarta de palabras grandilocuentes, como tan pronto se rebajaba a una grotesca bacanal de maldiciones.
Lo que saltaba a primera vista en el sitio Web era la caótica colección de artículos en sí misma, abordando los temas más descabellados con las conclusiones más pintorescas. Todo parecía una burla que ocultaba algo. Pensándolo, los dos amigos (pues también Martin desde Irlanda logró una invitación para el extravagante club) se preguntaron si se trataba de una objeción en broma al empeño de justificar la verdad con argumentos. Martin, sentado a su mesita de trabajo, en su casa rural situada en medio de un apacible prado irlandés, en el condado de Galway del Oeste de la isla, fumaba su pipa de ébano. En la pequeña casa, que era casi una cabaña, había creado una atmósfera templada y confortable gracias al excelente fuego de un hogar alimentado con turba. Fuera, las ovejas se apelotonaban cerca de uno de los muros de piedras grises que dividían el paisaje. No muy lejos también, se alzaban unos enormes acantilados encarando insufribles atardeceres y brumas que hacían del cielo, el mar y la tierra una misma sustancia.
Tras observar el exterior por la ventanita, inmerso en una corta ensoñación, Martin escribió a Bruno para resaltar que las argumentaciones de la amalgama de artículos no podían ser más infalibles, el texto más riguroso ni los datos más evidentes. Sin embargo, señaló, todo apuntaba a una suerte de disparate. Podía leer los artículos en español gracias al español que había aprendido durante su estancia de investigación en Sinaloa, ciudad mexicana donde se había documentado sobre las formas de veneración a la muerte que se dan en las costumbres populares de la zona. En el trabajo de campo intentó describir la integración de lo macabro en el curso de la vida corriente y la convivencia entre vivos y muertos.
En cuanto a los contenidos de la Web, predominaban los artículos que de un modo u otro se oponían al “contubernio de la clase científica” que mermaría, venían a decir, el libre pensamiento y falseaban la VERDAD considerándola bajo la metáfora de la luz. De un modo u otro siempre desembocaban en esto. Era como si asumiendo las formas y métodos de la ciencia, quisieran derrumbar la ciencia. Como muestra de los ridículos asuntos abordados, podemos señalar aquí unos cuantos de ejemplo: un texto enfilaba la demostración de que Nueva York no existe y quienes creen vivir en ella o haberla conocido solo se refieren cándidamente a una pesadilla de prisa y furia. En otro se afirmaba que Yeltsin había sido un vampiro y que bebía la sangre guardada en los antiguos hospitales soviéticos y de ahí su constante borrachera. También se demostraba con datos y pruebas irrefutables que el hombre ha viajado seis veces a Marte donde ya existe una colonia humana capaz de mudar la piel como los lagartos. Por supuesto esto se oponía frontalmente a lo defendido por otra tanda de artículos ya muy manidos que versarían sobre la mentira de que el hombre haya pisado la luna. Uno de los más absurdos, pero de ilación impecable, concluía que el perro es una especie extraterrestre depositada en la cadena evolutiva de la Tierra para unirse a nosotros en simbiosis fatal y vigilarnos. Cualquiera conoce el gesto por el que nuestras mascotas nos tiran de los dobladillos de los pantalones impidiéndonos caminar libremente por el pasillo o cómo nos distraen ladrando y corriendo con frenesí entre butacas, sillas y mesas para Dios sabe qué propósitos terribles.
El más curioso de los artículos era el firmado por el tal Mosca, que instaba a participar de la VERDAD presente en todos los artículos pero no definida en ninguno en particular. Para Moscahabía algo profundo que subyacía en todos. Su artículo exploraba esto elevándose a un metanivel desde donde, como en una atalaya, se insistía en que sus temáticas y especulaciones se fundaban en esa VERDAD semioculta a la que cubrían con un velo no tanto para protegerla sino para crearla, señalarla y fundarla. Mosca insinuaba que el conjunto de los artículos subidos a La mazmorra componían esa conversación secreta en la que lo más importante era lo que se callaba, lo que no se decía o lo que solo se sugería. No había que creer en nada de lo que afirmaban, salvo en el hecho de que lo que decían era increíble.
