Para Robespierre, aquel hombre ebrio de virtud republicana, el ateísmo era un vicio exclusivo de la aristocracia y de sus filósofos falderos. "El ateísmo es aristocrático", llega a escribir en noviembre de 1793, pensando en los filósofos de salón. Por el contrario, la idea de un Ser Supremo (en Robespierre siempre resuena la voz de Rousseau) que vela por la inocencia del oprimido y castiga el crimen triunfante, es completamente popular (esto es lo que escandalizará a Marx). Poco antes de su ejecución escribió contra los filósofos que confundían la causa del culto con la de los déspotas y la de los católicos con la de los conspiradores y reducían a ir a misa el crimen de conspirar contra el Estado.
Son enemigos del pueblo, concluye Robespierre, quienes pretenden forzarlo a ver en la Revolución no el triunfo de la virtud, sino el del ateísmo, cuando el ateísmo es un crimen político. "El ateísmo es la antítesis de la virtud, y por lo tanto es antirrepublicano". Esta es la razón por la que mandó a la guillotina a Anacarsis Clot.