Artículo en el diario ARA, el 10/10/2015
Sócrates estaba dialogando con un grupo de jóvenes entre los que había uno que guardaba silencio. Lo miró y le dijo: "Habla, para que te vea".
Primera virtud del diálogo: nos hace visibles.
Para Sócrates callar equivalía a no dejarse ver. En esta dirección, Séneca escribe que un abogado famoso por su vehemencia estaba cenando con un hombre pusilánime que, como conocía bien el mal humor de su compañero de mesa, decidió evitarse problemas y darle la razón en todo lo que dijera, haciéndole, por así decir, de comparsa. A medida que iba acumulando más acuerdos, el abogado iba enfadándose más, hasta que explotó: "Di algo en contra, para poder ser dos!"
Segunda virtud del diálogo: nos permite ser dos.
El diálogo nos hace visibles y diferentes. Pero al llegar a este punto, quiero aclarar que me refiero al diálogo que tiene como objetivo hacer presente la verdad. Dejo de lado las diversas formas, en sí mismas perfectamente respetables, de la mera charla y, también, el noble diálogo político, porque en democracia no busca la verdad, sino el consenso.
Lo que hay que pedirle a un diálogo honesto y franco no es que nos permita ser uno, sino que nos separe nítidamente en dos, es decir, que ponga de manifiesto nuestras diferencias y que las clarifique al máximo.
Tercera virtud del diálogo: clarifica las diferencias.
En el diálogo no se trata tanto de comprender al otro, como de comprendernos a nosotros mismos y calibrar la coherencia de nuestras posiciones. Por eso es esencial saber con nitidez cuáles son. De un diálogo honesto salimos conociéndonos mejor. Me gustó mucho, en este sentido, la contundencia de un papa serio, Benedicto XVI, en su diálogo con el matemático italiano Piergiorgio Odifreddi. "Mi crítica -le decía- es, en parte, dura. Pero la franqueza forma parte del diálogo; sólo así puede crecer el conocimiento. Usted ha sido muy franco, así que aceptará que yo también lo sea". Benedicto XVI sabe ser muy contundente. Un ejemplo: "Lo que usted dice sobre la figura de Jesús no es digno de su rango científico [...]. Es un discurso irreflexivo que no debería repetirse".
Cuarta virtud del diálogo: nos fuerza a ser francos.
Quien se pone a dialogar con honestidad debe formular sus pensamientos de manera clara. En un diálogo, a diferencia de una tertulia, no se accede con intuiciones difusas o con una actitud de hooligan, sino con la convicción de que puedes argumentar tus posiciones noblemente, pero con firmeza, porque tienes ideas claras y distintas. Al diálogo (con excepción del político, insisto) no se va a negociar. Con la verdad no se negocia (con la convivencia sí).
Dialogamos para exponernos, no para blindar las posiciones propias con argucias retóricas. En el diálogo, las reglas de juego prohíben las falacias.
Y aquí llegamos al tuétano del diálogo. Creo que estaremos de acuerdo en que no es nada sensato envolvernos en discusiones interminables cuando nuestras diferencias se pueden dirimir con un criterio objetivo. Si tú dices que algo pesa cinco kilos y yo defiendo que pesa cuatro y medio, sólo hay que sacar una balanza para cerrar la discusión. Pero los debates más vivos no versan sobre cuestiones de este tipo, sino sobre ideas y las ideas -por mucho que se hable de la nobleza del debate de ideas- tienen un alma darwiniana: luchan entre sí por la supervivencia de la más fuerte. Por este motivo los diálogos suelen acabar mal. Sólo hay que acudir a Platón para comprobarlo.
En un diálogo se puede ganar o perder. El que gana sabe que sus posiciones han sido reforzadas o, al menos, que no han sido refutadas. El que pierde sabe que sus posiciones son insostenibles y que debe rehacer su pensamiento. Pero si esto es así, ¿quién gana realmente los dos? Epicuro insistía en que en un diálogo siempre gana el derrotado, porque aprende más.
Quinta virtud del diálogo: gana el que pierde.
Ahora bien, el diálogo honesto no termina cuando nos despedimos del otro, sino que se prolonga en forma de monólogo (de diálogo interiorizado) cuando en la soledad comienzan a aflorar las cuestiones no dichas en la relación directa. Esto es inevitable, porque todo diálogo se construye sobre silencios que en su momento no hemos sabido evocar.
Sexta virtud del diálogo: nos enseña a monologar.
La conclusión de este monólogo mío es obvia: dialogar es muy difícil. Todos queremos ser dialogantes y alejar de nosotros la sospecha del dogmatismo, pero cuando todo el mundo habla bien de algo hay que preguntarse por qué es tan necesario insistir en su valor. ¿Y si el diálogo fuera valioso porque es escaso?