Cuando se comenzó a debatir la que pasará a la historia como "la ley Wert", los consejeros de educación que no eran del PP estaban enfadados porque no tenían ni idea de qué se estaba cociendo en el ministerio de Educación. Los del PP, tampoco. Tanto es así que antes de la primera reunión de consejeros de educación, estos últimos le echaron el alto al ministro, montándole una especie de motín de catones. ¿Qué pretendía? ¿Qué quería conseguir? ¿Qué cambios pensaba introducir? El ministro finalmente accedió a reunirse con ellos para decirles, con ese tono olímpico que ensaya cuando habla ex cathedra, que, tranquilos, que no pasaba nada, que la nueva ley no provocaría muchos debates porque sería estrictamente técnica.
Este ha sido, según mi humilde parecer, el gran pecado del ministro: su nula capacidad para la poesía política o, si quieren ustedes, para la demagogia. Pero visto que la democracia parte del principio de que no hay gobernantes sabios, o el gobernante realmente existente logra consensos amplios (que es lo segundo mejor, después de la sabiduría inexistente) o se convierte en una diana.
Wert tenía vocación de diana, pero no lo sabía. De diana de España, claro, es decir, cainita; de una diana a la que se disparan quijadas de burro (con perdón).
Las primeras voces que lo pusieron en cuestión salieron de su propio partido. En aquel momento, mientras algunos consejeros periféricos se rumiaban la posibilidad de una negociación a la que Wert, por cierto, nunca dio posibilidad de ser, a pesar de que le hubiera salido barata, las autoridades políticas del PP decidieron taparse las narices y comenzaron a seguirlo sin entusiasmo, aunque con disciplina... una disciplina cada vez más frágil. Por cierto, mi enhorabuena al Presidente del Consejo Escolar del Estado, Francisco López Rupérez, por haber hecho uso de su voto para romper a favor de la enseñanza de la filosofía un empate técnico bastante vergonzoso.
Pero Wert parecía contar con el apoyo incondicional de Rajoy, que le prometió que no lo cambiaría hasta que no hubiese desarrollado por completo el articulado de la ley. Claro que ni Wert es Romanones ni Rajoy es Churchill. Así que con cada desarrollo (véanse los programas educativos) se iba agrandando su diana, que era su destino.
Más de una autoridad educativa del PP me ha reconocido su disgusto con una ley que consideraba técnicamente mala y políticamente precaria y con un ministro sordo como una tapia, que es lo que suelen ser los tecnócratas convencidos de que 2 y 2 son necesariamente 4, en toda circunstancia y lugar, porque no han leído a Lacan, que dice que la testosterona (él habla del pene) es la raíz cuadrada de menos 1. La testosterona te sirve para sentirte un toro... de Osborne en Cataluña y para poco más.
Se sabía desde hace tiempo que el cambio de ministro estaba cantado y se sabía también que, fuese el que fuese -y a mi parecer no ha sido el mejor de los posibles-, llegaría demasiado tarde.
La primera lección que nos deja Wert es que los blindajes en política duran lo que se le antoja al destino. O sea, lo que el buen tiempo en Pamplona.
La segunda, es que no hay manera de hacer en España una ley educativa que cuente con un consenso realmente amplio. Este es un hecho que nos refleja bien, dado que todas nuestras tensiones políticas acaban chocando contra la playa educativa, donde hay cada vez más leyes varadas mostrando sus cuadernas al sol como un brindis en una copa rota.
La tercera, es un principio absoluto de la singular democracia española: no puede haber leyes educativas de derechas... ¡Y punto! La razón es sencilla: las izquierdas, mientras critican las políticas neoliberales en las calles le abren las puertas al liberalismo (esto es, a la autonomía del yo propietario) en las aulas.
La cuarta, es que vamos hacia una anarquía metodológica en la que los alumnos que saldrán más beneficiados son los que más conocimientos traigan de casa. Antes en casa se educaba en valores y en la escuela se instruía. Ya no. Las familias espabiladas deben tomar urgentemente nota.
La quinta, es que hay que pensar a fondo la específica racionalidad pedagógica. Es una racionalidad sui generis, muy peculiar, escasamente cartesiana, pero que debe ser entendida si se quiere hacer algún cambio mínimamente perdurable en el sistema educativo.
¡Adiós, Wert! Te llevas tus buena intenciones, de las que no dudo, y dejas un roto considerable que el que te sustituye simplemente no tiene tiempo para remendar.