Pero además comenzó a circular rápidamente que esa anti verdad, es decir, la VERDAD que se alza frente a la inverosímil verdad que se tuvo mucho tiempo por verdad, se revelaría en toda su gloria. La noticia la había difundido el propio Mosca al final de su artículo donde desvelaba que “toda luz es sombría” y que todo será no aclarado, sino oscurecido a partir del Viernes Santo, un Viernes Santo eterno que se avecinaba en la ciudad de Granada, cueva del Tronío, en el alto Sacromonte, al anochecer. Fue aquella frase la primera noticia que Bruno tuvo del evento, frase que le fue destacada por Martin en la conclusión del artículo de Mosca, pero que comenzó pronto a circular y resaltarse también por las redes sociales.
Los dos amigos habían acordado asistir juntos al evento, y así, conocerse en persona; pero no quedaba claroen qué consistiría realmente el evento. Se decía que se avecinaba un hundimiento o por lo menos una crisis de la verdad a favor de la VERDAD. Este personaje llamado Mosca parecía disponer de una panda de seguidores que llevaban meses proclamando el fin del mundo y tomando drogas de todo tipo. A veces el anuncio parecía una broma y en otros momentos se diría que se estaba cociendo algo terrible que debía tomarse muy en serio. Entre ambos polos habían oscilado los dos amigos, expectantes, sintiéndose bufones y a la vez sacerdotes de una horrenda herejía. En los foros se produjeron hilos de exaltados que desarrollaban problemas de álgebra desde el prisma de una matemática de lo sublime.
Bruno y Martin dieron trabajo a sus ordenadores en Galway y Granada para intentar enterarse de lo que había detrás de tal cúmulo de entusiastas. Sobre Mosca no se hallaba prácticamente nada ni en Internet ni fuera de Internet, aunque habían tratado de localizarlo, de hallar pistas en los foros; mas se cernía siempre una espesa niebla a su alrededor. Bruno era proclive a investigar, Martin reacio. Llegaron a dudar de su existencia, porque cuando se preguntaba a alguien que decía haberlo visto, siempre acababa confesando no haberlo conocido en persona, pero juraba que conocía a otra persona que sí lo había visto. No sacaron nada en claro. Finalmente, se lo imaginaron como un brujo con sombrero de cucurucho, túnica morada llena de pequeñas llamas pintadas y unas babuchas picudas.
Martin sugirió a Bruno que la VERDAD sublime que se anticipaba y prometía era de carácter evidentemente irracional y por tanto se trataba de algún tipo de éxtasis, tal como se venía anunciando. Un conocimiento pleno y más allá de lo racional, que habría de parecerse a la vivencia extática de los místicos. También podía afirmarse que las oblicuas alusiones a la VERDAD en términos entusiásticos la ubicaban en el terreno de una potente estética en la que lo bello domeñaba a lo lógico y a lo racional. Precisamente tanto Bruno como él habían tratado de definir en esos términos el éxtasis durante meses en una suerte de investigación que constituyó también una búsqueda espiritual. Martin sugirió a Bruno que este concepto informe que apuntaba a algo excelso y glorioso, santo y definitivo, se aproximaba al meollo del mensaje que se divulgaría sin rodeos el viernes. En algún pasaje de su artículo Moscaanunciaba que se encendería una sombra que humillaría toda luz. A una tenebrosa conclusión semejante habían llegado los dos amigos en sus investigaciones sobre la poesía.
Hallar la matemática exacta del éxtasis (que derribaría toda matemática) se había convertido meses atrás en la obsesión de ambos. Les pareció, aunque apenas habían leído poemas ni crítica literaria en toda su vida, al menos hasta este momento que estamos relatando, les pareció, decimos, que el arte sutil y lógicamente ilógico de la poesía había de ser el único camino en que podía definirse algo tan vago y excelso como el éxtasis. Por ello se propusieron analizar millones de poemas, empresa vana que solo los condujo a percatarse de que el éxtasis no se podía agotar en uno solo y único, por lo que el empeño de localizar el poema perfecto que expresara todo él resultaba vano e imposible. El éxtasis era poliédrico. La prueba era que nunca lograron discernir un poema de los poemas, lo que entendían como un primer poema.
Así que continuaron indagando durante un tiempo anterior a la irrupción de La Mazmorra y Mosca. Sus sospechas posteriores sobre la poesía y el sublime éxtasis llegaron al conocimiento de que lo que faltaba por decir en el poema era lo fundamental. El éxtasissería entonces como un pequeño gran salto. Es decir, era un metapoema no escrito, apenas sugerido por el propio poema con sus ausencias. El poema se limitaba a servir a ello anonadado y en medio de su impotencia.
