Artículo aparecido al ARA el domingo día 7
"Nadie nos enseñó la libertad. Nos enseñaron sólo a morir por ella". No se pueden olvidar estas palabras así como así una vez que se han leído en El fin del hombre rojo, de Svetlana Aleksievich.
No soy experto en la última premio Nobel de literatura, pero me había leído con tanta intensidad este libro inmenso y tristísimo que me vi obligado a hacerme una pregunta inquietante: ¿qué demonios hemos entendido por libertad a lo largo del siglo XX? Precisamente por eso he seguido con atención las reacciones de los críticos ante este Nobel inesperado. En un primer momento fueron de sorpresa y hasta de indignación: como se le había ocurrido a la Academia sueca premiar alguien tan desconocido? Algunos vieron en el Nobel una maniobra política atlantista. Poco a poco han ido modulando su tono y han pasado a defender que, en realidad, el premio no se lo habrían otorgado a una escritora, sino a una reportera, es decir, a un género literario, el periodismo narrativo. El Nobel, en última instancia, según algunos críticos estaría reivindicando John Reed. El inconveniente es que Svetlana Aleksievitch siempre ha negado que haga periodismo. Los críticos internacionales, más generosos y mejor informados, resaltan sin subterfugios el valor literario de sus libros y, utilizando términos cinematográficos, valoran su excepcional trabajo de montaje. Pierre Assouline, en La République des Livres, recordaba que está traducida a una veintena de lenguas y que había recibido premios internacionales muy relevantes con anterioridad al Nobel.
Si, como decía Pla, ante la realidad siempre nos encontramos en primera línea, Aleksievich ha recogido los efectos de la exposición a la realidad de un hombre que debía ser nuevo y sólo llegó a Homo sovieticus. Para sacar adelante este ambicioso proyecto se dedica básicamente a escuchar. Aleksievich ha dedicado su vida a afinar el oído. Por eso cada libro le requiere entre siete y diez años de trabajo. Visita una y otra vez una misma persona hasta que considera que ya está escuchando su voz genuina y bien afinada, liberada de la banalidad -que a todos nos acompaña- de los estereotipos que acostumbramos a utilizar a la hora de explicarnos lo que nos pasa. Su reto es a la vez literario y ético: quiere conseguir que cada persona conquiste su propia voz para explicarse sus propias experiencias: que movilice todo lo que es para mirarse frente a frente a sí misma.
Si de algo nos habla Aleksievich es del arte dificilísimo de la escucha atenta, el único capaz de reconocer lo que hay nuestro bajo lo que llevamos prestado. Lyotard decía que podemos transformar este mundo sólo con oírlo. De la posibilidad o imposibilidad de esta transformación trata también El fin del hombre rojo.
Abrir los archivos de la intimidad del hombre postsoviético ordinario no es poca cosa. La mera pretensión de hacerlo ya impugna el régimen sonoro que moldeó al hombre soviético. Lo más característico del totalitarismo no es lo que obliga a decir, sino lo que prohíbe callar. Todo hombre reacio a expresar su entusiasmo ideológico públicamente es culpable.
El hombre que toma la palabra ante Aleksievich es el residuo histórico de la gran empresa soviética de transformación de la humanidad del hombre. El prodigio de su escritura nos hace sentir el dolor incluso de las lágrimas derramadas anónimamente en silencio y hace tiempo ya olvidadas.
El régimen de la domesticación del silencio comenzó a ser vencido a partir de los años 60, a medida que se iban vaciando los apartamentos comunitarios y se generalizaban las cocinas privadas. Entonces fue posible gestionar autónomamente las tonalidades de la propia voz. En el seno de aquellas cocinas comenzó a desarrollarse una idea teórica y sublimada de la libertad, que es la única por la que estamos dispuestos a entregar la vida.
"Mis libros no hablan de nuestro pasado, sino de nuestros fundamentos", asegura Aleksievich. Leyéndola descubrí que la Biblia concede al hombre más dignidad que El capital porque, si bien lo considera hecho de barro, este barro es el del Paraíso. Para la Biblia siempre hay en el hombre algo que preservar, mientras que el experimento de creación del hombre soviético iba justo en la dirección contraria: el hombre viejo era algo a superar, a dejar atrás.
Una vez liberado del sueño totalitario, el hombre postsoviético ha descubierto que la libertad real es mucho más mediocre que la libertad ideal y que es más fácil olvidarse de las colas y de las tiendas vacías que de la bandera roja ondeando sobre el Reichstag. Esta es la moraleja que Putin parece haber sacado de todo esto.