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Crónica de mis pesadillas (post scriptum)Marcos Santos Gómez
No podemos sino continuar nuestra penosa crónica de las pesadillas que nos atormentan, con un defecto atribuible a un exceso de la inteligencia, es decir, causado por la inercia del entendimiento que no puede detenerse y necesita proseguir en busca de más hechos de que ocuparse, tras haber agotado la realidad. Es esta misma inteligencia "creadora" e imaginativa quien debe fundarlos. Al menos, pienso que esto podría ser el germen de una teoría que explicase este nuevo horror hasta cierto punto voluntario: la hipondría, o combinación de imágenes que nos asedian a partir de nuestros miedos, pero que también obedecen al prurito de ocuparse en algo.
Un dato o sensación sobre el propio cuerpo, se agiganta y va invadiendo todo progresivamente: nuestro yo, nuestra ilusión, nuestros nervios, nuestras expectativas y esperanzas. El hecho inflado por nuestras proyecciones subjetivas, aunque se dé a partir de un dato objetivo, acaba presidiendo nuestro espíritu como una demoníaca deidad que nos posee muchos años e incluso hasta el final de la vida.
En realidad, detrás de esto ha de haber por fuerza un cierto vacío que busca llenarse. Resulta curioso que con un leve quiebro, con un simple cambio del enfoque, la ingente cantidad de horror y pena que arrastra esta maligna obsesión por la enfermedad que se denomina hipocondría, la agitación y la amargura que nos regala, cesen para convertirse en motivo de risa... hasta la próxima obsesión.
Contaré un caso curioso. Como siempre, comienza un día remoto de la infancia cuando alguien te cuenta que conoció a una persona que tenía gusanos en el oído. Puede haber sido un simple comentario de algún listillo de la clase; o haber sucedido de verdad. En cualquier caso, será algo que por supuesto la víctima de este mal del espíritu (como lo llamaría en bueno de Zweig), es decir, el hipocondriaco, nunca vio; tan solo lo ha imaginado. Tal vez ni siquiera recuerda exactamente lo que se dijo en relación con el caso. La idea impresionante quedó, no obstante, como en un sucio hatillo en la memoria. Pongamos un día de la infancia en que nuestro obsesivo hipocondriaco supo que se podían tener lombrices… en los oídos. Esta persona habrá vivido treinta o cuarenta años en que esto apenas afloró a la conciencia. Quedó en letargo, pero en incubación, latente, vivo, en ese órgano que es el inconsciente, que nos refiere la psicología.
A la vuelta de más de media vida, un buen día se levanta nuestro hombre o mujer exultante sintiendo cosquillas en el oído. Entonces adviene como de la nada aquella vieja información que parecía ya disuelta. Y medio en broma, nuestro hipocondríaco comienza a creer que tal vez… sea posible. No sabe de dónde viene la idea. Bueno, una simple escena, un momento que parecía condenado al olvido, una maldita anécdota. Durante toda una vida plagada de experiencias y asociaciones mentales, se habrán nutrido nuestros gusanos, habrán tomado distintas formas en los sueños.
Nadie recuerda haber conocido a ninguna persona con esa especie de infección gusanil en los oídos. Lo más cercano es haber contemplado en algún animal una de las salvajes infecciones que sufren en las heridas y los espantosos ataques de parásitos a las mismas. Quistes como melones. Garrapatas que asesinan formando montones que envenenan y chupan toda la sangre del pobre animal exhausto hasta la muerte. Pero, claro, esto solo ocurre en los animales, piensa nuestro sujeto. Recuerda, en el intento de pacificar la fantasía que empieza a desbordarse, que hay toda una rama muy seria de la ciencia que trata de ello. Alguna vez incluso hojeara un voluminoso tomo de un manual universitario de parasitología, lleno de espantosas fotografías, hasta cerrarlo casi desmayado de asco. Alguien también le cuenta otros casos raros, en distintas latitudes del planeta, y termina concluyendo que el número de parásitos acechantes a nuestro alrededor, como el de los estultos según el Qohelet, es infinito.
Ahora viene la segunda parte. Cuando tras comprobar que le pica el oído cada vez más, de un modo ascendente e imparable, razona que algo debe de haber, algo que crece dentro. La parte real de la metáfora del bicho de la película Alien. Y solo es cuestión de tiempo para que su memoria tire de los recuerdos perdidos y le sirva en bandeja el objeto ansiado.
