Me llamó hace unos días una periodista muy escandalizada. Quería conocer mi opinión sobre el famoso vídeo en el que una niña le pega una paliza a otra ante la impasibilidad de sus compañeros. En realidad, como comprobé enseguida, no quería conocer mi opinión sino constatar que mi opinión coincidía con la suya. "Lo que me resulta más incomprensible", me dijo con el tono propio de quien se está rasgando las vestiduras, "es que unos adolescentes se muestren tan inhumanos que graben todo y después lo cuelguen en Internet, como si fuera lo más normal". "Pues no comprendo tu escándalo", le dije. La buena mujer que esperaba, como la cosa más natural del mundo, que los dos nos hermanáramos en una vomitera de indignación moral, se quedó perpleja. "Estoy seguro de que en la web de tu diario ya habéis colgado el vídeo". Efectivamente, así era.
La indignación moral es la pseudovirtud que encuentra más noble el vómito que el apetito. Eso sí, es muy gratificante, porque, por lo visto, cuanto mayor es la ineficiente capacidad de escándalo de una persona, más buena se cree. Y para dejar constancia del escándalo somos capaces de hacer exactamente aquello que criticamos.