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El café de Ocata
Artículo aparecido en el diario ARA el 01/30/2016
Hablemos de Davos, pero no de economistas, sino de cigarras, es decir, del debate filosófico que tuvo lugar en el Hotel Belvedere el domingo 17 de marzo de 1929 entre Cassirer y Heidegger.
Cassirer era un judío burgués, un liberal humanista partidario de la República de Weimar que incluso se atrevió a defender públicamente que la idea de una Constitución republicana, lejos de ser ajena a la mentalidad alemana, había sido promovida por el idealismo filosófico. En su universidad celebró públicamente el Día de la Constitución, a pesar del boicot promovido por muchos profesores. La mayoría del público asistente al debate lo veía como el representante de la filosofía democrática, que es la filosofía que, en lugar de preocuparse por la contemplación desinteresada de lo que es eterno, centra sus esfuerzos en aliviar los males del hombre. La filosofía democrática es -para entendernos- la caridad bíblica sustentada en citas filosóficas.
Heidegger promovía una nueva forma de pensar centrada en la existencia individual y en la desnudez del hombre ante la muerte. Sintonizaba bien con los jóvenes presentes, muchos de los cuales eran veteranos de la Primera Guerra Mundial, marcados por el trauma de las trincheras. Lo veían como un filósofo pagano, ya que estaba empeñado en perseguir la verdad de manera orgullosa, imprudente, impertinente incluso, y no le importaba lo más mínimo que fuera o no confortable. Este era el Heidegger que fascinaba Arendt y Löwith.
El debate se decidió cuando Cassirer fue incapaz de responder a esta pregunta de Heidegger: "¿Hasta qué punto la tarea de la filosofía es permitir la liberación de la angustia? ¿No tendrá como tarea someter al hombre, incluso radicalmente, a la angustia?" En 1931, en una conferencia titulada La esencia de la verdad, Heidegger resumió esta cuestión con una inversión de la frase bíblica que sostiene que sólo la verdad nos hace libres. Sólo la libertad -dijo- nos hace verdaderos. No necesariamente libres o felices.
Mientras Cassirer hablaba de cultura, Heidegger insistía en que el hombre es un ser-para-la-muerte. Si hay para el hombre alguna posibilidad de trascendencia, no se encuentra en un hipotético refugio en los grandes valores o en las grandes ideas, sino en la asunción de su condición de ser-hacia-a-la-muerte.
La opinión generalizada dio como triunfador Heidegger, que, de acuerdo con el testimonio de Taubes, al terminar, se negó a estrechar la mano de Cassirer. Me cuesta creerlo, porque, si bien sus diferencias, como vemos, eran obvias, Cassirer había invitado Heidegger a Hamburgo y Heidegger invitará Cassirer a Friburgo. Sólo a partir del 1933, cuando Heidegger se afilió al partido de Hitler, se separaron, y de manera definitiva.
¿Cuál es exactamente la utilidad de la filosofía, si es que tiene alguna? Yo soy tan escéptico que firmaría con agrado la carta que, el 19 de febrero de 1758, Diderot le escribió a Voltaire: "Ser útil a los hombres? ¿Estamos seguros de hacer algo más que divertirlos o que haya una gran diferencia entre un filósofo y un flautista? Los hombres escuchan al uno y al otro con placer o desdén, y siguen siendo lo que son". Ahora, a mis sesenta años, creo que los hombres hacen lo que tienen que hacer. Tras el debate de Davos, los jóvenes asistentes no se recluyeron a meditar cada palabra escuchada, sino que hicieron una gran fiesta.
Son los economistas -sustitutos de los filósofos a Davos- los que tienen la pretensión (algo cómica, si nos atenemos a los hechos) de utilidad. La filosofía, según se mire, es peor que inútil: es peligrosa. Al fin y al cabo no es otra cosa que el arte de dormir con el enemigo, o, dicho de otro modo, el arte de soltar amarras. Sócrates, de manera más cruda, decía que filosofar es prepararse para morir, y Demócrito, que filosofar es aprender a reír, que es una manera impertinente de decir que cuando se llega a comprender cómo funciona el mundo es que ya se está preparado para abandonarlo. Sólo es prematura la muerte de los ignorantes. Hacia aquí apunta esta pregunta de Erasmo: "Decidme: si tuviera que morir mañana, ¿preferiría morir como idiota o como sabio?"
Siguiendo de cerca la narración de Platón, podemos ver que Sócrates, después de beber la cicuta, notó que el cuerpo se le iba poniendo rígido. Cuando la rigidez le llegó el bajo vientre, se cubrió la cabeza -¿por vergüenza? Finalmente, hizo un postrer encargo a su íntimo amigo Critón, que los filósofos sin ironía no saben interpretar: "Sacrifica un gallo a Asclepio". El gallo es el animal que estira el cuello de madrugada, y Asclepio, el dios que cura las penalidades de los cuerpos dañados.