Reír y llorar
Marcos Santos Gómez
Según mis más recientes y rigurosas investigaciones, el hombre de Neanderthal tenía todos los atributos propios del hombre actual (homo sapiens sapiens), pero padecía una cierta traba o imposibilidad de desarrollarlos. Los homo sapiens neanderthalensis eran plenamente humanos, hombres cabales, mas condenados a serlo a medias, abocados a no poder expresarlo. Esto lo he podido comprobar yo mismo, cuando instruido por cierto relato del escritor irlandés Lord Dunsany, he, digamos, dado rienda suelta a mi espíritu. Es de mi particular método de investigación de lo que quiero hablar primero, para insistir en su pertinencia. Debo aclarar que he estado experimentando e instruyéndome durante varios meses, acaso ya un año entero.
Gracias a este método he visto en acción a los hombres de Neanderthal. Sin ir más lejos, el otro día. Me coloqué bien colocado ante un nutrido fuego de chimenea, quiero decir que me situé sabiamente dispuesto junto al fuego para evitar una peligrosa caída de la temperatura corporal, mientras oía tronar la noche y el invierno fuera de mi casita en Trevélez, en la cima de la Alpujarra granadina. Lo primero que hay que hacer es evitar que el cuerpo sufra en el proceso, situándose a la vera de un buen fuego, en caso de que se esté en la estación invernal. Además, antes del viaje me alimenté bien, bebí lo suficiente y, sobre todo, me metí entre pecho y espalda un gran pedazo de esa sutil esencia que desdobla cuerpo y alma y facilita el tránsito del espíritu con regocijante libertad por todos los tiempos y lugares. Es aquí donde interviene la sabiduría de Lord Dunsany, que recomienda este modo de viajar. Un modo espiritual. Porque de hecho, el espíritu es muy capaz de desarrollar otra vida aparte del cuerpo y ostentar su propio crecimiento. Vuela sin trabas. Aunque al principio puede sufrirse algún impacto, en especial, al coincidir con el espíritu de un amigo. Lo digo porque esto mismo me sucedió, no en esta última ocasión que quise consagrar a la ciencia, sino en otra anterior, con preliminares culinarios y enológicos. Y es que resulta que no es raro constatar que de un cuerpo joven, el del buen amigo y comensal que instantes antes brindaba con uno en la cena, parta un espíritu de horrenda decrepitud, como si hubiese estado escondido con todo su horror dentro de un cuerpo joven y hermoso. La razón es que el futuro de nuestro amigo será, sin duda, un futuro de depravación que todavía no se adivina en las bellas facciones juveniles. A no dudar, tocará fondo.
Así, ocurre que los candelabros, el fuego en la chimenea, la vajilla y cubiertos de plata fina, se han quedado atrás, junto con el cuerpo satisfecho y uno vive en su cuerpo espiritual, en un modo de estar donde otros no pueden verlo. Es una especie de desdoblamiento como el que dicen que ocurre al morir. Y es así, aunque a solas y ya sin este excelente contertulio y comensal cuyas comunes aventuras relataré en otra ocasión, como llevé a cabo la actividad científica a la que he comenzado a referirme. He debido extenderme un poco para precisar mis medios materiales e insistir en que lo que vi, lo vi realmente. Nadie ponga en duda la veracidad de mis observaciones, la potencia del elixir que lo facilita.
