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El café de Ocata
Lo educativamente importante ya no es inculcar un saber, sino enseñarle al alumno un saber-hacer. La teoría, la especulación, la curiosidad pura, aquel afán prometeico del saber por el saber “que es el que al hombre lo ilustra / más que otro alguno”, en palabras de Calderón… todo esto ha perdido valor pedagógico a medida que la pedagogía se nos ha ido haciendo antiintelectualista. Me temo que buena parte de las matemáticas –por poner sólo un ejemplo- no superarían el filtro de la competencia.
Al centralizar la acción en el saber práctico, se ha potenciado también una organización de la actividad escolar de manera transversal y multidisciplinar. Los pomposamente llamados “ejes competenciales” están desplazando a las venerables asignaturas o disciplinas, cuyo nombre, por cierto, designaba a la vez lo que ha de ser aprendido y lo que permite aprender. Pero no debemos hacer mucho caso a los docentes excéntricos que consideran pedagógicamente más valioso un curso de lavandería (por considerarlo tremendamente interdisciplinar) que de zoología. Nos pueden alegar -ya lo han hecho- que la zoología sólo trata de cosas naturales, mientras la lavandería tiene que ver con hechos y relaciones sociales. Pero los alumnos que estudian zoología, a la vez que van adquiriendo competencias para el trato con los diferentes seres vivos, están aprendiendo los principios de una ciencia y van conquistando las virtudes intelectuales a las que Aristóteles daba el nombre de virtudes dianoéticas, virtudes que solo se pueden alcanzar mediante el contacto directo con la ciencia.
Hay un cierto papanatismo en este giro competencial, porque cuando el conocimiento, sin adjetivos, era lo relevante en la escuela, los buenos maestros nunca se olvidaron de las competencias, pero las trabajaban sin necesidad de poner de manifiesto ninguna reticencia contra la teoría.
El Secretario de Educación del gobierno conservador británico, Michael Grove, criticó repetidamente la expansión de los estudios "blandos" (soft), menos académicos y rigurosos que las materias tradicionales que, a su juicio, fue fomentado por los laboristas. Según Grove, los laboristas han traicionado toda una generación al permitir que miles de alumnos eligieran materias de estudio de un interés muy relativo y de una exigencia mínima. Esta crítica no pasaría de ser un rifirrafe entre políticos si las palabras de Grove no hubieran coincidido en el tiempo con la revelación de que las principales universidades británicas (Oxford, Cambridge y otras 18 universidades relevantes) prefieren los alumnos que han centrado su escolarización en las materias tradicionales. Si un aspirante a estas universidades no justifica un buen nivel de conocimientos en al menos dos materias académicas tradicionales, como las matemáticas, inglés, geografía, historia, ciencias y/o una lengua clásica o moderna, es mejor que vaya a llamar a otra puerta.
David McClelland es considerado el impulsor del movimiento competencial gracias a su artículo Testing for competence rather than for intelligence, de 1973, en el que puso de manifiesto de manera muy convincente los límites de los tests tradicionales de evaluación de la inteligencia, que eran entonces de uso común en las aulas, pero que mostraban una capacidad predictiva tan reducida que era imposible hacerse, a partir de ellas, una idea concreta de la evolución de un alumno y su futuro profesional. Los tests de aptitudes parecían mostrar mucha más capacidad predictiva. De este modo dio forma a un concepto de inteligencia como la excelencia en la resolución de determinadas funciones profesionales que ganó inmediatamente la atención de los psicólogos. Para que este proyecto tuviera éxito era imprescindible, en primer lugar, identificar nítidamente las virtudes propias de cada puesto de trabajo o, dicho en el vocabulario de McClelland, las competencias específicas. Pero McClelland se dio cuenta pronto de que -como ya había visto Aristóteles- las competencias no se pueden definir a priori. Hay que verlas en funcionamiento. Del mismo modo que el buen pianista sólo es reconocible interpretando música de manera virtuosa, la competencia de, por ejemplo, un director general, debe buscarse en la práctica de los mejores directores generales. La conclusión es, entonces, clara: el niño es competente en potencia y por lo tanto, no sabemos si es competente.
En su origen, las competencias fueron concebidas como puntos de contacto y articulación entre el mundo educativo y el laboral. En este sentido, por ejemplo, el Departamento de Educación y Trabajo de los Estados Unidos creó la Secretary's Commission on Achieving Necessary Skills (SCANS) para definir las competencias y capacidades que los trabajadores debían poseer para encontrar trabajo en el mundo actual. Los resultados se publicaron en un estudio titulado What Work Requires of Schools: A SCANS Report for America 2000, que contenía un listado muy complejo de competencias profesionales.
Si nos tomamos en serio las competencias y no nos hacemos trampas a nosotros mismos, tenemos que aceptar que cuanta más relevancia les otorguemos, más importancia adquirirán los modelos de referencia (las personas competentes) y, en consecuencia, más nítidamente se nos pondrá de manifiesto lo que Sennett llama el “fantasma de la inutilidad”, es decir, el incompetente. Pero a la escuela posmoderna le gustaría no tener que pensar en perdedores, que todos los alumnos fueran ganadores, para poder mantener así intactas sus buenas y edulcoradas intenciones. Si eso es lo que pretende, no debería tomar el camino de las competencias.
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El café de Ocata
Hasta ahora, por lo visto, nuestros alumnos eran incompetentes. Ahora los profesores trabajarán competencias y dentro de cuatro días ya serán competentes. ¿Se trata de ésto, verdad?
No estoy seguro...
En realidad no hay competencias, sino personas competentes, que son los referentes de quienes quieren incrementar sus destrezas. Pero nosotros queremos hacer a todos competentes enseñando competencias. Pobre Aristóteles, ¡si levantara la cabeza!
Cuando yo estudiaba magisterio, allá por los años setenta, me enseñaron la taxonomía de Bloom, que no es otra cosa que un despliegue de las dimensiones del saber. Saber una cosa, decía Bloom, es en primer lugar tener conocimientos sobre ella y, además, comprender esos conocimientos, estar en condiciones de aplicarlos, analizarlos y sintetizarlos y, por último, ser capaz de autoevaluar lo que sabemos. Ahora nos dicen que saber es saber aplicar, y punto, y a esta reducción tan notable del campo del conocimiento la llaman progreso pedagógico.
Una profesora intentaba hoy mismo en un diario digital explicar qué es una competencia. Según ella, saber comentar un texto no es saber la fecha en que fue escrito. Yo he pensado inmediatamente que si no sabemos cuándo fue escrito, no sabemos comentarlo. En un segundo ejemplo decía: "es más importante saber utilizar una norma ortográfica que saberla de memoria". Según este criterio, somos competentes cuando sabemos usar algo sin saber por qué, tal como -dicen- les ocurre a los poetas arrebatados por las musas. Claro que nunca se ha oído hablar de una musa de la ortografía y mucho me temo que, de existir, sería preciso ponerle un bozal. Por último esta profesora recurría al argumento (algún nombre hemos de darle) más de moda: "En el mundo que se acerca es mucho más importante saber buscar la información que tenerla almacenada en el cerebro, porque la información que ayer era válida mañana habrá sido actualizada y ya no servirá de nada (¿de qué me sirve hoy a mí saberme las capitales de Europa?)". Aquí ya me doy por vencido. Si lo que es valioso es buscar información sin conocimientos previos que nos permitan evaluar la relevancia de lo que encontramos y si saber las capitales de Europa es un lujo inútil, me rindo. Los pedagogistas han ganado. Pero me paso a la resistencia. ¿Alguien se apunta?