Belleza y crueldad
Marcos Santos Gómez
El magnetismo que irradian las grandes obras de arte, en la belleza más portentosa y sublime, uno siente, si le quedan palabras, que ha trascendido lo moral, el buen gusto, lo bonito y decorativo e incluso lo conmovedor. Difícil es confesar para quien tiene a la bondad y el amor como ideal, que en el ideal de lo bello no se halla bondad ni maldad. El flujo de esa belleza sublime desborda su objeto e irradia con un esplendor que es difícil rechazar pero, también, aceptar. Así, un puñado de lecturas recientes y casuales me lo han sugerido. En especial, porque hace un par de horas que lo he leído y aún agita mi mente un estremecedor soneto, horrible y magnífico, de Baudelaire, de Las flores del mal, que se me ha colado en esta tarde de sábado. Es el soneto XXXII, pero podría ser cualquiera de muchos de los poemas que lo acompañan en este libro terrible. En él, hay un halo inhumano, pérfido, cruel en los ojos de la avejentada prostituta inmune ya a tanto dolor, que irradia y capta al poeta desde sus fríos ojos no velados por las lágrimas. La belleza que mira y busca Baudelaire es belleza a contrapelo que se rescata del triste paseo por la modernidad.
Es exactamente esto lo que canta y exalta Alejandra Pizarnik en muchos poemas, la peligrosa belleza de la rosa que pulveriza los ojos que la miran. Algo premeditado y elegantemente diseñado por su pulcra y poética prosa en el relato La condesa sangrienta o la desesperación de su Diario que en sus primeras páginas he dejado de leer para darme un respiro y no ahogarme entre sus letras y noches. O los ángeles de Rilke. Estamos, pues, en la zona más sombría de lo bello.
Desde esta órbita de crueldad se me antoja escrita la tercera novela que he leído en algo más de una semana, de la escritora belga-japonesa Amélie Nothomb. Es la que la lanzó a la fama, la primera, la que en Estupor y temblores alude como un puñado de folios manuscritos inéditos. Con estupor y temblores, por cierto, ha de dirigirse el súbdito al emperador, un emperador que no es ya hombre, que en gran medida es irreal por muy de carne y hueso que sea, que apunta a un ámbito de perfección y sublimidad, donde se forjan las tormentas y los copos de nieve, donde se diseñan la flor del cerezo y el crisantemo, más allá de nuestro pobre alcance. Y es esta dimensión regia de donde emana algo que solo podemos recibir, en muchas ocasiones, con estupor y temblor.
Hilando lecturas, desde Amuleto de Bolaño y, en realidad, todo Bolaño (cuyo libro de escritos breves y ensayos titulado A la intemperie ando husmeando) a los relatos de espectros del Japón, su ritualizado e hierático teatro Noh e incluso el humor negro grotesco del siglo XX; a los ángeles de Rilke, pasando por la Pizarnik y Baudelaire, llegamos a la prosa de Nothomb que, si bien a años luz de estas experiencias estéticas (nos parece) sí es cierto que asume como leit motiv precisamente este carácter cruel y terrible en el arte. Higiene del asesino plantea una tensa relación del protagonista, un espantoso y odioso escritor cuyo cuerpo semeja el de una gran oruga pálida y pelada, que solo hace comer asquerosas combinaciones de grasas diversas y dulces, pero que ha ganado el premio Nobel. Su carácter es propio de abusador, de irrespetuoso monstruo que falta a la dignidad de los demás y que aniquila dialécticamente a cuatro periodistas que salen llorosos y espasmódicos de su encuentro con la bestia. Pero llega la horma de su zapato de la mano de una mujer aun más fría y cruel que lo va derrotando emocional y dialécticamente hasta hacer que se arrastre por el suelo y confiese un ominoso pasado que ha de culminar, necesariamente, con la muerte. Es un argumento horrible, son personajes odiosos pero lo que está en juego es la capacidad de la literatura y lo bello de situarse más allá de sus creadores y cultivadores. El arte puede emanar crueldad porque su lugar es más allá del bien y del mal, de toda discusión sobre moral y costumbres, de toda finalidad política; es decir, el arte es mito, está en el mismo lugar donde nos magnetizan los mitos y de hecho nos magnetiza de la misma manera. Esta cualidad hipnótica y resplandeciente de la belleza es a lo que las tramas de crueldad del hombre con el hombre que desarrolla la Nothomb, apuntan como propio de lo genuinamente bello. Es terrible e indeseable que sea así, pero es cierto que lo es.
Dos personajes se hacen todo el daño del mundo; Baudelaire pide a la decadente meretriz que logre derramar lágrimas en medio de un horror que adormece la pena y que esas lágrimas velen el fulgor gélidamente irresistible de sus pupilas blasfemas y pecaminosas; los ángeles de Rilke cuya mera contemplación puede insuflar muerte y locura; la rosa de la Pizarnik y su condesa sangrienta a las que uno cede más allá del pudor hasta aceptar que pueden existir objetos tan insufriblemente bellos como mortales. Todo ello, digo, para hallar algo hermoso en los tristes seres humanos, como el humor en la desesperación, como broma de la magia que nos torna esclavos de un ominoso ritual vudú. Es toda esta poética la que abusa de nosotros por poner la belleza donde no quisiéramos que estuviera. Pero el arte tiene que resistir a su manera, a su modo extramoral, dionisíaco, y solo en estos modos de la perversión y el delirio cabe imaginar lo que tontamente se creyera y se llamara “arte comprometido”.
Hace falta leer mucho más, mucho, pero mucho más, a Bolaño.