Ahora que está de moda -es decir, de paso- la Transición, todo el mundo luce algún brote reverdecido de su memoria. Yo también. El mío tiene una fecha exacta: la tarde del 24 de enero de 1977. La noticia del asesinato de los abogados laboralistas de la Calle de Atocha había dejado a mis compañeros universitarios paralizados, pero a mi me hervía la sangre y no me resignaba a hacer oposición de corrillos en el bar de la facultad. Encontré a uno -sólo a uno- dispuesto a ponerle un crespón negro a una bandera republicana y salir a la calle. Pero en la calle no había nadie y nos metimos en el metro esperando fundir en los subterráneos de Barcelona nuestra indignación con la gran indignación colectiva. Pronto nos dimos cuenta de que estorbábamos. La gente se alejaba de nosotros, dejando un cinturón de seguridad a nuestro alrededor, como si estuviésemos apestados. ¿Lo estábamos? Solamente un anciano alzó el puño a nuestro paso en la parada de Urquinaona. Y eso fue todo. Así que cansados de ser una presencia molesta, recogimos la bandera y nos fuimos a beber cervezas.
Aquel fue el primer día del resto de mi vida. Aquel día se abrió mi transición.