Artículo publicado en el diario ARA el 09/12/2015
Versión en catalán
En mayo de 2013, a las puertas de los 60 años, mi mujer y yo nos echamos las mochilas a la espalda y nos dispusimos a remontar a pie el río Tundja, recorriendo los 300 km que separan la ciudad de Edirne (en la Turquía europea, donde mataron Roger de Flor) de la de Shipka, en el corazón de los Balcanes búlgaros (donde Rocafort masacró a los asesinos de Roger). Hacíamos etapas de unos 30 km por un paisaje que ha sido surcado por las grandes migraciones europeas a lo largo de la historia. En Edirne nos insistieron mucho en que fuéramos con cuidado, porque atravesaríamos una zona peligrosa con emigrantes desorientados. En los últimos años se habían incrementado en los Balcanes los grupos de inmigrantes ilegales procedentes de África y Asia que llegaban por barco en Estambul y desde allí los transportaban de cualquier manera hasta la frontera de Bulgaria, donde solían abandonarlos, asegurándoles que detrás de aquellas montañas estaba Alemania. Caminaban perdidos en grupos heterogéneos quemando su esperanza en cada cima. Entonces no eran noticia, a pesar de que entre 1993 y 2012 se documentaron 17.306 muertes en el conjunto de las fronteras europeas. Ningún periodista viajaba con ellos por las rutas de los Balcanes, que era nuestra ruta, y la de los persas, macedonios, romanos, godos, cruzados, almogávares... y la de los ejércitos de Mehmet II, que se dirigían de Edirne a Constantinopla mientras el último emperador bizantino discutía con sus teólogos si la luz de la transfiguración de Cristo en el monte Tabor era de naturaleza material o inmaterial.
Lo único que nos inquietó fue un empresario catalán con contactos con los chechenos y los musulmanes búlgaros. Lo conocimos en el Hotel Galina Palace, en Sram. Viajaba acompañado de un guardaespaldas que había sido miembro de las fuerzas especiales búlgaras. Y no es prudente que hable más de este asunto.
Nos sentimos siempre muy bien acogidos. Éramos una pareja poco habitual que entraba en unos pueblos de nombres impronunciables con la mochila a la espalda, despertando la curiosidad generosa de sus habitantes. Más de uno nos llamó al pasar por delante de su casa para ofrecernos un puñado de cerezas recién cogidas. Nunca nos sentimos extranjeros del todo. Recuerdo a la recepcionista embarazada de Banya, que había estado tres meses trabajando en Murcia; a aquel campesino de Kran que, cuando nos acercamos a su campo de cerezas para preguntarle cómo ir a Caleto, reconoció nuestro acento ispanski y nos respondió con una inmensa sonrisa: "Uno, dos, tres, cinco, Murcia Lorca, buenos días señor, hasta mañana, mi rancho. ¡Yo Murcia, Lorca, Águilas!"; a la mujer de mediana edad que encontramos en la entrada de Kazanlak que había vivido tres años en Sant Celoni y sabía algunas palabras en catalán; a Dilyama, la camarera que había estudiado en Valladolid y que trabajaba 12 horas diarias cinco días a la semana por 400 leva (200 euros) mensuales; a la entrañable anciana que encontramos en una parada de autobús y que nos dijo emocionada que tenía una hija trabajando en Pamplona a la que no veía desde hacía 14 años; a Kazimir, el conductor del minibús de Nueva Zagora, que hablaba el español con acento sudamericano que aprendió trabajando en Barcelona...
He pensado mucho en este viaje estos últimos días mientras los medios, empeñados en formar nuestra conciencia moral, nos ofrecían imágenes espeluznantes de los exiliados sirios. Tengo más preguntas que respuestas sobre este delicado asunto, y me temo que la mera formulación de las mismas resulta políticamente incorrecta, pero necesito decirlas para poder pensarlas.
¿La crisis de los emigrantes no nos plantea a los europeos un deber moral al que es imposible dar respuesta? ¿Nuestros principios morales proclamados no están muy por encima de lo que le podemos pedir honestamente a la política? ¿Podemos medir nuestra moralidad por la intensidad de nuestra vergüenza? ¿Se ha convertido la vergüenza en un reclamo para vender diarios?
Hay quien, muy enfadado, asegura en las redes sociales que siente vergüenza de ser europeo. Pero ¿tiene algún mérito rebelarse moralmente contra esta Europa nuestra tan éticamente vulnerable que incluso podría naufragar en su propio sentimentalismo? Europa ha perdido sus imperios, pero parece que quisiera implantar una especie de imperialismo ético curioso: nos creemos los mejores porque sabemos que no nos encontramos a la altura de lo que quisiéramos ser. Así que, cuando el presidente turco, Erdogan, que no creo que esté especialmente capacitado para darnos lecciones morales, acusa a Europa de haber hecho del Mediterráneo "un cementerio de emigrantes", nos apresuramos a hacerle el coro gritando "Europa, shame on you".
La indignación moral puede ser una forma de pornografía emocional porque es el triunfo de las vísceras sobre la inteligencia, del vómito sobre el apetito... pero parece que vende diarios.