Vengo de un funeral que se ha cerrado con el canto religioso y solemne de La internacional. Como ocurre con las oraciones del cristianismo me ha parecido que la mayoría de los presentes ni se sabían la letra de lo que tarareaban a medias ni se sentían cómodos interpretando la liturgia del puño izquierdo alzado. Estamos olvidando las plegarias de nuestros padres, aquellas oraciones que rezaban con el máximo recogimiento para darse valor en los momentos en que la vida se pone cuesta arriba.
La vida sigue poniéndose caprichosamente cuesta arriba. Pero si ya no rezamos es porque estamos muy entrenados en el arte de distraernos.
Del difunto se ha dicho lo necesario: que era bueno. Entendámonos: que era bueno de acuerdo con lo que los congregados entienden por bondad. Pero bueno, al fin. Nadie diría de un difunto en su funeral que era una mala persona. Y en torno a las cenizas de la bondad, hemos rezado. O, al menos, hemos convocado a las oraciones de rigor.
Añado algo de suma importancia, para no herir a nadie: Todo lo que he sentido en el funeral me ha parecido sincero, emotivo y entrañable. Y creo, por todo lo que sé, que el difunto era alguien realmente excepcional. Lo que hay aquí no es una crónica de un funeral concreto, sino un intento de reflexionar sobre las despedidas.