Hacía frío en Madrid. O al menos hacía ese frío que los forasteros que llegamos a Madrid llamamos frío y que a los madrileños parece importarles un comino. A las 11 tenía concedida Kristol la primera entrevista y yo corría por la estación de Atocha, porque quería acompañarlo... me parecía un gesto de cortesía elemental, porque difícilmente podremos corresponder a la generosidad con que William Kristol respondió a mi invitación. También hay que decir que accedí a él a través de la hija de Leo Strauss, Jenny, cosa que, sin duda, contribuyó a que todo se desarrollara con facilidad.
Se ha presentado puntual. Ha estado unos días por Andalucía, visitando Granada y Córdoba, "cuna -me ha dicho, por este orden- de Maimónides, Averroes y Séneca", y traía aún en los ojos la fascinación de La Alhambra. Ha respondido extensamente, con cordialidad y humor a las preguntas de tres periodistas, uno detrás de otro, y todos ellos han salido tan satisfecho porque el neocón no solamente no se les ha comido el móvil sino que además ha estado tan amable...
Al terminar lo he acompañado a la salida del edificio de Caixaforum. Me ha dado la mano y me ha dicho "Hasta la tarde, Greg". Y yo he pensado en cuando comencé a interesarme por su padre y por su madre y por el resto de los neoconservadores, con la sospecha de que si merecían tantas caricaturas y tantas risas a este lado del Atlántico, lo que decían tenía que ser, a la fuerza, interesante.
Esta tarde a las 7:30 estaré sentado a su lado mientras habla sobre las raíces filosóficas de la política norteamericana. Lamentablemente mi presentación tendrá que ser corta, porque él es la estrella. No nos ha entregado su conferencia. Nos ha asegurado que él no escribe sus conferencias. Ya sabe lo que tiene que decir y sabe cómo decirlo.
Tras despedirme de él me he ido a comer un bocata de calamares, para celebrar que, quien la sigue, la consigue.