Las dos grandes novelas filosóficas son, a modo de ver, Moby Dick, de Herman Melville, y El hombre sin atributos, de Robert Musil, aunque no sé si esta última es exactamente una novela. Pero tampoco sé que es eso otro que podría ser. En cualquier caso he decidido volver a leer ambas comenzando por la segunda. Y me he impuesto un ritmo lento, de demoras y retrocesos. Si en Moby Dick lo que ronda al capitán Ahab es el absoluto, en Musil el absoluto se ha convertido en decoración.
Voy en la página 200 de El hombre sin atributos y en cada página descubro aromas nuevos, que hasta ahora me habían pasado desapercibidos. Estoy leyendo este libro como un ensayo filosófico, subrayando y apuntando cosas por los márgenes. No es que me haya impuesto hacerlo así, sino que, simplemente, estoy descubriendo que lo leo si.
Todo lo que sustancialmente se puede decir sobre nuestro tiempo - un tiempo en que "sólo los criminales se atreven a hacer daño a los demás hombres sin filosofar"- está aquí. Está tratado con una ironía que con frecuencia resulta dolorosa, porque uno no puede por menos de descubrirse a sí mismo como la diana de las puyas de Musil, y que deja un fondo de desasosiego que va aumentando su poso con cada página.