Ernest Thompson Seton dijo, con sobrados motivos, que "no había conocido nunca, ni en la realidad ni en la ficción, un hombre más egoísta que su padre".
Juzguen ustedes:
El día que Ernest alcanzó su mayoría de edad -allá por el año 1881-, su padre lo llamó a su despacho, cogió un enorme libro de un estante y le mostró todos los gastos que había hecho por él a lo largo de su vida. Todo estaba minuciosamente registrado: la cantidad, el motivo y la fecha. El total ascendía a 537,50 dólares. "Hasta ahora", le dijo, "no te he querido cargar ningún interés, pero a partir de hoy me parece razonable cargarte un 6% anual. Evidentemente, me alegraré mucho si saldas la deuda lo antes posible".
El pobre Ernest se quedó como es fácil imaginarse. Sin saber qué decir, salió del despacho, pero tuvo tiempo de oír las últimas palabras de su progenitor: "Dios te bendiga, hijo mío. Estoy seguro que nunca a olvidarás la deuda que tienes contraída con tu padre, que es para tí el representante de Dios en la tierra".
Seton no volvió a hablar con su padre. En cuanto pudo, saldó su deuda.