Los pájaros de Dios
Yo tenía apenas quince años en 1905 y era una joven optimista que vivía razonablemente bien su adolescencia, sin carecer de buenas amigas ni de oportunidades para realizarme en lo que ya más me gustaba: todo lo relacionado con la cultura. Leer no estaba vedado a las mujeres de familias con cierto alcance económico y al menos eso podía en gran medida satisfacerme, una vez abandonada la escuela. Siempre deseosa de aprender, tenía en mi tío Guillermo un valioso referente y cómplice para ir saboreando un vasto universo que abarcaba desde la lectura de clásicos latinos hasta las más abstrusas teorías científicas del momento. Los rayos X y la electricidad daban mucho de qué hablar y ya se escribían novelas de ficción sobre los más recientes adelantos tecnológicos, a medias entre lo razonable y lo inverosímil. Edison era para nosotros, en esa época, como un brujo que llegó a colaborar en la ideación y fabricación de la primera silla eléctrica utilizada para ejecutar a un hombre en Estados Unidos.
Los misterios del mundo, de las letras y de la filosofía eran por mí gratamente descubiertos y pronto compartidos con él. Y es natural que fuera así, pues se trataba de un hombre que vivía pegado a una suntuosa biblioteca personal que le ocupaba toda su casa, donde vivía solo. De él se decían excentricidades y yo misma recuerdo definiciones dichas por él un tanto estrambóticas en las que lo más corriente daba una suerte de giro, de manera que la perspectiva cambiaba, y entonces, fuera un objeto o una idea, aparecía como algo de distinto signo en la imaginación. Así, una vez le pregunté ingenuamente qué somos los seres humanos, y él dijo, no sé si en serio o en broma (es decir, que no puedo asegurar si aquella definición era de verdad o una simple chanza de mi tío), que los hombres somos los pájaros de Dios.
Estupefacta, le supliqué que se explicara y él dijo cerrando los ojos mientras, como ciego, señalaba vagamente los dudosos libros en los anaqueles de una de las paredes de su salón:
“Aquí tienes libros de historia. No historia para especialistas, que ni tú ni yo lo somos, sino buenos ensayos y manuales, o monografías cultas como la de Gibbon sobre el Imperio Romano, destinados a lectores que no han de ser necesariamente historiadores. Llevo toda mi vida leyendo esto. Cada libro añade algo, una nota a lo que se me insinúa como una coral más allá de lo bello y lo sublime, ante la que no se sabe si llorar o reír. Seguramente, si se escucha bien, uno haga ambas cosas. Pero los libros son remedos. Nosotros apenas podemos escuchar al hombre en los libros de historia. La historia suena como música a medias improvisada, a medias forzada y en gran medida producto de un azar de gloria y espanto. Yo, como ahora, a veces dejo el manual, el atlas o el volumen de la enciclopedia sobre la mesa y cierro los ojos. Puedo adivinar, entonces, con absoluta nitidez que lo que he leído compone una melodía, como un extraordinario gorjeo o trinos de pájaros al atardecer. Y al atardecer es cuando Dios baja a tomar el fresco en su Creación. Entonces nos escucha. Pues es nuestra música lo que goza Aquel que puede escucharnos más allá de las sombras. Le hacemos sentir en su rapto la misericordia más tierna, la exaltación más desaforada y el horror más abominable. Somos todo eso para Dios, al atardecer. Pájaros de Dios que componen una sinfonía secreta que solo Él puede distinguir, como la vieja música de las esferas, y que a cualquiera de nosotros nos despedazaría si tan solo oyéramos unos pocos compases. No resistiríamos nuestra propia música. Pero la hacemos y saludamos, con él, a los días y también los despedimos en el crepúsculo que ya dura algunos miles de años, a punto de terminar todo, pero sin terminarse nunca”.
Consolación Márquez, Recuerdos de mi tío Guillermo, Montevideo, 1951