Aun así, continuaron tratando de expresar el éxtasis por la vía humilde de señalarlo con dedo trémulo en su invisible plenitud. Habían vislumbrado que era justamente ese resto fantasmagórico donde habitaba aquello a lo que el poema se refería, como si su conclusión fuera que todo él no valiera y por tanto tuviera la necesidad de impugnarse a sí mismo. Algo así como si lo primero en importancia fuera lo último, pero por otro lado lo último fuera lo primero. A Bruno, adormecido por la morfina, se le ocurrió que así sucedía con The Doors, en especial con el tema Light my fire, en el que lo más importante, lo que de verdad emociona, lo sublime era el piano ácido de Ray Manzarek y no la propia canción interpretada por Jim Morrison. Este descubrimiento inició una cierta crisis y decadencia en ambos, que fueron cada vez adentrándose más en temas y lugares marginales.
En esta etapa, ya como socios de La mazmorra, Mosca comenzó adquiriendo una progresiva relevancia en la discusión sobre el éxtasis. En lo soterrado, lo entre líneas y lo marginal, como eran Mosca y su VERDAD, estaba la clave. El éxtasis empezó cada vez más a dejar de entenderse como algo luminoso para irse aproximando a una inquietante penumbra. Todo se iba vinculando con una sombría iluminación propia de un valle de lágrimas, dicho de otro modo, con un inacabable Viernes Santo.
Era ese lugar segundo de los ejércitos derrotados y de los perdedores en general el que poseía la llave del Reino de los Cielos, lo cual había sido anticipado por los Evangelios. Aunque para ellos esto fue interpretado según la idea de que en lo sucio estaba lo sublime y la de que en lo marginal residía un lirismo que se aproximaba a un éxtasis desencantado. Ahondaron más en sus pesquisas en torno a lo maldito y lo feo, tal como parecía ser Mosca. Maldito y feo.
Excavaron en el terreno de lo feo y el ripio, sugiriendo Martin a Bruno que tal vez todo poema estaba condenado a ser torcido vasallo no ya de la lucidez oscura, sino en un nivel de ausencia aun mayor, del sucio no decir, de un nivel soez como el de las tradiciones populares, las canciones, los romances de ciego y las letras de rap. No en la rima, ni en la prosa sino en el ripio residía lo fundamental. Ahí podía residir la clave, en lo grotesco de una literatura de la no literatura, en una anti literatura que abochornara a la literatura.
Enseguida sus estudios se centraron en algo perturbador. Creyeron en una cierta condición maligna del éxtasis. Éste residiría también en el untuoso mal, en la tiniebla. Bruno, con el acicate de Martin, se percató de que en el éxtasis había tanta luz como sombra, tanta perfección como imperfección; aún más, que había luz porque había tiniebla y que incluso en este sentido lo que hacía caminar al mundo era la sombra, la tiniebla que empezaban a vislumbrar como parte del éxtasis. Y aquí quedó en suspenso la larga disertación a dos voces.
Se emplazaron para conocerse en persona en la cueva El Tronio, del Sacromonte granadino. Tenían que encontrarse en aquello, inmersos fácticamente en la extática adoración que habría de crear y proclamar esa VERDAD en gran medida reñida con la razón, es decir, más cerca de pulsiones y oscuridades y más allá del placer y del dolor.
A Bruno le hubiera gustado reunirse antes del evento con Martin, pero este había cogido un vuelo de última hora y le propuso que quedaran directamente en los alrededores de El Tronío. Bruno había tomado una dosis de morfina para soportar el bullicio, el frío y su dolor; y allí lo vemos por fin, en el ansiado evento. Lo primero consistía en reunirse con Martin, quien le había indicado que lo vería fumando en una cara y elegante pipa de ébano.
Lo que se encontró Bruno no fue la tranquilidad reflexiva de Martin ni a Martin mismo, sino algo extraño. Nada más llegar, oyó gritar a una joven en medio de contorsiones: “El cruce de la vida con la muerte es el éxtasis y el éxtasis es la VERDAD”, clamó, y también que “Sólo importa el mundo, no nosotros”. Muchos exaltados como ella habían traído cruces de madera en las que se cruzaban las palabras “Vida- Muerte”. Llegó a gritar un joven tan aletargado como lleno de frenesí otra variante del lema (“todo es sexo y muerte”) acaso extraído de una película de Woody Allen, que ensalzaba también de manera provocativa el sexo y la muerte como lo único verdadero; pero que en realidad era una cita de Freud. Entre ardientes carcajadas un grupo ataviado con grotescas máscaras invocaban al corazón monstruoso del mundo, al ominoso dios deforme que babea en el centro de todo y que fabrica la sustancia del tiempo secretándola como un betún infame. Bruno, arrastrado por la corriente de lo que allí sucedía, urdía poemas sobre la noche, el dolor, la soledad y el extrarradio.