Fui flotando a un prado muy parecido a los prados modernos. Solo que estaban ellos. Por fin, los vi a ellos, mi máxima obsesión científica. Por supuesto no me veían. Lo primero que pude constatar fue la confirmación de dos graves interrogantes irresolubles hasta la fecha. Eran, como alguien había deducido, principalmente rubios pero tan variados en facciones y personalidades como cualquiera de nosotros. Lo más fundamental es la primicia que puedo propagar ahora, ya confirmada, de que eran capaces de hablar. No distinguí una sola palabra de su idioma, pero por su comportamiento era obvio deducir que se hallaban en constante conversación. Desde fuera se les veía como a hombres normales. En torno a una hoguera con una especie de mesitas hechas con piedras amontonadas donde habían depositado viandas, trozos de carne asada y un montoncito de lo que parecían moras o frambuesas. Su gesto al departir y masticar era de lo más normal y, observé, usaban vestidos magníficamente compuestos y cosidos, incluyendo excelentes botas de piel y lana. Incluso alrededor pululaban perros. Yo podía acudir para mirar desde todos los ángulos. La sensación es semejante a la que debe de sentir un ángel. Podía sobrevolar toda la escena, acercarme hasta escuchar su masticación y casi darles un beso.
Sin embargo, desde primera hora sentí que había algo raro. Entre sus expresiones había algunas que parecían quedarse a medio camino. Abrían las bocas hasta enseñar las muelas, en un conato de carcajada, pero algo misterioso se les resistía. Comprendí, tras observar un rato, que les resultaba imposible reírse. La risa es atributo del hombre. No hay otro animal que pueda reír y ellos ni lo hacían ni dejaban de hacerlo. Es, lo confieso, extraño de explicar. Reían, sí, a su manera.
Lo comprendí cuando vi que alguno se apartaba del resto y rodaba por la hierba. Lo hacían con total seriedad, sin gestos que lo acompañaran, con el rostro inmutable. De repente, tras escuchar las risibles palabras de otro, abandonaban el grupo y con el mismo gesto serio que eran incapaces de cambiar, rodaban y rodaban. Un ser humano, aparte de reír, habría dado palmetadas, gesticulado aparatosamente, acaso brincado. Incluso los monos lo hacen. Pero estos raros humanoides se limitaban a deshacer la formación rodando cada uno por su lado, varias veces, subiendo y bajando la leve cuestecilla que tenía el prado.
Cuando se cansaban volvían. Y yo sabía que se “reían” por algo gracioso que decía alguno. Se notaba algo, un deje particular en el tono, en la voz, una elocuente rapidez al proferir lo que parecían frases de sencilla sintaxis.
Imagine el lector que esto ocurriera entre nosotros. Serios, incluso adustos, ante un chiste de Chiquito, nos daríamos la espalda, o se la daríamos al televisor, para arrojarnos como muñecos de trapo al suelo y en posición de firmes, comenzar a rodar frenéticamente por el salón. Eso es reír para los hombres de Neanderthal.
En otros momentos vi que se apartaban y se ponían a mirar el horizonte, serios, sin venir mucho a cuento, incluso ayudándose con una mano puesta en la frente al modo de visera. Tras observarlos y meditar, me percaté de que así lloraban. Mirando resignados al infinito. Sin lágrimas.
Me ha supuesto una fuerte conmoción la experiencia de ver a una humanidad diferente, no menos humanidad, aunque con alguna importante imposibilidad como la de llorar o reír a nuestro modo. Me costó abandonar a tan singulares seres, inexpresivos y teatrales al mismo tiempo, pero el elixir de Lord Dunsany iba dejando de hacer su beneficio y yo me fui reencontrando con mi cuerpo, hasta entrar de nuevo en él. Por suerte esta vez no me había helado hasta casi la hipotermia como me pasara en un anterior viaje, pero sí me había chamuscado las cejas al haberme quedado en la posición de mirar el fuego de cerca, que, como es sabido, ejerce una antigua fascinación en el ser humano.
Los diferentes modos de expresar algo tan específicamente humano como son el llanto y la risa aportan una nueva comprensión del fenómeno y algunas notas sobre la esencia de la sociabilidad y el lenguaje. Se diría que los humanoides explotaban por no poder reír ni llorar. Su corazón iba por delante de su cuerpo. La pena con que se apartaban del interlocutor, dándole la espalda para mirar al infinito, sin que un ápice de lágrima o sollozos saliera de sus habituales canales, era, doy fe, más sobrecogedora y enigmática que lo son nuestra pena y nuestro llanto.