El viernes tengo que hablar del
Banquete de Platón en el entrañable
Círculo Filosófico Soriano. Poseo varias ediciones del diálogo y todas tienen los márgenes repletos de anotaciones cogidas al vuelo. Pero para no dejarme guiar por ellas, sino por el texto original, me he comprado una magnífica edición bilingüe de
Les Belles Lettres con prefacio de George Steiner (9€) y voy de uno a otro libro constatando cómo ha ido variando mi comprensión el texto. Pero como me pasa siempre, descubro que aunque casi todas mis anotaciones son de una ingenuidad de neófito, han tenido la virtud de preparar la que en cada caso es la lectura presente. Esta vez estoy disfrutando de lo lindo con la introducción y los diálogos de Fedro y de Pausanias -acabo de comenzar el discurso del médico Erixímaco, que habla en lugar de Aristófanes, aquejado de un súbito ataque de hipo. A medida que voy aprendiendo a ser más fiel a la superficie del texto, voy entendiendo mejor a Platón y, en consecuencia, captando con más finura su enorme, voraz y despiadada mala leche. Hablamos mucho de la ironía de Sócrates, pero aquí el auténtico irónico, el que domina todos los registros de la ironía, desde la broma procaz hasta el humor negro, es el genial Platón. El
Banquete es uno de los grandes libros de nuestra cultura y, sin duda, uno de los que más ha contribuido a educar nuestra sensibilidad. Pero ocurre que no hay una manera canónica de entenderlo… aunque sí hay maneras canónicas de no entenderlo. El
Banquete nos dice lo que es bueno que sepamos del amor… pero no solamente eso: nos dice también por qué es bueno que sepamos lo bueno del amor. Pero quien nos lo dice sabe algo más. Y eso que sabe… también nos lo dice. Pero para entenderlo hay que librarse del acaramelamiento de lo que es bueno que sepamos sobre el amor.