Me paso el día colgado al teléfono, intentando contactar con mujeres que pudieron conocer, directa o indirectamente, a Carmen Brufau o a Lena Imbert. En la inmensa mayoría de los casos me encuentro con viejecitas muy correosas con una memoria de pedernal, a las que en cuanto les arrancas una chispa, te ofrecen una acogida generosa. Una de ellas me cuenta que sigue yendo a las manifestaciones, a sus 99 años, pero que como apenas puede andar, se manifiesta en taxi. Otra me habla de los signos de los tiempos y de que son las condiciones históricas las que hacen a los hombres y no los hombres a la historia, y ahora las masas vuelven a despertar y se siente feliz porque ve sus ideas de juventud confirmadas en la protesta nuestra de cada día, que la historia nos vuelve entregar. Suelen tener muchas ganas de hablar, aunque no necesariamente de lo que yo querría escuchar, y yo las escucho embobado. Varias insisten en que las heridas más grandes, que aún sangran en la memoria, han sido las producidas por la saña del fuego amigo, de los camaradas y sus navajazos a la sombra de la revolución postergada. A una le comento la muerte solitaria en México de Carmen Brufau, al margen de la emigración y de los miembros de su partido. "Son muchos los abandonados que murieron solos", me dice, y me cuenta una historia terrible. Son mujeres muy cultas, muchas de ellas magníficas traductoras del ruso al español, que mantienen, y eso es lo que más me sorprende, una gran firmeza en la voz. A alguna de ellas la he vuelto a llamar sólo por volver a escucharla. En más de un caso, cuando pregunto por la persona que me interesa, una voz más joven me contesta al otro lado que murió recientemente. En un país más generoso que el nuestro a estas mujeres las tendríamos mantenidas de por vida en el Pritaneo, ese edificio que los atenienses reservaban para los que habían rendido grandes servicios a la Patria. En el nuestro están desapareciendo anónimamente, llevándose a la tumba jirones irrecuperables de nuestra memoria colectiva.