Recuerda que el otro día, jugando con un perro, este le dio tres lametones en el rostro cerca de la oreja. Como plomo, le pesa y casi aplasta lo que advierten tanto los médicos y veterinarios: que jamás te dejes lamer por un perro, pues portan un sinfín de horrores dentro de los hocicos y en la baba. Pero, por ahora, todavía el demonio de la hipocondría cede, da tiempo. Le dice: “no es más que una otitis. Duele, pero será leve. Pasará en unos días”.
Pero para esto, Dios creó unos días muy largos. Cuando se dice nuestro hombre “es una simple otitis” resulta que sabe en el fondo que continúa persistiendo una extravagante posibilidad, algo impensable, una chaladura, porque, a ver, echemos mano de la probabilidad y los factores de riesgo racionalmente sopesados; es muy escasa la probabilidad de ser infectado por gusanos en el oído. Pero, nunca había sentido este cosquilleo por dentro en otros brotes de otitis, se responde. El picor persiste y aumenta por la noche. A veces se palpa lo que parece una leve inflamación y se atreve, tembloroso, a hurgar con un palillo por si… pero nada, lo que es verlo, no ha visto un solo gusano. Acaso porque solo se sienten y nunca salen, porque acechan y no es posible verlos pero están ahí, apelotonados. Si hacen cosquillas es que están comiéndote.
Te erosiona el entendimiento la sensación de portar en la intimidad del propio cuerpo algo inmundo, en lo que piensas todo el rato, mientras disimulas, un hecho imaginadoque se eleva como lo más real del universo. Sí, nuestro sujeto logra llevar una vida normal, pero a costa de sus nervios cada vez más afectados. Intenta lavarse, oler bien, vivir pulcramente, pero no se puede engañar acerca de la inmensa suciedad que esconde en su seno. Desde luego, trata de cuidar su higiene como si así limpiara mágicamente la mancha indeleble que palpita, como un chamán expulsando a los malos espíritus con pases rituales.
Imagínense a este hombre o mujer aterrado como si albergara un alien en las entrañas. Esta película le ayuda a imaginar y de algún modo encarna ese miedo, como he señalado más arriba. El cine ayuda bastante a forjar estos horrores. En el oído y en el cerebro. Entonces le asalta la imagen más desagradable que ha visto en su vida. Alguien que se quejaba de que le dolía la cabeza. Nadie le hacía caso, pero tenía razones reales para quejarse. Ya muerto constataron en la autopsia que tenía millones de razones que se contoneaban para que le doliera la cabeza. Cuando le extrajeron el cerebro lo comprobaron… y tú, hipocondriaco, viste la foto en Internet.
Es posible tener cualquier parte del cuerpo llena de lombrices. En los oídos, en particular, ha llegado a haber de todo. Hasta cucarachas. Los niños parecen atraer estos espantos especialmente. Hechos y datos objetivos que nuestro sufriente sujeto suma a este otro, muy real y verídico (pregúntenle a un médico si no es verdad): en cualquier consulta de atención primaria saben, aunque lo oculten, que resulta relativamente frecuente que a quien tiene lombrices en el aparato digestivo, estas pueden subirle por el esófago hasta llegar a despuntar fuera saliendo por las narices. Ellas suben y aunque el fenómeno no suponga gravedad, es muy desagradable y causa un gran impacto moral en el sujeto afectado, que en un minuto concentra los peores horrores vistos en el cine o en los malos sueños. Sí, es posible. Pueden habitar en la nariz y salir por ella.
Pero además pueden estar también en los ojos. El hipocondríaco las ve como fideos moviéndose en el fondo oscuro que miran los ojos tapados. Incluso pueden vivir incrustadas en los músculos, en los huesos… el anisaki, la tenia, la triquina. A veces hay que operar cortando quistes o partes del cuerpo; o, aun peor, nada puede contra ello la cirugía. Bien es cierto que a menudo son especies exóticas, pero quién dice que no haya otra especie que consiga pudrirte en vida aquí mismo, en la puerta de tu casa.
