Chesterton afirma que una de las características de nuestro presente educativo es la extraña convivencia de escepticismo respecto al valor de la filosofía y de dogmatismo respecto al valor de la educación. Ocurre así que cuanto más desconfiamos del valor de la primera, más seguros parece que estamos del de la segunda. Pero esto traducido al lenguaje corriente significaría que cuantas más dudas tenemos sobre la existencia de la verdad, más seguros estamos de que hay que enseñarles algo verdadero a las nuevas generaciones. A Chesterton no se le ocurre pensar que pueda haber alguien defendiendo -al menos a cara descubierta- que el objeto de la educación sea la transmisión de algo no verdadero.
Chesterton se muestra a veces demasiado ingenuo.
El hecho es que la pedagogía posmoderna no tiene reparo alguno en defender que la verdad es una construcción. Si para la escuela antigua la educación era la verdad común en estado de transmisión, para la pedagogía posmoderna es la opinión del alumno en estado de construcción. De ahí las críticas de la pedagogía moderna a la transmisión. No puede ser de otra manera, dado que no puede transmitir lo que se niega a poseer.
Sin embargo, la conclusión de Chesterton se mantiene en pie y de forma cada vez más paradójica: cuanto más tenue es nuestra fe en la doctrina, más estentórea es nuestra fe en los doctores. Es decir: cuanto más criticamos la transmisión, más echamos la culpa a los docentes de la inconsistencia de las construcciones de nuestros alumnos.