A El Tronío, encarnación física de La Mazmorra se presentaron muchos más de lo esperado, internautas llegados en furgones y hasta en varios autobuses y una multitud a pie en peregrinación, montando un escándalo de votos y ayes. Hay que aclarar para quien no lo sepa, que el Sacromonte es un barrio granadino que está en un monte donde se han excavado numerosas casas-cueva. Son lugares de dos o tres habitaciones. Algunas de las cuevas funcionan como bares e incluso se han convertido en discotecas y tablaos flamencos. El Tronío era una de ellas que había estado mucho tiempo cerrada hasta que apareció habitada de nuevo, convertida en un pub de morbosa atmósfera donde se decía que se desarrollaban ominosas bacanales.
Por supuesto, desde temprano, todos buscaban a Mosca. Mientras, muchos se besaban, otros sufrían espasmos y otros tantos sangraban por haberse fustigado las espaldas ejecutando una rara penitencia sin objeto alguno ni justificación. Por dar una idea del ambiente, dentro pero en gran parte fuera de la cueva, en los alrededores y casi por todo el monte ante el escándalo y el horror de los vecinos, podemos enumerar toda clase de "tribus": había góticos, siniestros, heavies, punkis pero sobre todo muchos individuos con bastante poco apego a la vida, y hasta gente peligrosa. Habían irrumpido también locos que deliraban sin saber ni siquiera quiénes eran ni sus propios nombres. Pero lo que predominaba era personas del montón, gente vulgar y corriente, que no llamaban la atención y se limitaban a esperar sus éxtasis en silencio y como alucinados. Otros imitaban a los giróvagos turcos dando vueltas sobre sí. Había muchos que también buscaron el éxtasis estallando con los más terribles palos del cante flamenco.
Así pues, Bruno fue el testigo absorto de la horrible encarnación de cuanto habían concluido a partir de sus investigaciones sobre éxtasis y verdad en la poesía. Allí se suponía que ocurría ese éxtasismismo, encarnado y visible, al que tanto habían aspirado. El colmo fue que en el clímax y el máximo arrebato, aparecieron personas desnudas y encadenadas, llenando todo de flores, sándalo e incienso en tal cantidad que hacía llorar los ojos.
Con el atardecer del Viernes de la muerte y del abandono se había ido apagando toda luz. Cuando el sol se puso definitivamente Bruno caminaba perdido, sin tener idea de en qué parte del monte se encontraba. Todo se hizo frío, penumbra y confusión de cuerpos en busca del calor de los cuerpos, formando montones dispersos de carne palpitante. En algún momento en la oscuridad se dio por vencido y descartó toda esperanza de encontrar a Martin. Tampoco aparecía el tal Mosca.
Ya bien entrados en la madrugada, se encendieron antorchas y se ejecutaron ululantes salmodias y mantras. En algún lugar, con la luz efímera de las antorchas se revelaron nuevas imágenes grotescas. Varios celebrantes empezaron a gritar que ellos eran Mosca y que la VERDAD era aquel mismo lugar, erigido en centro de todas las épocas. Los del cante flamenco seguían entonando un rumor de seguiriyas y antisaetas desesperadas.
Bruno no soportó más y decidió irse, lleno de hastío y asco.
Fue descendiendo de la cima, mirando el mundo que ya volvía a surgir en el amanecer. Todo era excelso, aunque falso. En el silencio y la plegaria, Bruno oyó una voz que le llamaba. Una voz de acento irlandés. Y al volverse vio que la persona dueña de esa voz plena y triste caminaba tras él, fumando una pipa de ébano. En cuanto Bruno se dio la vuelta reconoció a Martin. Ambos se abrazaron sin decir nada y, cuando apenas pudo pronunciar alguna palabra, Bruno balbuceó:
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- Me alegra verte, Martin.
Y Martin respondió pensativo:
- Muchos ignorarán que sus preciados días y placeres son conformados por un velo de dolor. Nuestro éxtasis vincula vida y muerte. Eso es todo.
- ¿Y Mosca?
- Cuando fumo tranquilamente mi pipa absorto en el paisaje de mis prados irlandeses y sus verdes colinas, soy Martin… pero si voy al meollo del asunto soy Mosca.