¡Los síntomas son solo los de una otitis! Se dice el sujeto con infinita pena, blandiendo el mandoble oxidado de su razón temblorosa contra la hipocondría. La batalla es atroz. No, se dice exultante, solo pueden habitar el oído hongos o bacterias. Se administra antibiótico en cuidadosas dosis y ya está… Pero, el hormigueo en el oído le sigue resultando inexplicable. No aparece como síntoma en el manual X, aunque algo señala el Y y no digamos el horror que ilustra y promete el Z. Internet llega a convertirse en su peor trago, la parada de los monstruos. Apenas echará cuenta de un humilde dato que ha leído, un dato al que no da importancia. Hay causas leves, intrascendentes para el picor interno en los oídos. Un simple eczema en la piel del oído interno y eso es todo. Por eso pica. Pero, ya casi dominado el miedo, a punto de irse a dormir, nuestro hombre descubre casualmente que sí es posible albergar una verdadera invasión… dentro del oído. Porque los siente. Acaba de enterarse de que una determinada especie de mosca pone sus huevos… en fin. Se suceden los argumentos y contraargumentos en retórica cascada. Mas, ¿y si resulta que nuestro hombre ha hecho un viaje reciente al trópico? Se dirá que su viaje fue hace más de una década, pero para advertir despavorido que algunas especies de parásitos se enquistan y esperan durante décadas, como también esperan eternas décadas ciertos gérmenes horribles y virus.
Entonces, sin resuello, con una pastosa sensación en la boca que prácticamente le impide hablar, toma por fin, echando valor, lo que ya ha decidido que será la última proeza de su vida. Morirá luchando. Toma como si fuera un zombi el teléfono y pide cita con tres otorrinolaringólogos, descartando a duras penas acudir a Urgencias. Espera los largos días creados por Dios para los hipocondríacos, hasta que llega el que siente como último día de felicidad en la Tierra; llega la travesía del desierto, el mal, la muerte con el temido diagnóstico.
Lo demás puede imaginarse. El médico examina. La prueba de audición, perfecta. Ahora observa directamente con la lente y se aparta con cansancio. Te lleva a la otra salita, te sienta, y te dice (a veces incluso te increpan) que en efecto, había un pequeño eczema sin importancia en la piel del oído interno, que puede eczemarse e irritarse como cualquier piel.
Era un eczema que se cura pronto y que es común. ¡Pero si lo había leído! No puede creérselo. De todos modos, respira aliviado para confesar al doctor o la doctora, como si fueran sus padres, que había llegado a pensar que tenía gusanos en el oído, qué idiotez, y se siente resucitar. Lo va a celebrar con una buena cena para acudir mañana a la iglesia a dar gracias al patrón de los imposibles. La doctora o doctor intentan disimular su odio y sonríen leve, paternal o maternalmente, e insiste en que nunca hay gusanos viviendo en el oído así por las buenas, que eso no existe. O solo hay una nimia probabilidad remotísima. Entonces nuestro sujeto se siente afortunado por no pertenecer a quienes toca en suerte la peor posibilidad. Se ha librado.
Detiene en la punta de la lengua la tentación de informar al médico que es un hecho probado que hay unas determinadas moscas en… que ponen huevos en el oído y las larvas te comen por dentro. Pero, con excelente criterio, cierra la boca… al doctor y a las moscas.
Solo es cuestión de tiempo que la tenebrosa desazón le envuelva de nuevo. Nuestro hombre o mujer descubrirá algo terrible en su cuerpo, algo que se agita como loco, con infinitas patas, con alas gigantescas…
Como colofón es preciso resaltar que esta pesadilla de la enfermedad imaginada, la hipocondría, jamás nos atormenta cuando nos afecta una enfermedad real grave. Porque nunca tuvo la hipocondría que ver con ninguna enfermedad real. Es un demonio que asedia solo cuando la enfermedad es imaginada y falsa.
Cuando la enfermedad sí llega de verdad, la enfermedad mortal, la situación que se había temido durante décadas, nuestro señor o señora soporta lúcida y valientemente la enfermedad, el dolor, la agonía e incluso la muerte reales. Entonces lo asume con serenidad y estoicismo ejemplares. No es ya el pathos de una imaginación nutrida por la manía de no parar de pensar. Así, nos dijo en cierta ocasión un dentista que quienes peor lo pasan en la consulta suelen ser policías y militares. Porque el miedo que es derrotado en el frente de guerra, donde el peligro es grande y real, el peligro que afronta quien pide estar en primera línea, el terror sojuzgado y dominado para llevar a cabo la peligrosa misión, ese miedo domeñado, irónicamente solo aflora para vencernos en los males imaginarios. Una de las numerosas paradojas del alma humana.