Artículo en El Periódico de Cataluña:
No me gusta la etiqueta “literatura infantil y juvenil”. Simplemente hay buena o mala literatura y hay muy buena literatura accesible a los niños. Una literatura sólo para niños o para jóvenes me parece demasiado limitada para ser buena. De lo que no tengo duda es de que la literatura infantil y juvenil es un fenómeno comercial equiparable al de los libros de autoayuda, de los que con frecuencia, por cierto, resulta indistinguible.
Tampoco creo ni en los beneficios de cualquier tipo de lectura ni en que cualquier libro tenga por sí mismo poderes culturales taumatúrgicos. Hay pésima literatura que es más perjudicial para los niños que la bollería industrial que no dejamos entrar en las escuelas.
Así como existe el fast-food, existe el fast-book. No es literatura, pero entretiene. En vez de grasas, lleva moralina cursi y propaganda de la corrección política. Es a la literatura lo que el chicle a la gastronomía. No lleva descripciones, ni palabras difíciles, ni hechos complejos, y, por no haber, no hay ni subjuntivos ni subordinadas. Del fast-book está excluido todo lo que pueda confundirse con una provocación literaria. Todo en él ha de ser fácilmente masticable y cómodamente digerible. Su modelo es Spielberg, no Verne o Stevenson. Conclusión: Massagran o el Zoo d’en Pitus se han quedado sin nuevos lectores.
¿Qué autor de literatura infantil se atrevería a decir lo que Manolo Vázquez, el creador de Anacleto agente secreto o las hermanas Gilda: “Mis lectores son niños, pero hay una idea equivocada de la infancia: los niños son malos, crueles, traviesos, petardistas... Así me gustan, porque yo soy así.”
Precisamente porque no deja huella, la expresión “literatura juvenil” es –especialmente en el caso de los chicos- un oxímoron. Nuestros niños leen, pero al llegar a la adolescencia se alejan de los libros como de la peste. Si se trata de divertirse, descubren pronto que hay formas más rápidas de conseguirlo. Uno de cada cuatro universitarios no lee ni una novela al año. Esto pone de manifiesto que nos falta una auténtica didáctica de la lectura que se proponga en serio la educación de la cultura literaria de los jóvenes. Para desarrollar la comprensión lectora –que es la clave del hábito lector- se necesitan cuatro cosas insustituibles: el ejemplo de adultos lectores, conocimientos, atención e inteligencia emocional.
Los conocimientos son imprescindibles porque cuanto más sabemos de un tema, más fácil nos resulta leer sobre ese tema y más interesados estamos en ampliar lo que ya sabemos. El interés lector no es el motor del conocimiento, sino que, al revés, el conocimiento es el motor del interés lector. Respecto a la atención y a la inteligencia emocional, baste decir, que la mejor manera de educarlas es la lectura lenta. No hay coach que le llegue a Tolstoi a la suela de los zapatos.
Concluyo con una observación importante: el número de libros que un niño tiene en casa es el mejor predictor de su futuro rendimiento escolar.